Después de la gran mancha roja a su costado, lo primero que vio Semket fue el celeste del cielo. Un celeste que se parecía a la victoria –o quizá estuviera delirando-.
De algo estaba seguro: victorioso o derrotado, no regresaría vivo, el lancero había sido preciso. Instintivamente quiso ejecutar el trayecto de una lanza invisible, tantas veces practicado con verdaderas, pero no pudo moverse. De todos modos sonrió aunque el dolor le trocara la boca en mueca deforme. ¡Qué armoniosos eran los gestos de los lanceros! Tuvo tiempo para admirarlos, desde los siete años había sido preparado para servir en el ejército del faraón. Con cuánto orgullo lo llevó su padre, era un honor. Pese a que debió perfeccionarse también en el uso del khopesh (1) y la lanza, eligió el arco, se desenvolvía con mayor naturalidad, creía que las flechas seguían más el recorrido de sus ojos que de su brazo.
Las imágenes se sucedían desordenadas, igual que los colores iban esfumándose con el rostro de Muminah y el pequeño Akser. No recibiría “La cruz de oro” pero al menos su familia tendría una parcela y semillas suficientes para sembrar y no pasar necesidades.
Semket casi no escuchaba los gritos, como fingió no escuchar los de su padre cuando le dijo con esa soberbia adolescente que en tantos años de luchas contra los hititas, lo único bueno que consiguió Egipto fue robarles pocas ideas sobre armamento y protección.
-¿O vas a negarme, padre, que los cascos y los petos fueron inventados por nosotros? Además, son mejores estrategas.
Y el padre comenzó a gritar que la dignidad de Kemet (2), que Sejmet (3) y que ya le daría explicaciones a Osiris (4) por ofenderlos.
Semket no había querido ofender a los dioses, a su tierra y mucho menos a su padre, estaba honrado de ser un servidor en la infantería de Ramsés II.
Alguien exhaló su nombre. Pudo girar la cabeza y ver a Tefnefru, el lancero del trío, quien remataba al adversario que fuera acertado por su flecha. ¡Qué buena tríada eran! Gibar conduciendo, Semket en el arco y Tefnefru en tierra, corriendo, atacando, terminando el trabajo de la muerte, con esa bravura que Mut (5) le había regalado.
No esperaron que los hititas aparecieran con carros más grandes y veloces, donde entraban tres y no había necesidad del corredor, la lanza daba su estocada desde las alturas, caía sabedora y letal.
¿Dónde estaría su amigo Hadid? No hubo compañero que no admirara su desempeño con el khopesh. “Soy un artesano de Upuaut (6)”, dijo una vez y todos rieron, como ahora Semket y Tefnefru, agonizantes, sin la esperanza de entonces ni el coraje que los llevara a creer ciegamente en su invencible división Ra. Por única vez tuvo envidia de no ser soldado hitita. La emboscada fue perfecta, no hubo lugar para el error, cuando llegaron las dos escuadras enemigas ellos no estaban ni siquiera formados, apenas pudieron ver la nube de arena. Una matanza planeada al detalle. Su padre tendría que haberle dado la razón cuando dijo que eran mejores estrategas.
Ah, Ramsés ¿por qué llevaste a tus huestes a esta muerte segura? Se descubrió murmurando y calló, más por respeto que por temor. Entre el celeste del cielo y el rojo de su sangre la batalla continuaba; por entre los relinchos, los gritos de ánimo y los de dolor llamó a Tefnefru, pero él ya sólo escuchaba el celeste…
La Aguja
Nota:
(1) Espada o sable de hoja curva con su filo en la parte convexa.
(2) Egipto
(3) Diosa de la guerra
(4) Dios de la resurrección
(5) Diosa madre
(6) Dios de la guerra
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