LOS AÑOS DEL OTRO
Jueves.
Marcos se incorpora de su cama de la misma forma que todos los días: adolorido, con la espalda hecha nudo y los ojos a reventar de sueño. Desde hace unas fechas, ha venido perdiéndose en una mezcla homogénea de continuidad y hastío que ya le ha consumido los últimos meses –tres- de su vida.
Cada una de sus manos se coloca en una sien. Presiona. El cabello crecido en dispar luce enmarañado sobre su cabeza. Todavía viste su ropa de trabajo y sus largos zapatos chillantes de amarillo. Los retira. Acto seguido extiende sus casi dos varas de estatura sobre la superficie del descanso. A un mismo tiempo, oscuros contornos simulan dunas de arena sobre la pared.
Vuelve a dormir.
II
El hambre rechina en su estómago. Han transcurrido catorce horas sin comer ni beber. El maquillaje agrieta su piel grotescamente. De muy mala gana repara en que ya casi es hora de salir a la plaza. Piensa que si tan solo un roce de la bondad de dios le sacudiese el polvo de su desgracia, esta vez sí conseguiría algunas monedas en su función ¡vaya tiempos aquellos en que el trabajo tocaba a su puerta y solo bastaba abrir! Ahora no es así, ya no.
Irremediablemente, de sus labios brota en dos ocasiones un nombre: Diana, su pasada esposa, ella que todavía duele y traspasa su ser. La invoca, le llama, su nombre es causal del recuerdo. Regresan todas esas pretéritas disolvencias del diurno para flagelar el presente. La memoria no se cansa de presentar las tardes en la plaza, donde juntos tamborilean a todo aire su comicidad y alegría.
El dinero era mucho. Ya no más, ella se fue al parecer sin motivos, y de eso, juntando los días, pueden hacerse exactos tres meses y lo que va de hoy sin obtener siquiera una respuesta que convenga a lo que desea creer. De ahí hasta este punto, la cama, o de manera realista: los restos de la cama, se han vuelto insuficientes. Cada día Marcos tiene la sensación de que sobresalen más sus pies sobre el borde. Un poco más en cada amanecer.
Resulta peor cuando bebe, como anoche que llegó y ha dormido sin desmaquillarse, con ropa, y con la mente envenenada por el nombre infinitamente silabeado.
-Ha de volver – afirma.
III
Sale de casa ligeramente limpio, con nuevo maquillaje y rumbo a su lugar de trabajo en el kiosco.
La tarde luce fría.
El vértigo del tiempo sume todo en una mutabilidad constante. Todo amanece aquí y allá con una capa más de desgaste; invisible a la cercanía de lo cotidiano, palpable al tacto de un viajante. Marcos es parte del paisaje común, está capturado por las tardes, a las cinco, en la plaza. Un niño se une a la imagen y así se completa el cuadro. Durante una hora el tiempo les pertenece.
Una manzana pesa en el bolsillo izquierdo del pantalón infantil. Es grande, la más grande y mejor. Debe ser siempre de esta manera, una y siempre una diariamente se ausenta del frutero en casa del niño. Hoy es la manzana como lo fue ayer y lo será después, de continuar con esto, en lo futuro.
Solamente él ha sobrevivido de entre todos los espectadores que, aniñados, asistían a la función de Marcos. Uno a uno de ellos reconocieron la vuelta mil veces repetida del ritual. Uno a uno se retiraron.
Esto comenzó a suceder desde la partida de Diana, su belleza pueriladulta atraía a chicos y grandes. Marcos era la rueda, Diana el eje, y juntos la alegría de la plaza y cuanto lugar llegara a sus pies. Desde aquellos días hasta hoy, Marcos actúa completando la ausencia, contesta sus diálogos y sonríe para el espejo del vacío.
Solitario, este niño parece no darse cuenta de la terrible inercia de Marcos. Sin embargo no es así, eso lo sé bien. No es no darse cuenta; es un sentimiento confuso, difícil de entender cuando no se han vivido los años del otro. Sabe que es doloroso porque lo observa y además lo ha escuchado en boca de los adultos. Intrigado pregunta: ¿qué es eso que lo hace sufrir tanto? Por toda respuesta obtiene evasivas llenos de palabras huecas, pues un niño
–le dicen- todavía no debe saber de esos asuntos.
