EXTRAÑOS
Comenzamos a caminar por la larga avenida, estábamos cansados y un poco extraviados. Las enormes avenidas y la gente mucho más indiferente de lo habitual generaron desconfianza en nosotros. En esa extraña ciudad no había perros en las calles, ni niños, fue lo primero que pude percatarme, mientras mi acompañante de gorra granate hizo notorio su asombro al poner bajo mi conocimiento de que las mujeres iban con camisas varoniles y pantalones ceñidos al cuerpo, mientras que los hombres con extrañas faldas multicolores.
Nadie hablaba solo caminaban mostrando una sonrisa puesta sobre la cara, a parecer impostada, pero hubo un momento en que dimos con una señora de avanzada edad que lloraba, agachada, arrodillada en el atrio de la iglesia.
Rápidamente mi acompañante y yo fuimos donde ella y nos aproximamos para preguntarle sobre su tristeza, ella nos contó que hace años había llegado a aquél poblado acompañado de su joven amante, pero que jamás pudieron escapar… “al principio no sabíamos cómo habíamos llegado, después de unos instantes, empezamos a observarlo todo con asombro y curiosidad, pero los días fueron transcurriendo, y fuimos envejeciendo sin darnos cuenta, hasta que el falleció y me dejo en la más completa soledad”.
En un inicio la creímos loca, todo lo que nos decía no tenía ninguna lógica, cómo era posible quedarse en un lugar sin saber si quiera como se había llegado a él, y mucho menos extraviarse y perderse entre sus calles hasta envejecer para finalmente morir, teniendo que contemplar todo tipo de costumbres que jamás se pensó observar y de la que no se tiene la más mínima idea cuál es su razón de ser.
Luego mi acompañante me dio un beso,… ¿no te parece romántico lo que dijo la anciana?, me dijo, mientras suspiraba. Al parecer si, lo creí por unos breves instantes que aquella señora creyera eso dentro de su locura, pero cuando llegamos al hotel donde estábamos hospedados y el recepcionista nos informó sobre aquella fiesta tan particular, quedamos extrañados junto con mi compañera.
Una vez al año, los hombres y las mujeres intercambiaban roles y vestimentas, y todos mostraban sus sonrisas porque estaban felices, los niños estaban en clases o en las guarderías y los canes eran cuidados por las veterinarias estatales quienes velaban por ellos, no como en nuestra ciudad que los tenían abandonados a su suerte.
Pasado un tiempo, regresamos a aquél pueblito, donde quedamos fascinados por la hospitalidad de su gente, así como por la algarabía de sus costumbres, y la exquisitez de sus platos típicos.
Hace muchos años vivo en esta ciudad, y cuando pienso en lo dicho por aquella anciana hace ya casi diez años, creo que en su locura tenía razón: “al principio no sabíamos cómo habíamos llegado”, era verdad nadie sabe cómo llega a estar vivo solo llega un día en que empezamos a tomar conciencia de las cosas, después de unos instantes, “empezamos a observarlo todo con asombro y curiosidad”, es verdad al principio todo es novedoso, el primer cumpleaños, la primera navidad, los primeros amigos, los primeros viajes y veranos, “pero los días fueron transcurriendo, y fuimos envejeciendo sin darnos cuenta”, es verdad los días transcurren y envejecemos sin darnos cuenta, hasta que llega un día que tenemos ochenta años y seguimos considerándonos unos chiquillos. La vida es eso venir sin darnos cuenta, aprender costumbres que jamás imaginamos que existirían, descubriéndolo todo, y vamos quedándonos sin darnos cuenta, hasta que llega un día en el que también tendremos que partir.
Hoy voy al funeral de mi esposa, y recuerdo el día en que arribamos la primera vez a este pueblo, por un segundo, recuerdo a la anciana que vimos la primera vez llorando en la puerta de la catedral, ahora soy yo el que lloro sentado en la entrada de esta iglesia tan hermosa como lo era ella, mientras contemplo a los chicos y señores caminar con falda, y las señoras con camisa y pantalones, y por un segundo me entra una extraña nostalgia al recordar esta fiesta.
“Señor, disculpe, todos están tan felices y usted llorando”, me preguntaron un par de jóvenes quienes observaban todo con extrañeza.
“Ustedes no son de aquí”, inmediatamente les pregunté.
“No señor, al parecer nos extraviamos”, dijo el joven, “siempre visten así las personas aquí y son siempre tan alegres”, dijo la chica de cabellos castaños y ensortijados.
Entonces empecé a reír, a reír como loco, hasta que se alejaron de mí observándome como se suele observar a un orate.
FIN.
Cusco, 21 de julio del 2011.
José Astete
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