El hábito (II)
Volví a meter la hoja de papel en la bolsa de mi pantalón -la que me había dado la monja recién profesada- mientras escuchaba mis pasos por el empedrado del pueblo.
Llegué al hotel, hice una inclinación de saludo al recepcionista y me dirigí a mi habitación. Me recosté, recordando la imagen de la monja, y extraje la nota; abrí mi computadora y di de alta la dirección del correo electrónico de aquella extraña mujer, me duché y salí para revisar el libro, tratando de alejar de mi cabeza la turbación evidente que me causaba la religiosa.
Esperé ansioso a que llegara la hora para estar conectado y revisar si ella estaba en línea, para charlar y disipar mi duda o aclarar el malentendido.
Como lo había dicho, puntualmente se conectó a las 9:00 de la noche y, para mi sorpresa, me mandó una invitación a una videoconferencia; la acepté intrigado y ahí estaba; curiosamente, lucía el nuevo hábito que acababa de tomar. Comenzamos a charlar y de inmediato me confirmó sus intenciones.
-Eres muy guapo -me dijo. Le confesé mi confusión y le pedí que me explicara qué hacía una mujer de su naturaleza en un convento y entonces me contó su historia abreviada: hija de un campesino pobre, ante la imposibilidad de su padre para seguirla manteniendo, decidió ingresar al convento, donde, seguramente, tendría techo y comida.
-Pero, ¿y la vocación? -pregunté. Me contestó que su única vocación era sobrevivir; también me confesó sus deseos carnales, a veces incontrolables, que la llevaban a tocar su cuerpo con frecuencia desde que tenía uso de razón. Me confesó igualmente que, al verme de perfil, parado en la biblioteca, con el solo hecho de observar una figura masculina había sentido un estremecimiento en su intimidad.
-No sabes las ganas que me dieron al verte -me confesó de nuevo. Mi mente lógica volvió a la carga y le pregunté si no era más fácil darla en matrimonio y así evitar el suplicio del convento.
Me respondió que en su comunidad eran tan pobres que la mayoría de los hombres emigraban al extranjero para no morir de hambre y que a su padre le parecía humillante ofrecer a su hija; que, a pesar de la pobreza, su orgullo era mucho y por ello la única salida fue recluirla en el convento.
-Aquí aprendí a manejar la computadora -continuó- y en ella encontré una ventana al mundo exterior y a mis deseos por los hombres.
Me intrigó que nunca la hubiesen atrapado y también su decisión de tomar los hábitos.
Ella continuó con su historia.
-La comodidad que dan estas paredes es adictiva y confortable; lo único que me falta es un hombre- insistió. ¿Dónde estás ahora? -me preguntó y le respondí que estaba hospedado a un par de calles del convento. Hubo un silencio que me dejó preocupado. Habíamos cerrado la videoconferencia. Creí que la habían atrapado y entonces el mensajero instantáneo me anunció que estaba escribiendo.
-He llegado a ganarme tanta confianza de la madre superiora que puedo salir. ¿Me recibirías en tu habitación?
Me quedé congelado. Aquello era una locura: una monja, que acababa de conocer, me sorprendió besándome y acariciándome y ahora me proponía venir a mi habitación de hotel y... no sería a platicar.
Me preocupé por los detalles: ¿cómo regresaría? ¿No la descubrirían? ¿No había vigilancia en el convento?
Ella me calmó, diciéndome que no me preocupara. Al parecer ya lo había hecho antes, salir y entrar sin ser descubierta. Entonces creí que sería una mujer experimentada sexualmente, con la fachada de santidad y ya con una larga historia en andanzas amorosas.
Le dije que sí, que estaba bien, que la esperaba. Se desconectó y me quedé “con el Jesús en la boca”.
¿Qué haría? ¿Cómo reaccionaría? -no era un experto-. ¿Tener intimidad con una monja?
Mi estómago estaba encogido por los nervios cuando sonó el teléfono. El timbre agudo y odiado me avisaba que alguien me quería ver. Tenía tal rechazo “programado” al sonido del aparato que mis espasmos estomacales se agudizaron. Lo descolgué. Era el recepcionista, avisándome que una mujer estaba en recepción, pidiendo mi aprobación para subir. Dije que estaba bien y escuché en la bocina que la invitaban a pasar, precisándole la ubicación de mi cuarto. Escuché los pasos venir por la escalera y el pasillo y mi carne se comenzó a tensar de nervios. Oí su mano decidida tocando la puerta y diciéndome:
-Hola, ya estoy aquí.
Era increíble la determinación de aquella mujer por obtener lo que quería.
Giré la perilla con la mano temblorosa y ahí estaba, con sus ojos expresivos, con la misma mirada vidriosa que tenía cuando la vi en la biblioteca...
Sin preámbulo, se me abalanzó y me comenzó a besar con tal ansiedad que me dejó sin oportunidad de respuesta. Me empujó a la cama y de su bolsa sacó el hábito que acababa de tomar. Lo había hilvanado para que este mostrara sus hermosas y torneadas piernas.
Ahí, frente a mí, se desnudó, se puso la vestimenta y me preguntó:
-¿No es excitante fornicar con una monja?
Continuara…
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