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Dèjá vu…

Creo que no soy la única persona que ha tenido una experiencia así. Varias veces he escuchado relatos de gente que de pronto se encuentra ante una situación, que le parece haberla vivido con anterioridad. Después rebuscando en la memoria se dan cuenta que es imposible que ello haya ocurrido, pues jamás han estado en ese país o en ese lugar, al menos en esta vida.
Lo que me ocurrió, me ha tenido desvelado por mucho tiempo.

Estaba en el aeropuerto de Ezeiza, haciendo la fila para el checkin y para despachar mi equipaje, pues estaba a punto de partir a
Chile. Yo me encontraba en la fila de Aerolíneas Argentinas, que era la compañía por la que viajaba y a unos metros más allá había una fila para realizar el mismo trámite de las personas que viajaban a México por otra compañía aérea.

Me llamó la atención la figura de una mujer que se encontraba en esa fila. Me pareció que era alguna conocida. Como la veía desde atrás me adelanté en la fila para poder verle la cara. Cuando la vi, no me quedaron dudas. Su cara, de una belleza singular era imposible de olvidar. Traté de hacer memoria. ¿De dónde conocía yo a esa hermosa mujer?
Ella pareció darse cuenta que era observada con insistencia y se volvió hacia mí. Cuando me vio, no pudo disimular un gesto de asombro. Le sonreí amistosamente, pero ya ambas filas
avanzaban y aunque no le quité la mirada y ella tampoco lo hizo, trataba por todos los medios de recordar de donde la conocía.
Para salir de dudas tendría que hablarle. Terminé con mis trámites y ella estaba haciendo lo mismo. Miré mi reloj. Tenía exactamente 15 minutos antes de abordar. Suficientes para
aclarar con ella de dónde nos conocíamos.
Creo que ella pensaba igual que yo. Nos acercamos sonriéndonos.

—¿Ernesto? —me preguntó dubitativamente…

Yo me llamo Edgardo Mauricio y me dio un poco de fastidio que no se acordara de mi nombre. Pero yo tampoco me acordaba del nombre de ella y así se lo dije.

—Perdóname, pero no logro recordar de donde te conozco . Sé que nos conocemos de algún lado e incluso me causa mucha alegría verte… pero tengo la mente en blanco…

—Yo solo recuerdo que te llamas Ernesto, pero no logro ubicarte.
Me parece conocerte de toda la vida, pero no recuerdo ningún detalle de nuestra amistad…

—Me pasa lo mismo. Sé que contigo tengo un grado de afinidad y confianza, pero… mi nombre es Edgardo y no acostumbro a mentir sobre mi nombre. ¡Ahora recuerdo! ¡Tú eres Melisa!

—¡Nó, mi nombre es Ariadna! Y estoy segura que tú te llamas Ernesto.

—Vamos a sentarnos a la cafetería y tratemos de aclarar esto…

Se cansaron de llamarnos de ambas aerolíneas para que embarcáramos. Estábamos enfrascados en una conversación que no podía cortar por nada del mundo y ella tampoco. Mentalmente
le dijimos adiós a nuestras valijas. Ya las recuperaríamos…

Luego de muchas confidencias e imaginación para llenar los espacios vacíos de los recuerdos de cosas que jamás habíamos vivido, llegamos a una sola conclusión: Nos habíamos conocido
en otra vida, en otro tiempo, quizás en otro espacio, en otra galaxia o en la conjunción de un sueño compartido, en el que fuimos meros objetos del destino.

Yo recordé que me llamé alguna vez Ernesto, que era un pianista no lo suficiente bueno como para dar conciertos, pero era un profesor de piano bastante aceptable.
Melisa era una de mis alumnas favoritas. Además de nuestras edades, nos unía el amor por la música romántica.
Chopin, Liszt, Brahms, Debussy, etc. eran nuestros autores favoritos y en especial Karulinus.

—A mi también me gustaba mucho Karulinus, eso lo recuerdo — me dijo Melisa— pero no te podría nombrar ni una pieza de él.

—Tampoco recuerdo nada de él. Pero eso no es extraño, ya que no sé nada de piano, ni de acordes ni de corcheas. Es más, ni sé cuantas teclas tiene un piano.

—Es muy extraño esto que nos está pasando. Hasta ahora sólo hemos tratado de armar una vida anterior en base a suposiciones y recuerdos, posiblemente de sueños y quizás es una simple
coincidencia que nos hayamos reconocido sin habernos visto jamás.

