para mi editora
Sus piernas eran sanas como las de cualquiera de su edad, pero le gustaba sentarse en aquella silla y merodear por la casa de un lado a otro moviendo con fuerza sus manos sobre las ruedas, como si esto hubiera tenido alguna razón de ser. Su madre le miraba con gesto dubitativo; a veces, compasivamente; otras, cansada. Su padre, en cambio, casi siempre le ignoraba y cuando le prestaba atención sólo solía decir en voz muy baja: “maldito parásito”. A eso Pablo nunca contestaba; o porque no oía o porque no entendía el significado de aquellas palabras. Giraba el aparato y se iba a poner justo en frente a la computadora apagada. Apachaba una tecla durante largo rato y luego presionaba otra; un ritual que le llevaba casi dos horas. Después de esto, su madre acostumbraba a llevarle un pan con chorizo, ketchup y una rayita de mostaza, un vaso de Coca Cola y un pedazo de dulce de leche. Pablo comía como autómata, tardaba entre veinte y treinta minutos en terminar. Al finalizar se quitaba de la computadora y se iba a encerrar en su habitación; entonces la tranquilidad de la casa era casi absoluta, sólo el chirrido de la llanta derecha cuando giraba hacia la izquierda interrumpía el silencio y un ademán retorcido en su boca delataba la molestia. Entraba en su cuarto y con mucha dificultad acercaba la silla a la cama, olvidándose en más de una oportunidad de poner el freno, lo que lo hacía caer de bruces.
Se quedaba tirado en el suelo alzando las manos como implorando a lo divino y su boca se contraía tratando de decir algo; tal vez “auxilio”, tal vez “que alguien me mate”. Sin embargo, jamás pronunciaba alguna palabra y de haberlo hecho, difícilmente habrían acudido en su ayuda. Permanecía unos instantes absorto en ese rictus, pero cuando su impotencia se hacía mayor, una lágrima corría por la comisura de sus ojos al darse cuenta de su condición. Cual bicho de Kafka se retorcía haciendo esfuerzos sobrehumanos para llegar a su cama, arrastrándose como un gusano comenzaba a jalar las sábanas, la almohada y todo lo que hubiera hasta que finalmente luego de una tortuosa media hora, por fin, lograba acostarse. Otras veces a la inversa; de la cama a la silla.
Si no resbalaba era inmensamente feliz. Se sentaba a ojear revistas, periódicos, libros o cualquier cosa que su madre, en el más absurdo de los hechos, le trajera. Ella tenía la certeza de que no leería ni tendría total conciencia de lo que había en su cuarto, pero la momentánea felicidad de Pablo nacía del absurdo, se centraba en la inconciencia de su condición, y era así como se le podía ver mover sus dedos sobre las páginas, tal vez queriendo recrear las imágenes o volver a escribir lo que supuestamente éstas contenían.
Cuando llegaba el cansancio y el sueño le vencía, tras horas de una irracional entretención, se quedaba profundamente dormido y no se hubiera despertado con nada. Su rutina era perfectamente conocida por sus padres, quienes solían espiarle desde la puerta semiabierta; ella con algo de cariño, él con la furia controlada de tener que soportar a aquel parásito, como continuamente le llamaba.
Por las noches, cuando el joven creía a sus padres dormitando frente al noticiero de las diez, invariablemente caminaba desde su pieza a la computadora, donde podía permanecer largas horas sentado escribiendo o jugando o quién sabe qué; nadie habría logrado entender lo que hacía, el procesador le había sido regalado para ayudarle como parte de la terapia indicada por el médico. La pobre señora de cuando en cuando se acercaba silenciosamente a la puerta para ver a su hijo realizando inexplicables y casi imperceptibles movimientos con sus dedos, algo que ya no le interesaba descubrir o deducir el porqué. Apagaba la televisión y dejaba la sombra alumbrada de Pablo, segura de que amanecería en su cama.
