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Inicio / Cuenteros Locales / Selkis / Los fantasmas recuerdan en blanco y negro

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Ocho de la tarde. Eva llega con tiempo para tomarse un café y echarse unas risas con las compañeras.

Abre la pesada puerta empujándola como si fuera de cartón, tantos años accediendo a aquel lugar. Le reciben el perfume de productos desinfectantes y desde la cocina, el olor a café recién hecho. Café barato, aguado, con suficiente cafeína para aguantar toda la noche despierta.

Y los gritos. Matilde llama a su madre desde una habitación pequeña. Una suave luz amortigua la oscuridad y la soledad de quien se está muriendo. Pero desde lejos, desde dónde mira Eva, la mortecina luz afila aún más los rasgos de la anciana. Aguza la nariz, la barbilla, ensombrece los pómulos sobresalientes. Le brilla la piel; es la última de las fiebres.

- ¡Sois unas zorras!-escucha clamar a Consuelo desde el salón. Se imagina la escena, pero va a verla una vez más.

La antigua residencia lleva muchos años acogiendo ancianos. Los nuevos asilos adaptados a las últimas y caras tecnologías, mejores inversiones y controles más estrictos de sanidad la han rebajado casi al estado de insalubre. Ya sólo les llegan mendigos, ex toxicómanos, ex presidiarios, ex ciudadanos ejemplares pero pobres. Allí, todos fueron alguna vez.
El piso tiene el encanto de la vejez. Lo techos altos, las cuidadas cenefas cinceladas en serie, los suelos de mosaicos, las enormes puertas de madera siempre abiertas.

El salón es enorme. Las mesas han sido pulcramente recogidas después de la cena. Las sillas, sillones, sofás, ninguno igual, sugieren en cóncavo las formas de quienes las moran a todas horas -excepto aquellas, tan nocturnas-. Sólo quedan dos lugares ocupados. Consuelo está en su sofá orejero luchando contra las cuidadoras de día que ya acaban su jornada.

- ¡Zorras de mierda! ¡No me toquéis, brujas!

Consuelo ha sido una madre de familia respetable. Pobre, pero educada y elegante. Eso dicen sus hijos los sábados a las cinco de la tarde, cuando vienen a verla y le traen galletas. Jamás había dicho una palabra malsonante. Eva no quiere ni pensar en qué mundo de terror vive esa mujer, dominada por sus delirios, aislada por su incapacidad de reconocer los elementos reales que la rodean. No se imagina una soledad más terrible.



Sentarse a esperar morir y recordar los momentos hermosos que le han tocado vivir. Eso hace Mateo mientras mira por la ventana del salón e ignora como mejor puede la escena que se desarrolla detrás de él. Ahora sólo ve luces anaranjadas aquí y allá, alguna televisión encendida y los coches, esos siempre. Pero a él le gustan los viandantes: poder verles la cara, los gestos, la peculiaridad de los movimientos de cada uno.

La noche le entristece un poco porque le falta actividad. Sabe que existe, lo sabe muy bien, en ella vivió y de ella vive recordando. Pero desde la ventana, a través del cristal un poco sucio y seguido del estrecho balcón y su florida barandilla de hierro forjado, no le llegan los olores que desprenden los bares cargados de humo, ni la musicalidad de las risas de los borrachos solitarios, ni las caricias de su puta preferida. Es por eso que cuando llega la noche aguanta la respiración deseando que el ritual acostumbrado pase rápido: Consuelo gritando cada vez menos y desde más lejos, hasta que las sábanas la cubren y milagrosamente se calla; Eva recordándole la hora que es; y últimamente esa mujer que no acaba de morirse y que a veces llama a su madre o descarga un macabro suspiro como si fuera el último, pero que nunca lo es. Mateo se dice que no puede ser inmortal, pero qué lento pasa el tiempo mientras se espera el final.

Cuando todo se calma, cuando nada rutinario queda por llegar y sólo lo inesperado podría cambiar las cosas -sabiendo que lo inesperado nunca entra en casas como aquella- Mateo se levanta lentamente - no puede de otro modo- y se va a su cama.

El crujido de los muebles, los ronquidos, los quejidos de la mujer agonizante, a veces los pasos de la cuidadora comprobando que todo esté bien: esa es la música que acompaña sus nuevas noches. Tan insomnes como las de antes, pero solitarias y cubiertas de sábanas limpias.

