LA TANATOPRÁCTICA
…Y allí estaba ella: no muy alta, sarmentada pero una tímida barriga se distinguía en su blusa elástica. La cara no se la vi muy bien pero al instante le noté ese blancor triste circundado por un oscuro pelo, cogido con un listón para que su cuello estuviese descubierto pues según el gesto de sus bamboleantes manos sentía mucho calor allí. En realidad hacía mucho calor pese que sobre el techo de la estación se sentía los sutiles azotes de la llovizna.
Me acerqué para verla mejor y alcancé a percibir una infinidad de pecas rosáceas, quizá demasiadas para un observador poco acostumbrado como lo era yo ese día. La observé detalladamente: primero su piel con su miríada de caóticas máculas; luego su cuello e inmediatamente me encantó su forma delicada, lo suficientemente grueso para no marcar las entrañas como suele pasar cuando la mujer envejece; las pecas alcanzaban los pequeños senos escondidos bajo una blusa negra que un momento atrás me había engañado, no era de ningún material elástico como lo había creído sino de un oprimido y algo moteado algodón. Imposible detallar sus piernas pues usaba aquel día pantalón, lo cual me llevó de nuevo a su cara: esta vez unos ojos opalescentes me lanzaban una mirada exasperada que me hicieron sobresaltar, pero una boca bermeja me regalaba una sonrisa burlona, altiva, prueba fehaciente de su complacencia por haberme encontrado particularizándola tan descaradamente.
Una ráfaga fisiológica ordenada por el cerebro ocasionó una fulminante acumulación de energía potencial; desde el estómago, hígado y columna vertebral hasta la diáfisis y epífisis del hueso más insignificante colaboraron para que en ese preciso momento no quedara petrificado por la vergüenza y lograra decir un macilento y ruborizado Perdone usted, tornar violentamente la mirada hacia una señora gorda y ver como sus bigotes me daban a entender que había atestiguado la situación y encontraba todo muy gracioso. Para aumentar el grado de la desgracia llegó el metro y aunque consideré la posibilidad de no ingresar y esperar que llegará otro, rápidamente supe que así haría más patente el asunto y daría paso a que al sonar el pito y cerrarse las puertas todos los pasajeros se desternillarían de la risa. Entré al metro que como suele pasar estaba llenísimo y me agarré de la primera baranda que llegó a mi vista.
Ella estaba allí, cerca de mí, ya olvidándome: lo podía presentir pero no lo lograba ver. La señora gorda ocupaba mucho espacio y nos obligó a muchos a arrinconarnos unos sobre otros, posición que invitaba a cerrar los ojos, contener la respiración y esperar que llegara a mi destino lo más rápido posible. No fue así, el viaje se me hizo eterno como siempre.
Salí, respire y le dije adiós para siempre a la mujer de las pecas y los ojos opalinos. Pero no, felizmente me equivocaba: ella también salía. Comencé a seguirla sin que me viera; me concentré en su caminar serpentino, como si estuviese estrenando tacones (no era sí, usaba cómodos tenis). Al subir las escaleras que guiaban a la salida me encontré con una anciana que se interponía parsimoniosamente entre aquella mujer y yo; quise pasar al óbice centenario pero era imposible dado el gentío que también buscaba irse de allí. Desesperé y comencé a resollar pero la vieja se hizo la desentendida. Cuando llegué a la salida no supe si ella se había ido por la derecha (adonde yo iba) o a la izquierda. Resignado seguí mi camino.
Antes que nada deben entender que la mayoría de las mujeres que se ven en el metro son horribles. Rollizas delicuescencias exhibían sus barbiespesas axilas al agarrarse de alguna de las barras de los vagones luego de un arduo día de trabajo doméstico. Las que tenían suficiente dinero para cuidarse y acicalarse minuciosamente lo tenían también para poseer un automóvil o transportarse en algo distinto al tren metropolitano. Los buses y el metro: sedes principales de adefesios bituminosos y acuosos. Pero había excepciones: mujeres que accidentalmente tenían que tomar el metro una sola vez, o aquellas que sentían alguna curiosidad por el transporte ferroviario, o pulcras ejecutivas neófitas con sus maletines, sus vestidos ajustados pero parcos, sus teces naturales ocultadas bajo una gruesa pero atrayente capa de artificios químicos y una que otra bella estudiante leyendo absorta algún libro.