Aquí otra vez, completándose puntuales. Cada cual llega por su extremo para ocupar su sitio.
Las cinco, la función. Las seis, la paga.
-¿Qué? ¿no traes dinero?
-No lo uso.
Tosco:
-Ya me aburrí de tus manzanas.
-No tengo otra cosa.
Marcos:
-Cuando tengas dinero con que pagar avísame y no me hagas perder el tiempo –concluye seco. Da media vuelta camino a la cantina. El niño permanece de pie, le mira alejarse, mientras que por su mente una palabra, como viento crispado en furia, da tumbos sin cesar.
IV
Marcos entra a la cantina e inmediatamente risas francas estallan. Sabe cual es la causa. Camina cruzando por el centro del lugar con la mirada fija en un punto inencontrable del suelo.
Los parroquianos le miran con lástima cuando al pasar junto a ellos evita el más mínimo roce. En la barra su boca seca y ansiosa de alcohol, emite suave una orden:
-Aguardiente.
-¿Traes con que pagar? –pregunta el cantinero. Tímidamente, Marcos coloca la manzana a la vista del hombre, quien al verla retira el vaso que se disponía a llenar en ese momento. Su voz es llana, fría.
-Aquí no se paga con manzanas.
-No tengo más –esboza Marcos.
-Pues vete y regresa cuando tengas algo que valga.
Derrotado, traga grueso paladeando el licor que no obtuvo. Busca la puerta. Casi a punto de cruzar el umbral una voz imperiosa le llama:
-¡A ver tú, payaso, ven acá! ¡Cuéntame un chiste!
El dueño de esa voz en algún tiempo deseó a Diana. La cortejó sin triunfo. Nunca supo que le vio a ese payaso y ella jamás se lo dijo. Hasta hace poco degustaba cierto odio en resquemor. No tornaría público su fracaso y ahora, protegido bajo la coraza que le dejó el silencio de su querer, podría solazarse a sus anchas con la suerte adversa del otro, que venía en su llamado dispuesto a tomar sin trámites el vaso que le ofrecía.
No sería tan fácil.
Con rápido movimiento lo retira antes que esto suceda. Acompañado de un chasquido negativo reitera su petición.
La boca anhelante de Marcos saliva anticipándose al gusto. Sin apartar la mirada del vaso, da comienzo a una historia pretendidamente cómica, que de tan mala y vieja, provoca gestos de fastidio en sus escuchas. Al término reintenta asir el vaso con la diestra, pero otra vez se aleja de su alcance.
-¿No tienes uno mejor? –el hombre pregunta áspero. Por respuesta obtiene una mirada deseosa hacia el vaso, la chispa de la burla enciende sus ojos, agrega un quieres y espera un segundo para dar sorpresa: ¡pues toma pendejo! –repentinamente arroja el líquido hacia el rostro de Marcos y éste cae al suelo. Las risas irrumpen salvajes en los tímpanos del ofendido mientras un ardor azota sus pupilas. Improperios llueven hirientes. Le recuerdan su situación de abandonado. El dolor y la impotencia se apropian de su cuerpo, atormentando aún más su castigada mente.
A tientas se incorpora. Como puede abandona el lugar y encuentra refugio en su casa. Una vez ahí, se sorprende revisando sus fotografías con ella. Promete que ya nunca más vestirá su disfraz de payaso y se derriba en la cama dispuesto a olvidar.
V
Sábado.
Han pasado dos días desde que prometiera darse un cambio. Sin embargo, más allá de media tarde, en el posterior del incidente en la cantina, alguien tocó a su puerta. Una madre acompañada de su hijo buscaba sus servicios, y aunque se negó en repetidas ocasiones con variadas excusas, terminó por acceder ante la paga y su necesidad urgente de dinero, a sabiendas que lo habían tomado como último recurso, producto de una pésima fama construida por sí mismo.
–Una locura –pensó.
