Cuando no hay alegría el alma se torna en una bestia rastrera y busca refugio bajo las oscuras madrigueras del cuerpo adolorido. Las entrañas todas se llenan de un inquieto negror, como si fuera un cáncer homicida en plácida expectación de su próxima víctima. Las cosas danzan sobre nuestros hombros, humillándonos, escarneciéndonos, esclavizándonos hasta el punto paroxístico del llanto incontrolable y la rabia obcecada. La vida entera se muestra como un eterno obsecrar sin oídos receptores, una eterna letanía a seres inclementes, inconsecuentes y sarcásticos –sobre todo sarcásticos. Nuestros allegados no nos comprenden, nuestros amores nos molestan: somos juzgados por una otredad ignorante de nuestro ser, indocta en lo que respecta a nuestra unicidad existencial. ¡Es que los demás no entienden que no podemos mostrar más vitalidad que la estrictamente necesaria para sobrellevar nuestra sempiterna miseria! ¿Acaso es tan difícil que nos dejen en paz?
Pero de repente, sin previo –como si fuera un mensaje de la Divina Providencia- un hecho insignificante, un acto anodino, una sonrisa banal, trae tranquilidad a nuestro espíritu y la paz es restablecida. Son momentos brevísimos, casi imperceptibles por los demás: sólo nosotros, los tristes del mundo, logramos experimentar a plenitud la regia ambrosía de un momento de felicidad. Es que son tan escasos, tan pequeños, pero tan intensos que los resguardamos para nosotros con un egoísta empeño. Y así, por un instante, se equilibran las fuerzas del universo y los ángeles todos –si es que los hay- entonan un acorde visceral, orgánico, sacrosanto. Y reímos, tan sólo reímos.
|