—Yo recuerdo perfectamente cual fue la pieza que tocaste completa por primera vez y que me llenó de orgullo ser tu profesor.

—¡No me la nombres!, ¡No me la nombres! Yo sé bién cual fue y anotaré su nombre en este papel. Tú debes hacer lo mismo y confrontaremos y si coincidimos en el título, querrá decir que
estamos bien encaminados y que este “déjà vu” es real y no cejaremos hasta descubrir la verdad.

Me dio un poco de miedo ver su férrea decisión. Las cosas inexplicables siempre me causan temor y creo en fantasmas y aparecidos y milagros y en brujas y brujerías, todas cosas que me quedaron por haber sido criado por mi abuela, una señora gallega supersticiosa que creía en todo lo que fuera contrario a la razón.
Fui hasta el mostrador de la cafetería, tomé dos servilletas y escribí en cada una de ellas. Las puse en dos bolsillos diferentes.
Regresé a la mesa y tomé el papel que ya tenía escrito Ariadna-Melisa. Decía: “Consolación No. 3 en Re bemol mayor” de Liszt.
Casi con pena saqué mi papel. Vi que sus ojos se humedecieron cuando leyó: “Para Elisa” de Beethoven…

Nunca más volví a verla. Quizás haya sido para mejor. Hay ciertas cosas que no se deben cambiar. También debo añadir a mis temores: las paradojas.

Ayer recibí un llamado en mi celular. Era Ariadna. Jamás imaginé que podría ser ella. Le dí mi tarjeta en forma automática, sin
pensar siquiera que ella me llamaría algún día. Ya pasaron seis meses desde la última (y primera) vez que la vi.
Fue en un aeropuerto. Yo iba a Chile y ella regresaba a México. Nos vimos por primera vez y nos pareció reconocernos de algún otro lugar, en otras circunstancias. Charlamos mucho y ella sacó en claro que era sólo una casualidad, los recuerdos en común que ambos teníamos. Yo pensaba de otra manera, pero mi natural
cobardía me impidió continuar razonando y buscando respuestas.

Ya aclaré que creo en todo lo que es contrario a la razón. Por eso me alegré cuando ella decidió no seguir escarbando en la nada.
Pero yo siempre supe que la nada no existe. Siempre, siempre, por descabellado que parezca, siempre hay algo, quizás alejado de nuestro entendimiento. También sé que no es conveniente averiguar mucho en las cosas ocultas o extrañas ni maravillosas.
Para mí, un arco iris comienza y termina sólo donde lo ven nuestros ojos. Ni más allá ni más acá.
Ariadna me llamó para decirme que hoy llega a Buenos Aires y que le gustaría discutir un tema conmigo. No me lo podía anticipar por teléfono, pero era algo relacionado con nuestra conversación anterior. Me estremecí. Yo tenía esa conversación guardada en mi mente, en la sección Olvidar, porque era eso lo que deseaba. No meterme en profundidades de las cuales no
sabría salir, sin resultar herido.

Me ví obligado a ofrecerme para venir a esperarla al Aeropuerto. Y aquí estoy. Los indicadores me dicen que el avión ya aterrizó.
Calculo una media hora en la Aduana y en los trámites de inmigración y acá me encuentro con la boca seca y lleno de nervios, esperando su aparición por la puerta de arribos. Me negaré rotundamente a seguir indagando sobre ese dèjá vu, que me asusta y que prefiero dejar pasar. Lo que no se sabe no hace daño.
Allá viene empujando un carrito con algunas valijas. Es en realidad más linda de lo que recordaba. Debe tener unos treinta y dos años, rubia, ojos claros. Trago saliva y me acerco a ella. Me abraza y me planta dos besos. Uno en cada mejilla. Su suave perfume me embriaga y ya sé que estoy perdido.
Ya sé que haré lo que ella me pida. Maldita falta de personalidad o lo que sea, que cualquier mujer bonita hace lo que quiere de mí,
como si yo fuera una blanda arcilla en sus manos.

—Llévame a mi hotel, ahí en la calle Rivadavia. Se llama Buenos Aires Top Hostel y voy allí porque me conocen. Me dejas ahí y regresas a las 10 de la noche a buscarme, que tenemos que ir a un lugar donde se despejarán muchas de las dudas que nos quedaron la última vez.