Ella era una de esas excepciones que había logrado que me obsesionara. Varias veces, mientras viajaba hacia mi trabajo divisaba toda la estación del tren esperando ver su blanca y pecosa piel. Mentalmente recreé el momento en que la encontraría de nuevo, deslumbrante como siempre, mirándome con esas azulinas vistas y sonriéndome con su boca sardónica. Yo le hablaría con mucha seguridad pero sin excesiva confianza, le confesaría todo lo que había pensado de ella y luego le exigiría una cita como contraprestación a mi desnudez espiritual. Ella no se negaría, no podría hacerlo luego de mi retórica perfecta, digna de aplausos aristotélicos, propia del verrugoso de Cicerón, dueña de verdades dúctiles, transformables, oportunas. Quizá no se rendiría a mis pies (no la respetaría mucho si así fuese), quizá me ignoraría en aquel momento, pero mis palabras quedarían incorpóreamente blasonadas en el abovedado y semicircular ábside del templo de sus pensamientos. Mi imagen crepuscular, hirsuta, nostálgica se incrustaría en cada uno de sus cromosomas, en cada una de sus plaquetas, como había pasado conmigo desde aquella mojada pero calurosa tarde que la vi y le dije adiós por culpa de una aborrecible osamenta desgastada y flemática, por culpa de una multitud bastarda que me impidió salir tras mi amada, tras la fundadora de mi túrpido insomnio, tras esas máculas como rosas que me habían hipnotizado, me habían llevado sobre tierras tartáricas, sobre campos elíseos, sobre purgatorios dantescos y nirvanas extáticos; pero era la ausencia de sus ojos, de su iridiscente mirada reprochándome mi comportamiento pubescente, mis actitudes amorales, mi existencia toda inútil lo que más me obcecaba y me hacía ansiar su presencia maternal, porque eso eran esos ojos: pura animalidad maternal que me lograba reducir al estado primario, como si fuera Edipo, o más bien como si aún estuviese flotando en el útero protector de toda desgracia, de toda tragedia, de todo mal ocasionado por el penoso lapso que nos toca soportar antes de volver a la nada de la cual desgraciadamente un día, un aciago día, un torpe demiurgo nos sacó.
Pero tuvo que pasar mucho tiempo, tuve que olvidar los minúsculos detalles de su cara y quedarme tan solo con una imagen macroscópica de todo su ser para que el destino me ubicara de nuevo en su furtivo camino.
No aguanté más y terminé por encerrarme. Abandoné mi trabajo en la editorial sin decir nada; dejé a los pocos conocidos que podía llamar amigos sin comentar una sola palabra; dejé la vida colectiva para encerrarme en la negritud de mi soledad: sin Ella yo únicamente era negror, lobreguez, oquedad. Así no cabe duda que nunca más la verás, me dijo mi suplicante padre conocedor de mi pálida condición, Ya lo sé, ¿cree que no pensé en eso? Llevo pensando en eso y muchas cosas más desde que la conocí. Es que no puedo más, estoy enfermo y requiero apaciguarme aquí, conmigo mismo, con mi tristeza; no me moleste más. Me convertí en un ser huraño, déspota con mis allegados, tiránico con todo aquel que osara acercárseme. Pero así como el hombre es tan vil que puede acostumbrarse a todo lo que hace o le pasa, asimismo llega a aburrirse de lo mismo, de manera que un día de hastío canicular, de desespero seboso ocasionado por las asfixiantes paredes que me sitiaban decidí salir a tomar aire.