Comparte la habitación con otros cinco hombres como si estuvieran en un orfanato de mediados del siglo pasado. Allí cuesta hacer amigos. Uno presencia las miserias de los otros, muestra las suyas propias y luego, al día siguiente, es difícil hablar de fútbol. Parece que a partir de cierta edad todo da igual, pero no es cierto. "Son como bebés" escuchó decir a un familiar un día en el salón. Y él pensó que sí, que babean como los bebés, pero que tienen los dientes podridos. Mateo siempre piensa en estas cosas, aunque nunca hable con nadie. Si algún día llega a una buena conclusión, se irá con él a la tumba.

Alguien grita en la habitación de al lado y no es la moribunda. "¡Un hombre!" escucha decir Mateo. Tampoco se trata de Consuelo. Es Marisa, la florista. Había vendido flores en el Raval hacía muchos años. Siempre le cuenta a todo el mundo las cosas que vio desde su pequeña tienda. Es una privilegiada por poder hacerlo. Recordar, compartir. Ahora grita desesperada que un hombre ha entrado en su habitación. Mateo escucha los pasos presurosos de Eva, dirigiéndose al cuarto de la señoras.



Eva está mirando un programa del corazón. Todos gritan, juzgan, insultan alrededor de una mujer morena que hasta hace dos días alimentaba la cola del paro y ahora está a punto de cobrar lo que no habría reunido en un año de trabajo. Todo por explicar su vida. Una vida bastante vulgar, por lo demás. Que alguien sufra un desengaño amoroso no debería ser noticia. No una tan cara y en horario de máxima audiencia, como mínimo. O quizá de eso se trate, tanta audiencia sintiéndose identificada con los tormentos cotidianos de una mujer vulgar. Se le ocurre entrevistar a sus ancianos. Muchos le han contado historias que superarían con creces las vicisitudes de los televisados, esa nueva especie, la realidad de la gran masa difundida a la gran masa. Sin embargo, las vidas de sus viejitos no tienen más que el valor de una anécdota que nadie se toma demasiado en serio. Tan lejanos en el tiempo. Recuerdos que por serlo se desvanecen poco a poco en sus propias demencias.

- ¡Un hombre! ¡Hay una hombre aquí!- escucha gritar a Marisa.

Seguro está sufriendo una alucinación, aún así el grito rompiendo el silencio de la noche la estremece. Pero sabe que lo más probable es que no suceda nada. En aquella casa sólo sucede la locura.

Eva se dirige a la habitación de las mujeres. La mayoría aún duerme, están sedadas. Otras han levantado la cabeza y se oyen algunas quejas.

- ¿Qué ocurre Marisa?
- Estaba ahí mismo.

Eva recorre la habitación con la mirada. Las viejas persianas de madera del balcón no cierran bien y permiten que entre la luz de las farolas de la calle. Además, está la luz de emergencia en la puerta de entrada.

Hay sombras en cada rincón. Puertas mal cerradas de los armarios, las grúas que sirven para levantar los cuerpos más pesados, representan figuras que no por familiares parecen menos tétricas. Las respiraciones descompasadas de las ancianas, el inquietante y repentino silencio de la moribunda, la queja constante de Marisa.

- Le he visto, estaba ahí de pie, mirándonos, y cuando he gritado se ha ido.

Eva está en la obligación de comprobar que todo esté bien. Recorre una a una todas las salas de la casa. Se decide a encender las luces para asegurarse de que todo esté en orden y esta determinación justificada la tranquiliza. No ve nada, claro, no puede alcanzar la alucinación de Marisa, le pertenece sólo a ella. Todo está inusualmente silencioso. No se escuchan ronquidos, ni gemidos, nadie habla en sueños. Tan solo el ronroneo continuo de las neveras y el rumor demasiado lejano de los coches. Parece que todos estén despiertos y a la expectativa. O que todos hayan muerto de repente.

En el salón principal no hay nadie. Eva está algo alterada y le parece ver un reflejo en la pantalla del viejo televisor. No es nada, los nervios le han jugado una mala pasada pero el corazón aún le late desbocado cuando escucha que una puerta se cierra con estruendo en la otra punta de la casa.