—¡Yo no tengo ninguna duda! —protesté, sin mucha convicción…La verdad es que no me gusta andar de noche por ahí y menos con una mujer como Ariadna. Buenos Aires suele ser peligroso y más aún de noche. Tendré que traer un arma para nuestra seguridad.

10 de la noche:

Mucha gente en la calle, muchos turistas y algún policía por aquí y por allá, me dan cierta tranquilidad y más aún cuando me palpo la pistola que llevé.
Baja Ariadna y me da una dirección.

—Es cerca de las calles Pedernera y Castañares —me dice muy tranquila.

Clavo el freno. Ni loco voy al bajo Flores a esta hora. Así se lo digo. Ni aunque llevara una ametralladora. Una hermosa sonrisa y un beso en la comisura de la boca me convencen. Allá vamos.

Es un viejo cine-teatro de barrio, donde han sacado las butacas, las alfombras y han alisado el piso. Ahora es un salón de baile, pero manteniendo el viejo escenario, con sus molduras descascaradas y los dorados ennegrecidos por el tiempo. A un costado un enorme piano de cola, despintado, con las teclas
amarillas, parece un hipopótamo bostezando. No hay nadie, salvo un hombre de oscuro ensayando un paso de baile, con fuertes
golpes de tacos y acompasado zapateo.

En el escenario en penumbras, parece bailar con su propia sombra. Vestido todo de negro, un sombrero de anchas alas, enturbia más aún la ensombrecida oquedad de sus ojos.

La miro a Melissa (no sé porqué la llamo así, ahora) y la veo extasiada, contemplando al hombre de negro. Él sigue bailando.
Sus pies, traen mensajes de los hondos de la memoria y de encrucijadas mortuorias.
Sin desearlo me acerco al piano, me siento y comienzo a deslizar mis dedos por las teclas, desenredando músicas remotas.
El hombre de negro sigue el hilván musical con sus pies cariciosos, en perfil confuso, tras las melodías y danzas perdidas, en un revivir prohibido. Apenas alienta y resplandece de entre las penumbras.
El hombre me mira, con sus ojos brillantes, pero sin norte en el mirar.
Destellos astrales bajan a sus pies. Quedan en lo oscuro su cara y su cuerpo en danza.
Lo tapujan mantos de penumbras, desdibujando los contornos, incluso del enorme piano que toco con facilidad, sin saber tocar, melodías que no conozco pero que brotan con naturalidad de mis
dedos.

Melissa se une en la danza con el hombre de negro. Mis melodías son llamas del fuego sin quemazón ni porfías. Todo es caricia entristecida, penar dulcificado. Ellos bailan rememorando formas escondidas en el transcurrir de los tiempos. Su baile es un oscuro adentrarse.
De pronto mi conciencia se rebela y veo en mi
adormilado alerta, asomar a su arte, un festejo mortuorio. Ellos son los que bailan, sí, pero sostenidos por bailarines muertos.
Asoman balbuceos extraterrenos a su plástica ensombrecida.
Forcejea hasta salirse del espejo trizado del tiempo por mediación del artificio del baile.
Para remirarlo, fuerzo mis pupilas. Lo veo con carga del penar yacente. Sospecho que el hombre tiene tratos con la Muerte.

Haciendo un enorme esfuerzo, dejo de tocar y de un manotazo logro hacer caer la tapa del piano, en una nube de polvo. El hombre de negro desaparece y Ariadna cae de rodillas al suelo,
cubriéndose la cara como para evitar la luz que ha inundado el escenario. Afuera se escuchan tañidos de campanas, ahuyentando a otras sombras que estaban absortos mirando el
bailar del hombre de negro. Entre las sombras que huían, una de ellas miró hacia mí y reconocí a mi padre, fallecido, cuando yo era niño. Nadie irrumpe con gestos ni avanza a musitar un
desacuerdo. Tan solo desaparecen, apretando los labios para degustar instantes que nunca por nunca volverán. Levanto a Ariadna y la guío hacia la salida. La siento en el auto y me alejo
manejando despacito. Ella solloza en silencio.

—¿Qué querías encontrar, Ariadna? —le pregunto dulcemente, sabedor que nunca me daría la respuesta. La dejo en su hotel.