- No siempre fue así. Desde niño se le diagnosticó una rara enfermedad que en mi ignorancia nunca supe pronunciar. Lo llevé a muchos doctores; todos pagados con donativos de familiares, amigos o gente de buen corazón. Lo peor se venía cuando tenía esos ataques horribles, me dolía el alma tener que amarrarlo o encerrarlo. Después nos regalaron la camisa de fuerza, pero con el paso de los años ya nada de eso fue necesario, sólo lo vemos en la silla o en la computadora; le ha hecho bien ese aparato. Algunas veces me da miedo pensar qué estará viendo o haciendo; me consuelo suponiendo que nada malo.
Desde ese hecho tan terrible donde en un ataque de su enfermedad le metió un cuchillo a su hermana y la dejó lisiada un par de meses, Pablito cambió. Durante ese tiempo la pobre tuvo que usar la misma silla de ruedas que más tarde él necesitaría. Se encerró en su mundo y en su cuarto hasta que ella murió, día en que tuvo el peor de los ataques; golpeó paredes, tiró lejos todo cuanto encontró y lloró horas retorciéndose de dolor en el suelo. Alfredo siempre hacía lo humanamente posible por calmarlo, pero dejó de importarle su hijo después que la nena murió. Me da una lástima tremenda verlo ahí sentado como si se le hubiera metido el espíritu de su hermana, como si le tocara vivir dos vidas, como si tuviera que pagar infinitamente una culpa que ni siquiera es suya; con sus ojos tristes y reteniendo un llanto que nunca estallará.
Alfredo y yo estamos demasiado cansados para luchar contra este mal, por eso le dejamos hacer su voluntad y corretee por la casa en esa silla que jamás debemos permitir comenzara a usar. Un día estos, tal vez el viejo pierda la paciencia; me aterra pensar que podría hacerle daño a su propio hijo. Qué maldito y estúpido accidente –Repetía Martina incansablemente a quien quisiera oírle.
Ahí se quedaba. Frente a una página en blanco tecleaba una y otra vez con suaves movimientos, probablemente no supiera lo que escribía; acumulamiento de letras, palabras, frases sin aparente sentido; pulsaba quizás como un desesperado acto de queja, de encararle a la vida el inmenso dolor contenido y a la vez escapado por sus ojos, de desgarro por la agotadora misión de su práctica nocturna.
Idiotizado con el brillo de la pantalla, se levantaba y caminaba con una inquietante calma hacia su habitación. Sentado en la orilla del lecho y en el más profundo de los silencios, vaciaba toda especie de sentimiento y lograba recostarse sin ninguna molestia.
- Debimos soportar que la gente nos juzgara; recluirlo en un manicomnio. Si lo hubiéramos hecho no tendría que soportar verlo fingir cada día. Estoy hundido en este infierno de vida, todos me apuntan como el padre del loquito que mató a su hermana y quedó absuelto por enfermo de la cabeza. Sé que engendramos a un monstruo, no fue por gusto esa sensación cuando lo vi por primera vez y preferí callar cuando su madre buscaba complicidad al decirme que era un niño hermoso.
No tolero verle caminar ni tampoco en esa silla. Quiero que me devuelva a mi hija, que me devuelva mi felicidad. A veces quisiera matarlo, pero no puedo más que quedarme callado con esta sensación de odio, lástima, desprecio, rencor y vergüenza. Si tan solo algo hubiera por hacer; un pacto con Satán, una plegaria a Dios, un ritual que me permitiera volver a sentir su dulce abrazo. Pero ya nada es posible, sólo resignarme a verle cada día en esa maldita silla de ruedas como burlándose de mí, como queriendo hacerse pasar por mi niña.
No quiero más esta vida, no quiero más sentir el horrible sentimiento de que todo pudo ser distinto - Se desahogaba Alfredo.
En la oscuridad Pablo ya no pensaba, sus ojos abiertos percibían imágenes moviéndose de un lado hacia otro y perdiéndose en las esquinas. En la sombra de la cama deshecha podía verse resaltar un bulto casi imperceptible. Al despertar, como todos los días, su madre le llevaba el desayuno, le acompañaba mientras esperaba para vestirle y ayudarle a levantarse, acercándole aquella silla de ruedas tan necesaria para el desplazamiento diario de un ser mentalmente lisiado. Cada día habría que volver a empezar.
|