Sentir el hielo resbalar suavemente por cada vértebra
como el filo de una navaja que acaricia mi espalda,
que lentamente va poseyendo mi piel, haciéndola suya.
Sentirlo penetrar mi carne, apagando tibiamente el frío;
una obsesión transformándose en innombrables sensaciones.

La fijación de caer, siempre esa invariable visión;
la liviandad del cuerpo que flota entre gelatinoso viento,
que se parte en infinitos pedazos; un rompecabezas de carne
distorsionado y disgregado en palabras que nada dicen,
estancadas en el intento de gritar todo lo que se debe callar.

Uno pretende crear la imagen más triste el mundo;
escribir el universo, vomitarlo todo, intentar escapar.
O sólo cuestionar con un porqué la simpleza de estar vivo;
el aliento a muerte, el no poder dejar de ser una excusa,
el convertirme en una sombra amarga, algo fuera de mí.

Querer interpretar que todo cuanto pasa es un sueño,
que en cualquier momento es posible despertar, que nada es.
Esperar algún quiebre en esa impresión de vacío externo;
como si sólo en ideas todo fuera una caja sin fondo,
y el que habita perpetuamente en ella fuera yo.