Pasaron dos días desde que estuve con Ariadna en el bajo Flores viendo bailar a un hombre de negro, mientras yo tocaba el piano.
Pero no estaba seguro que eso hubiera ocurrido en realidad. Así que al mediodía, con el sol bien alto me dirigí a Pedernera y Castañares buscando el viejo Teatro pero no lo encontré. En el lugar donde me pareció que debía estar, solo era un sitio baldío, donde estaban unos vagabundos acurrucados bebiendo de una botella.

—¿Alguien conoce donde está el teatro viejo, por acá cerca? —les pregunté.

—En esto, que ahora es un baldío, hubo un Cine-teatro que se incendió, pero hace muchísimos años… —me aseguró uno de los linyeras.

Me fui para el centro. Iría al hotel donde había dejado a Ariadna y trataría de aclarar las cosas con ella. Mi curiosidad venció a mi cobardía y ahora quiero saber todo. Es demasiado misterio para mí y no consigo apartar de mi cabeza esa escena maravillosa y terrible, donde Ariadna bailaba con el hombre de negro. Y además quiero saber porqué yo tocaba el piano, sin que jamás
haya estudiado nada de música y menos de piano.
El Top Hostel, por suerte sí estaba.

Pregunté por la chica mexicana; — Ariadna se llama —le dije al conserje, quién me hizo esperarla en la recepción.

Al rato bajó ella. Casi no la reconocí. Tenía enormes ojeras y los ojos irritados, quizás por haber llorado mucho. Me miró como si me hubiera estado esperando.

—Vamos —me dijo tomándome la mano.

Iba a seguirla, a dejarme llevar no sé a donde, pero hoy me levanté como si me hubiera comido un león y soltándole la mano le dije que quería saber primero a donde íbamos y por qué motivo. Así que la tomé de un brazo y la metí en el Café de la esquina.
Pedí dos cortados, pero ella prefirió un té.

—Primero quiero que me digas tu verdad —me dijo ella —y luego te daré todas las explicaciones que quieras. ¿Recuerdas que me dijiste la vez pasada que yo había tocado el tema “Para Elisa” y yo creía que había sido una pieza de Liszt?

—¡Sí, recuerdo! Te mentí. Yo también supe que era la Consolación de Liszt la que tocaste completa por primera vez.
Pero escribí en dos papeles diferentes, porque tenía miedo. Todavía tengo ese oscuro temor a lo desconocido, pero ¿como supiste que te había mentido?

—Fue mucho tiempo después, cuando recordé que ambos creíamos que uno de los compositores favorito nuestro era Karolinus.

—Lo recuerdo y sé que me gusta todavía…

—¿Cuánto hace que escuchaste un tema de él, por última vez?— me preguntó

Titubeé. En realidad no lo sabía y así se lo dije.

—¡Jamás en tu vida actual lo has escuchado porque Karolinus no existe!

Su afirmación me sorprendió. Ella continuó hablando con seguridad

—Lo busqué en todas las enciclopedias de música, en cuanto libro encontré. He interrogado a músicos, a profesores de música y nadie, pero nadie lo sintió nombrar. Al menos en estos últimos siglos…

—Pero no puede ser muy antiguo ya que tocabas a Liszt y este compositor es de mil ochocientos cincuenta o algo así. Y si tú sigues creyendo que ambos vivíamos por esa época…

—Lo que yo creo es que tuvimos una vida en otra dimensión y que Karolinus pertenece a esa dimensión o época y por eso acá nadie lo conoce…

—Pero entonces, tú y yo somos de esa dimensión y ¿qué hacemos aquí ahora?

—Eso, mi querido Ernesto, es lo que deberemos averiguar…

Creo que todavía estoy a tiempo de salirme de este embrollo, antes que pase algo malo. Pero quién puede renunciar a la posibilidad de descubrir algo nuevo, algo que deje a la
humanidad asombrada y maravillada. Algo que puede echar abajo a todas las religiones. Si el Vaticano tembló ante la novela de Dan Brown, el famoso Código da Vinci, ¿que ocurrirá si se sabe que una hermosa chica junto con un boludo que se cree escritor, andan tratando de probar que existe otro mundo paralelo, en el cual la Humanidad ya ha vivido o vivirá algún día? Y la Muerte entonces ¿Es solo la transición entre este mundo y esa otra dimensión?

—Posiblemente estemos muertos en ese otro mundo y renacimos acá. Tú en Chile y yo en México—me comentó Melissa

—Y dio la puta casualidad que nos encontráramos y nos reconociéramos y nos metiéramos en este lío —le dije un poco molesto

—Y si llegamos a morir acá, posiblemente renaceríamos allá…¿No te parece?

