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Segundo Acto



a…? Más tarde, como un extracto de su conducta habitual: «Tal vez mañana…».

Julia era informática, pero amaba la poesía. Era sí como se veía a sí misma: ella era informática, pero amaba la poesía. No era lo mismo decir que era informática y amaba la poesía. Julia sabía muy bien que los informáticos no aman la poesía, tal vez unos cuantos puedan leer poemas, incluso algunos puedan llegar a entenderlos. Sin embargo, amarlos…
Esa mañana, la mañana en la que estrictamente empezó esta historia, Julia estaba sentada en el banco de un parque cercano a la oficina donde trabajaba. Solía ir allí durante el descanso de media mañana. No le apetecía ir al café frente a la oficina, donde se reunían los demás compañeros de trabajo. Mario y sus problemas conyugales —Julia y morir en paz los dos, / como dicen que mueren los que han amado mucho—, Bea y sus problemas de insomnio —Julia y desayunar croissants en hoteles de mil estrellas / Despertar / viendo el mar a través de palmeras inmensas—, Laura y sus discursos políticos —Julia y hoy / (mientras los dos nos mirábamos de reojo, cada uno en / un extremo de la barra), / mi guedeja más anarquista / ha optado definitivamente por afiliarse a sus ojos—, Lluc y su decálogo nacionalista —Julia y la patria es estar lejos de la patria—, Carmen y sus complejos y su falta de autoestima —Julia y tú te llamabas tercamente Carmen / y era hermoso decir una a una tus letras—, Fernando y sus indecisiones, la quiero o no la quiero —Julia y te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las / doce del día—, Mario, Bea, Laura, Lluc, Carmen y Fernando, esperando sólo matar el tiempo —Julia y alguien te espera en la terraza de un café.
Pero a Julia no la esperaba nadie, ni en la terraza, ni en el café, ni en el parque, en el que es ella la que espera cada mañana. Aguarda no sabe muy bien qué; quizá ese instante que merezca colarse en algún verso. Esa mañana, Julia sostenía en sus manos un libro de Jaime Gil de Biedma —Me dan asco tus manos—, Julia se ruborizó, y en cierta forma ese rubor se asemejó más bien a la vergüenza, (no exactamente por el contenido, sino por la forma, por esa carencia de talento) al rememorar el poema que ella misma había escrito sobre uno de sus autores preferidos —de áspera piel / en las que se dibuja / finas serpientes encrespadas / el vello púbico de todas tus amantes—. Mantenía el libro abierto, sin embargo no lo leía —el denso aliento de / tu boca—, intentaba recordar cuándo compuso aquel poema —tus dientes amarillos que parecen / que suden semen—. Probablemente fuera al principio, en aquel tiempo en que los poetas no eran más que simples conocidos de vista —Me da asco el roce de tu cuerpo / el egocentrismo de tu canto—. Julia pensaba entonces que bastaba con leer —tu promiscuidad enfermiza / tu misoginia / tu casi amor— para saber escribir. Pero tras algunos intentos (pocos, poquísimos), se rindió.
Julia no solía leer libros en prosa. Lo único que le gustaba de la prosa era su nombre, prosa (cómo la r arrastraba el estallido de la p, para finalmente escurrirse en la s); también porque era el origen de prosaico, una de sus palabras preferidas. Realmente, prosa y prosaico no merecían tener el significado que les habían asignado. La palabra poesía no le gustaba; parece estúpido, pero quizá fuera porque le recordaba a su tía Rosalía.
Y mientras pensaba en su tía, tan insulsa, tan vulgar, tan sumamente risueña, la mirada de Julia se topó con un objeto que asomaba entre los arbustos que bordeaban el parque. Se acercó hacia allí sin apenas pensarlo; su cerebro no había emitido ninguna orden a sus piernas, estaba entretenido en recordar el timbre exacto de la voz de Rosalía, así que Julia se encontró de pronto albergando en sus manos, no el libro de Biedma, que yacía al sol, aguardando en el banco, sino otro distinto. Aunque no se trataba exactamente de un libro, no al menos de un libro completo. Carecía de tapas, y el lomo estaba rasgado, como queriendo preservar su anonimato. La primera parte del libro también estaba arrancada, así como la última. Sólo se mantenía intacta la parte central, la que correspondería al segundo acto. Julia leyó atentamente la frase con la que se iniciaba el libro amputado: a…? Más tarde, como un extracto de su conducta habitual: «Tal vez mañana…». Decidió que lo mejor sería abandonarlo de nuevo, no entre los matorrales, sino en la papelera más próxima, pero hubo algo que la detuvo: se trataba de la a, aquélla que colgaba en la primera página, frente al abismo de puntos suspensivos. Le intrigaba aquella vocal ¿De dónde venía? ¿Hacia dónde iba? La respuesta a la primera pregunta se hallaba en la página anterior, la que estaba arrancada, con lo que era imposible saber su origen. Hacia dónde iba era algo que el mismo autor había enmascarado mediante los puntos suspensivos, precipitándola hacia un interrogante que abrigaba algo más que la simple oración. Entonces a Julia se le ocurrió que quizá las páginas que faltaban podrían estar en algún rincón de aquel parque. Era probable que a alguien hubiera olvidado aquel libro allí (de hecho, Julia no lo sabía aún, pero minutos más tarde, sería ella la que abandonaría el libro de Biedma tostándose al sol), más tarde, alguien, algún gamberro como apuntaría su abuela, se había entretenido en deshojarlo. Quizá había sido Fernando y sus indecisiones, la quiero o no la quiero, la quiero o no… Julia buscó las hojas en cada papelera (no sólo las del parque, también en las calles colindantes), en cada arbusto, debajo de los bancos, en el parterre infantil, en el aseo para perros…Pero no las halló. Cuando llegó de nuevo a la oficina, lo hizo con veinte minutos de retraso.
Por la noche, leyó de un tirón aquel fragmento de libro y, a pesar de estar escrito en prosa, a Julia le entusiasmó. Pero no por lo que en aquellas hojas estaba escrito (la historia de Arturo Medrano, de su exilio a París, del influjo castrador de su madre, de su historia de amor con la mujer casada) sino por todas las preguntas que se abrieron entonces, las que hacían referencia al principio (¿Por qué Arturo tiene todas aquellas heridas? ¿Qué había detrás de la relación entre madre e hijo? ¿Por qué Arturo no soportaba las habitaciones de paredes verdes?) y las que hacían referencia al final (¿Dónde está la mujer casada? ¿Podrá Arturo superar la muerte de la madre? ¿Realmente era su madre?).
De hecho, era eso lo que le gustaba de los poemas, que empezaban justo en el último verso. La última frase del libro encontrado era la siguiente: Pero la mujer se quedó detrás, mirando distraídamente, y cuando Arturo volvió la vista ella ya no
Probó con otros libros. Cogió uno que le había regalado Carmen, la compañera de baja autoestima, las navidades pasadas y del cual no había pasado de la primera página; arrancó la tapa (no hacía falta, se acordaba del título, El camino de los… Magnífico, exclamó Julia, lo había olvidado, así como el nombre del autor), luego arrancó la primera parte del libro y también la que correspondía con la parte final. Esperó hasta la noche para empezarlo. Fue magnífico, el nuevo libro empezaba con el sugerente párrafo: blemente asustada. Desconocía el motivo que le había inducido a realizar semejante crueldad, sin embargo continuó. A partir de entonces, su vida empezó a cobrar sentido. Y acababa simplemente con: cómo conseguiría, al día siguiente, igualar
Julia hizo lo mismo con todos los libros que tenía en casa; sin rastro de piedad, los fue mutilando uno a uno. Hasta que se acabaron todas las obras en prosa, aquéllas que durante años había repudiado. La tarde del sábado visitó una librería. Hasta entonces, había sido muy sencillo masacrar libros que, en cierta manera, ya habían sido condenados; al fin y al cabo, sobre su estantería no habían sido más que tumbas. Julia se había convertido en algo así como un doctor Frankestein resucitando libros, confiriéndoles una nueva vida más allá del primer y del tercer acto. Sin embargo, comprar expresamente uno, gastarse alrededor de 20 euros y, antes de poder alcanzar a ver el título, destriparlo inclementemente, podía resultar más embarazoso. Sin embargo, no fue así.
Un día, mientras Julia paseaba por los pasillos de La Central, se topó de bruces con
la sección de poesía, allí estaban Salinas y García Montero, Goytisolo, su querido
Biedma, Rivas, Panero, Concha García, Almudena Guzmán… Con sus poemas que empezaban en el último verso, pero ¿quién quería un verso pudiendo tener párrafos enteros? Julia comprendió entonces que no había sido más que una mera informática que un día cr