Le llenó de ilusión tener dinero. Únicamente disponía de pocas horas para prepararse; menos de un día, de tal forma que echó mano del ahínco. Se mostró solícito en corregir detalles de su actuación. Al final, quedó listo y expectante, urgido por comenzar sus números frente al público.
Fiera rapaz a la espera del momento.
VI
Desde que Marcos le exigiera efectivo, el niño no se atrevió a regresar a la plaza.
-Ya nunca con manzanas –aseguró.
Su mente buscaba la manera de obtener algunas monedas para colmar, aunque fuese un poco, los deseos del payaso.
Minuto a minuto trataba de conseguir capital sin resultado. Una idea inquietante daba vueltas por ahí. Rehuyó cuanto pudo. Es pecado, había dicho tantas veces su madre. Buscó eterno en su pensamiento hasta que, sin opción, se decidió: le hurtaría dinero de su cartera.
Únicamente convenía esperar el momento. ¿Qué importaba una culpa más? Habría tiempo de sobra para confesarla después.
VII
La función resultó ser un éxito.
Marcos culminó un poco antes de la seis de la tarde. Todavía brillaba el sol. Era feliz, trabajó. Su bolsillo soportaba un ligero peso. Se maravilló de sentir como algo tan liviano le engrandeciera tanto. Ahora sí podría cubrir su consumo en la cantina y hacia allá se dirigió.
En la espalda su mochila contenía el disfraz.
El hombre que lo humilló bebía con unos amigos. Cuando Marcos entró al lugar todos callaron, por breves instantes fue desconocido. Nadie rió. Ése Marcos no era el Marcos que conocían. Estaba limpio y recobró su porte.
Avanzó.
A su paso, el hombre lo barrió con la mirada. Escupió tras sus pies. Marcos, sin retraimiento, le dirigió un reojo despectivo. Ya nunca más le ofenderían.
En la barra ordenó un doble. Anticipándose al cantinero, le cortó los aires con un billete grande.
-Cóbrese.
De un trago dio fin al vaso. Deseó más.
El hombre en la distancia no dejaba de mirarlo. Marcos quiso tomar una mesa.
Al fondo esperaba la única vacía.
Con una nueva porción de alcohol cruzó el lugar. Iba junto al hombre cuando éste dijo en voz suficientemente alta, con intención plena que todos escucharan, lo siguiente:
-Nomás traen tantito dinero y se sienten los dueños del pueblo ¡ja! Pero eso no les quita lo dejados.
Todos rieron. Encendido de cólera, Marcos viró. Sin pensarlo siquiera, arrojó el vaso sostenido en su mano hacia el cuerpo del hombre. Aprovechó su desconcierto para colocar un brutal golpe en su rostro.
Aquél cayó aturdido. Jamás esperó una contestación así.
Repuesto, se levantó vociferando su odio recién avivado. Azuzó cual perro a sus amigos. Marcos comprendió que el dinero en su bolsillo no podría salvarle. Fuerza efímera. Escapó corriendo hacia la salida.
Fueron tras él.
La plaza los recibió abriéndose por mitad. El niño, que en ese momento iba en búsqueda del payaso, vio la persecución y se unió a ellos. Marcos dejó caer la mochila al comprobar que le era un estorbo y le daban alcance. Los hombres en su ira dieron caso omiso al paquete. Siguieron a su presa. El niño tomó el bulto y continuó su carrera en pos del grupo hacia el río. Sus piernas no daban más. Se aventajaron. Al llegar a la ribera, el conjunto de hombres se dividió en un intento por cercar a Marcos. Lo consiguieron cuando tropezó y su cuerpo se cubrió de polvo.
-¡Ahora sí payasito de mierda! ¡vas a ver!
Cuando el niño llegó al lugar los hombres ya se habían ido.
Risas de gozo en la distancia. Muerte alegre.
Marcos yacía tendido en la tierra con los brazos en cruz. Palmas abiertas.
Miró el rostro ensangrentado y deforme a causa de la piedra ejecutora que descansaba en su costado.
Aquél todavía alcanzó a dedicar una mirada al niño, quien depositó la mochila en el suelo y las monedas robadas en la diestra del cuerpo agonizante.
Dio media vuelta y comenzó a alejarse, preparándose para recibir su penitencia.
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