—Creo que esa podría ser una respuesta —afirmó Melissa

—Ahora dime,¿Qué fue eso de la otra noche? El hombre de negro, el viejo Teatro, yo tocando el piano, tú bailando una música imposible…

—Vas a tener que creerme, pero no recuerdo nada de eso que dices. Yo vine a la Argentina, por recomendación de un viejo chamán, a ver a un familiar suyo, que vive en Pedernera y
Castañares y que me iba a ayudar a descubrir el pasado de mi pasado.

—¿Hay chamanes en México? —le pregunté desconfiado…

—En todas partes hay hechiceros, adivinos y personas que practican el chamanismo. Yo estudié mucho sobre ello. Es un culto del paganismo de Oriente difundido entre los pueblos de Siberia, los ostíacos, los tungusos, los kanchadales, los samoyedos, etc. y se basa en los estados de éxtasis o de congoja que provocan con sus danzas ejecutadas al son del tambor, de
noche y a la luz de las hogueras.
Cuando alcanzan esos niveles, de éxtasis o de congoja, es cuando se le pueden preguntar las
cosas que nos interesan y nos responderán, a veces directamente, otras, con elipsis. Se extendieron por todos los pueblos y en México, principalmente en la zona del Yucatán, todavía quedan viejos adivinos a los que es posible consultar.

—Y el hombre de negro que bailaba, ¿quién era?

—No recuerdo haber visto nada de eso. ¡Ya te lo dije!

—Entonces ¿qué haremos para seguir investigando? —le pregunté

—Vayamos a esa dirección a buscar al familiar del chamán mexicano…

—Pero…yo vengo de allí y no hay nada de lo que había anoche…—le dije

—Entonces, tendremos que ir al anochecer y esperar lo que el destino nos quiera brindar…

El solo pensar en regresar esta noche a ese misterioso Teatro, si es que lo encontramos y poder salir de ahí, sin mayor problema, se me hacía algo medio imposible, pero de súbito un pensamiento vino a mi mente: Entre las sombras de anoche, me pareció ver a mi padre. Lo reconocí a pesar de que yo tenía diez años cuando murió. Estoy seguro que el también me vió. Seguro que me protegerá si algo me amenaza. Me lo debe…

Esa noche fuimos al Bajo Flores nuevamente. En la noche, todo se ve diferente y en esa zona, de por sí, misteriosa, la oscuridad y el silencio contrastan enormemente con las luces y el bullicio del centro.
Incluso el alumbrado de las calles daba un tono amarillento a las despintadas casas del viejo barrio. Dejamos el auto bajo un farol y
caminamos tomados del brazo hacia donde recordábamos que estaba el teatro. Nuestros pasos resonaban en el silencio como malas palabras pronunciadas en un templo. Al llegar a una esquina lo vimos por fin. Allí estaba el viejo teatro al que estaban llegando muchas personas.

Por un momento pensé que esa sólida construcción jamás se había movido y que yo, cuando vine a pleno día, me equivoqué de
calle. Todo puede ser me dije con mi fatalismo habitual.
Entramos al teatro como una pareja más, que venía a bailar. El Teatro de pronto despertó y comenzó a sonar una orquesta de tango, que estaba ubicada en el descascarado escenario. Y
comenzó el baile.
Melissa y yo nos sentamos en una de las mesas del lugar.
Era una escena increíble. Decenas de personas bailando ritualmente un hermoso tango. Ningún pintor podría fijarla con sus pinceles.
El tango que tocaban era “Gallo ciego” (uno de mis favoritos). Lo reconocí con alivio y al saberlo cosa mía, me ayudó a abstraerme de la ensoñación, de tiempo y espacio que sus notas producían a los que bailaban.
Melissa, acodada en la mesa, cerró los ojos para escuchar mejor la melodía, mientras yo trataba de no dejarme arrastrar a las honduras de la desorientación y del descamino.
Quería estar alerta y observar todo lo que sucediera.
Necesitábamos respuestas y la posesión de fugaces visiones y la retención de vagarosas presencias danzarinas, cuasi inasibles, que nos pudiera ayudar a asistir al convite del festejo de la Vida, de esta Vida y de la otra, que sospechábamos de un increíble dulzor, sin dejar amargos.
En lo más animado del baile, ahora era Mala Junta lo que tocaba la orquesta, entró el personaje de negro, con chalina colorada.
Era el mismo que la noche anterior danzaba solitario en el escenario del Teatro vacío. Al que acompañé con el piano.
Prestamente ganó el hombre un rincón, el más apartado de la sala y allí se dejó estar en su oír y en su mirar.
Al rato se decidió. Vino donde estaba Melissa y sin mirarme, gentil y atencioso, le ofreció su brazo, invitándola a bailar. Ella me miró como pidiéndome ayuda o que la protegiera. Le sonreí
tranquilizándola.