Texto agregado el 25-07-2011, y leído por 343 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-08-2011 Me gusta mucho cómo manejas las repeticiones, eso le da fuerz y un peculiar estilo a tus textos. Muertelenta
29-07-2011 que el lector es el que le da vida a la obra y por ello tiene la libertad de elegir como y de que manera leerla.... seroma
29-07-2011 bua!!!!!! estos comentarios estan limitados a pocas letras.... me rechazó el anterior... donde decía que ha definido lo que vengo sosteniendo desde hace tiempo... seroma
26-07-2011 Y esa capacidad de destrucción de libros o de casi consumar libros, a lo Fahrenheit 451 reconozco que me ha divertido mucho, aunque con la mano en los ojos. Te digo porque me parece un sacrilegio y esa tal Julia casi roza el homicidio con esos pobres libros, por dios pobre Panero... pero bueno,e s una forma de apreciar la literatura como otra cualquiera. Un saludo, te seguiré leyendo. iolanthe
26-07-2011 Me ha gustado la dinámica inicial de guiones para mostrar las frases como imágenes, recreando el escenario de cada cual. Luego pensé que se orientaría hacia esto que se hace de dejar un libro en algún parque para que otro lo lea y lo vuelva a dejar en otra parte (anglicismo que no recuerdo)pero lo de leer así, como con las letras medio caídas, je, me recordó al Juan José Millás y su El orden Alfabético... iolanthe
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