Mateo sabe que no hay más fantasmas que ellos mismos. Pequeños fantasmas encorvados que se disuelven en la larga noche, la que les ha tocado no dormir. Es aquello de que el sueño le redime a uno del fardo de la existencia, pero ellos asumen con discreta dignidad un continuo insomnio -aplacado en algunos casos con somníferos- que ya no es ni eso, si no un velar sus propios cuerpos moribundos, que se van pudriendo poco a poco mientras continúan excretando y cumpliendo sus funciones más básicas.

No cree ser mucho más que el hombre que ha visto Marisa. Un presencia que ha sido vista por alguien, que está aunque no debería estar, que asusta, que molesta, que requiere del recelo profesional de Eva, pero que no sirve para nada, no proyecta nada, quizá una anécdota cariñosa y simpática por contar. Somos equiparables a la visión de una vieja que asegura haber vendido flores, flores que ya se pudrieron, como vamos haciendo nosotros en la impostada calidez de este supuesto hogar. Pero ellas tuvieron la decencia de desaparecer hace mucho tiempo tras haber hecho feliz a algún enamorado, o alguna cumpleañera. Nuestro fantasma de esta noche se parece más a las flores que se marchitan irremediablemente en las tumbas vacías incluso de larvas. Esas somos nosotros. Su patética visión y nosotros haciendo que no podemos dormir por culpa de ella. Patético y triste. Patético de una manera triste y triste de una manera bella porque Marisa ha encontrado el modo de romper su rutina.


No ha sido más que un golpe de aire. ¿Cómo podía haberse dejado la ventana abierta? Qué descuido tan tonto. Eva ya está más tranquila, pero sospecha que la sensación de inseguridad le acompañará el resto de la noche. Ha revisado todas las estancias de la residencia. No hay nadie. Sólo se respira el miedo de todos y eso ya es mucho porque el miedo sólo entiende de miedo y se alimenta de si mismo. Eva regresa a la habitación de la mujeres. Les informa del resultado de su inspección. Marisa parece contrariada pero no dice nada más.



Mateo se dormirá en unas horas. Su último pensamiento será un deseo, el deseo de poder equivocarse una vez más, una última vez. Quiere poder estropearlo todo de nuevo. Quiere arrepentirse, sentirse culpable de algo, decepcionarse, hacer llorar a alguien. Qué insulsa la vida del inofensivo. Tan inofensivo como el hombre aquel que merodea por allí.



Eva vuelve a la cocina. Ya ha terminado el programa de antes y ahora una mujer rubia, de facciones agradables, voz suave y facilidad de palabra echa las cartas del tarot a la gente que se pone en contacto con ella por teléfono.

- Ay, estoy viendo la carta de la muerte! - grita asustada la mujer que consultaba en esos momentos.

- Tranquila, no es una carta mala. Mira, ¿ves?- dice la tarotista mostrando la carta a la cámara- Ni siquiera se llama Muerte, esta carta no tiene nombre. Es un esqueleto segando un extraño huerto de cabezas, pies y manos. Cosas que ya no nos sirven. Retira lo inútil y deja espacio para cosas nuevas. Alguien tiene que hacer ese feo trabajo.

Eva se concentra en las palabras hipnóticas de la tiradora de cartas y empieza a sentir cierta somnolencia. Aún le quedan cinco horas de vigilia por delante. Ya no piensa en nada cuando escucha el largo gemido -extremadamente largo- de la moribunda atravesar los pasillos y la oscuridad de aquel extraño hogar.

Texto agregado el 25-07-2011, y leído por 556 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
07-04-2016 Muy buen relato y muy bien llevado, retratar con detalle y realismo la vida en los hogares de ancianos. seroma
17-11-2015 me ha gustado el final, me ha gustado las impresiones sobre la vejez que desarroyas, y me ha gustado el titulo, es cierto los recuerdos son en B/N aunque fueran a todo color. besos. silpivipiapa
10-09-2011 Catman... visón de gato? carelo
08-09-2011 esta buenísimo ! ! nanaxemi
31-08-2011 Hay ciertos vacíos en la historia y tal vez se deba a que como soy un curioso de mierda me gustaría más sobre ciertos personajes, pero sí, genera incertidumbre y como que el rollo de eva da para algo más. Igual, a mí no me hagas caso, soy un inútil. madrobyo
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