Salió a la pista con el oscuro y misterioso personaje, mientras la orquesta se desmelenaba con La Cumparsita.
En una mesa de enfrente mío, estaba una dama que me miraba con complicidad. Decidí abordarla. Tenía yo, muchas preguntas
en la punta de la lengua y no tenía a quién formulárselas. Le hice una seña con la cabeza, invitándola a bailar. Una brillante sonrisa
fue la respuesta y enseguida la tuve en mis brazos. A pesar de ser ella un poco excedida de peso, se movía con una ligereza que
contrastaba con mi torpeza habitual.
Estaba siguiendo a Melissa con la mirada, cuando se me agazapó en la niña de los ojos. Sencillamente desaparecieron de mi vista y
por más que me esforzaba por hallarla entre la muchedumbre que bailaba, no la pude encontrar.
La mujer que bailaba conmigo, seguramente se preguntaba la causa de mi porfía buscona. Yo la arrastraba en el baile con pasos inventados para girar, para avanzar, para regresar buscando a Melissa.
La mujer de encendidos fuegos que se abrazaba con fuerza a mí y apoyaba su cabeza en mi hombro, se molestó y me preguntó con seca voz:

—¿Qué andas buscando, hombre mecido por los desacuerdos de tu alma?

—Ando buscando a alguien con quien tratar. A alguien que me indique el camino a la libertad de mi alma…

Se detuvo en mitad del baile y nos encaminamos a la mesa de ella.

—Trata conmigo.—me dice, insinuante —Trata conmigo y tendrás todo lo que andas reclamando y tanta falta te hace para ser feliz.
Trata conmigo y dejarás de arrastrar miserias encadenadas. Te verás lleno de un todo y te sobrará para los goces de la vida…

Me recorrió un escalofrío y levantándome le dije:

—No necesito riquezas. No las ansío. Lo que busco es otra cosa que tú no me podrás dar. ¡Gracias!

La mujer se desentendió de mí y siguió esperando a otro incauto que la invitara a bailar.

Me senté en mi lugar dispuesto a esperar a Melissa y pedí una bebida al mozo que se acercó a ofrecerme algo.
Al terminar el tango siguiente, se acercó Melissa acompañada por el hombre de negro.

Me lo presentó diciéndome: —Este señor es quien nos puede ayudar…

Lo invité a sentarse con nosotros y cuando el mozo trajo mi bebida le ofrecí a él y a Melissa algo que tomar y mientras ella pedía una menta frappé, el se despachó pidiendo un ajenjo. Una
lucecita de alerta se encendió en mi conciencia, aletargada por el sinnúmero de emociones y trataba de escarbar en mi memoria, donde había leído de alguien que era un adicto al ajenjo. No lo pude recordar.

—Pueden preguntar lo que les interese —nos dijo el hombre —que de buena gana les responderé.

—¿Porqué nos ayudará? —le pregunté desconfiado…

—Tengo que ayudar a Melissa a regresar de donde no debió salir.

Sonrió enigmáticamente al ver que se me quedé boquiabierto por el asombro…
Melissa me tranquilizó:

—Ya sé casi todo, Edgardo —me dijo — La que soy de otra dimensión soy yo. Por eso , aunque tengo 32 años, no guardo memoria sino desde los 20. Mi familia, porque tengo una familia
en México, creía que era una especie de Mal de Alzheimer al revés y que yo había perdido la memoria de mis primeros 20 años al sufrir el accidente que mató a mis padres.

Yo no entendía muchas cosas y así se lo dije:

—Pero y yo…¿Dónde entro yo en esta historia?¿Porqué pensamos que era tu profesor de piano en tu dimensión?

Acá intervino el hombre de negro diciendo:

—Te diré algo, que espero que puedas comprender. No existen dos mundos paralelos. Existen muchos mundos y dimensiones
paralelas. La Humanidad o… lo comprenderás mejor si te digo que el número de hombres y mujeres existentes, es un número
fijo. Somos 3,141593 mil trillones de seres. Entiendo por la cara que pones que no conoces ese número. Sin embargo hubo en este mundo muchos sabios que se acercaron a la verdad.

—¿Y dónde están ahora esos sabios?

—Todos están en otras dimensiones, lejos unos de otros y con nuevas personalidades. Te contaré algo gracioso. Alberto Einstein en este momento es portero de un colegio en un país parecido a la China de ustedes y es inmensamente feliz.

—En ese número que me diste, ¿Están incluídos los animales , los insectos, etc?

—¡No! Esas son sólo proteínas…

No me pude contener de preguntar:

—¿Y Jesucristo? ¿Dónde está?

El hombre de negro se sonrió, me miró fijo a los ojos, obligándome a bajar la vista y me contestó:

—Según los archivos, en este momento está desaparecido. Continúa siendo un rebelde y tenemos serias sospechas que estuvo varias veces en este mundo y que alguna vez se llamó
Ernesto Guevara y otra vez fue Gandhi. Y así sucesivamente. En cualquier dimensión que se encuentre, será un hombre bueno…
No nos preocupa, como otros…

—Cuénteme de Melissa. ¿Porqué apareció acá y porqué yo la conozco?

—Melissa es un caso aparte. Es hija de dos seres maravillosos, que en su bondad no supieron educarla con rigor y su rebeldía se debe a que tiene una curiosidad innata y supo, es decir, averiguó por casualidad, como pasar de una dimensión a otra. Y lo hizo varias veces.

Melissa se sonrió e intervino por primera vez en la conversación:

—Fue gracias a ti, Edgardo. Tú me enseñaste música, y deberás saber que la música es la llave que abre la puerta intermedia entre dos mundos paralelos o dos dimensiones semejantes.

—¿La música? ¿La música es el pasaporte para ingresar en tu mundo?

—Sí y eso lo descubrí tocando algo que tú me prohibías. Decías que era muy complejo para una aprendiz y que representaba un mundo en guerra, ya que habían caballos, desfiles militares, combates, etc. Cuando me sentí verdaderamente capaz de hacerlo bien , lo hice., y descubrí que no tenías toda la razón. Esa
música no era solamente de guerra. También había paz y granjeros cosechando y madres riendo, etc. Buscando separar lo brioso de la guerra de lo pacífico y normal, descubrí los acordes necesarios para abrir las puertas del Cielo, como lo llamo yo.

—Sé a qué música te refieres. Es la Polonesa No.1, opus 71 de Chopin

El hombre de negro se impacientó:

—Comprenderás Edgardo, que no puedo arriesgarme a dejarte con esos conocimientos. Si alguien se enterara, sería el Caos…

—Qué harás entonces…¿Me matarás?

—No existe la muerte. No temas. Solamente olvidarás todo lo ocurrido, referente a Melissa, a mí, y a la música.

Me puso la mano en la frente y yo al cerrar los ojos alcancé a escuchar un clic. Un clic demasiado conocido por mí. Era el de mi grabador de periodista al que se le había terminado la cinta.
Rogué mentalmente que no se diera cuenta el hombre de negro y me palpara en mi bolsillo interior…

Desperté, sentado al volante de mi auto. No recordaba nada. Me preguntaba que diablos hacía en el Bajo Flores, dormitando en el
auto, con riesgo a ser asaltado. Puse el motor en marcha y me fui a casa.

De esto pasaron varios días hasta que descubrí esta historia guardada en mi grabador a la que reconstruí con gran esfuerzo y que ahora presenté a ustedes.

Espero que me crean este relato, porque la verdad es que, ¡ni yo lo creo!


Este cuento está dedicado a todos aquellos que
jamás pudieron cumplir ni uno solo de sus sueños…

i


Texto agregado el 24-07-2011, y leído por 419 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
19-03-2013 Excelente cuento, sin embargo, hubiera dejado el final, en: "puse el motor en marcha y me fui a casa" antonio1972
14-08-2012 Muy bueno. Te tengo entre mis favoritos. elpinero
09-12-2011 Interesantisimo desde el principio hasta el final. Estrellas para tí ***** quina
29-10-2011 Fántastico cuento, que termino de leer, mientras escucho la Polonesa No.1, opus 71 de Chopin. 5* Susana compromiso
10-09-2011 Una espectacular narracion. eres un gran escritor. Felicitaciones antonio1972
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