No quería ir cerca al metro, pero mi cuerpo lo deseaba tanto que mi mente tuvo que contentarse con justificar lo que hacía. Llegué por allí y reparé que aún salían usuarios del tren. Miré mi reloj: 11:45 p.m., lo que significaba que ésta era una de las últimas catervas de beneficiarios de los trenes. Miré por no dejar de hacerlo, sin esperanza alguna, y a lo lejos vi un manojo acelerado, zigzagueante y al instante mi corazón se sobresaltó con violencia. Allí estaba ella luego de cinco años de solipsismo tortuoso y mis ojos la veían igual de refulgente como aquella tarde ya lejana en mis pensamientos. Quedé paralizado y ella lo notó al pasar frente a mí, regalándome una sonrisa que antes de despertarme agudizó mi obnubilación. Comencé a seguirla frenéticamente entre bufidos y bramidos entrecortados, como si quisiera gritarle todo lo que significaba para mí pero mi desleal lengua no me lo permitía. Ella se asustó y aceleró su caótico caminar pues tras ella iba un loco, un depravado, un violador que aprovecharía la oscuridad de la noche; no se equivocaba: yo estaba loco, yo era un depravado, yo quería violarla pero porque la amaba, la ansiaba como nunca lo había hecho con nadie. Tú eras mi amor, eras mi alma y en aquel momento me huías, causándome una consternación espantosa. Espera por favor, te dije, no te asustes, no voy a hacerte nada malo, lo que pasa es que te me haces conocida. Ella comenzó a correr y yo a perseguirla y a gritarle entrecortadas explicaciones: No corras… déjame explicarte… te vi una vez esperando el metro y me quedé mirándote como un imbécil… ese día te quería hablar pero desapareciste… por favor. Tropecé y caí al rauco asfalto. Inmediatamente mi cara comenzó a arder y sentí un húmedo hormigueo en mi nariz. Sangraba descomunalmente. No logré pararme en ese momento y me tocó esperar a que mi vista se restaurara, tomé lentamente aire, como masticándolo pues me dolía todo. ¿Está bien?, No, ¿Puedo ayudarlo?, iba mandar aquella trémula vocecilla a que se metiera esas ganas de ayudar por el culo cuando me di cuenta que era ella la que me hablaba y me miraba con esos ojos azules y esta vez asustados. No te vayas por favor, mira que sólo quiero hablar, ¿Hablar de qué?, De cualquier cosa, Hay que limpiar esas heridas que se hizo en la cara, No fue nada, Sí fue, mire que yo sé algo de medicina, ¿Eres enfermera?, No y deje de tutearme, Disculpa…disculpe, Me voy y lávese esos raspones con bastante agua y algún desinfectante, No se vaya, espere por favor yo me paro… y me desmayé por completo. No había comido nada ese día y al golpearme transferí la poca energía que me quedaba a la rugosa calle.
Después de tanto tiempo presencié el rostro del sosiego. Las imágenes no eran claras, completas; tan sólo lograba definir la infinitud del mar. Me sentía tranquilo. De repente: un pequeño buque. Solo en la inmensidad, desafiante, imprudente. Allí estoy yo, junto al timón, sonriente. Alguien está adentro del barco cocinando algo: escucho sus movimientos y huelo las papas friéndose en aceite de oliva. Huelo el Chablis, frío e indiferente como debe estar un buen vino. Huelo la salada agua que me circunda, huelo mi piel que despide pura pasividad, huelo la sangre umbrosa de esa mujer que me acompaña y que fríe esas papas para mí. Sé que es una mujer, la siento, la huelo, la ansío desde el extremo más recóndito de mi espina dorsal. Y sé que es Ella, la he encontrado, la he conquistado, Ella, la iridiscente, la maculada por Dios, la de los pasos sinuosos.
Despierto exasperado por el dolor que siento en mi cara. La boca me sabe a sangre y la nariz la siento inmensa, ciclópea. Abro los ojos y me doy cuenta que un ojo me falla: el golpe había sido brutal. La habitación, definitivamente distinta a la de un hospital (cada una de sus paredes pintada de distinto color, montones de cuadros catequéticos colgados, una raída matera soportaba una cadáver botánico, un quejumbroso vallenato acompañaba un brusco y monótono sonido, como si alguien estuviese lavando manualmente a falta de lavadora y un olor muy fuerte a comino y curry inundaba todo el lugar) le intimidó un poco y su primer impulso fue salir de allí corriendo. Por fin despertó, dijo una voz, ya creíamos que estaba muerto. ¿Donde estoy? ¿Quién es usted?, No se preocupe por esas heridas que ya las cautericé, póngase la ropa, coma algo y váyase por favor. Espere…espere que me logre levantar para que hablemos bien…mi nombre es Augusto, Augusto Ponto. Una vez la vi en el metro y quede cautivado…nunca la pude olvidar. No crea que soy un enfermo, no, simplemente me gustó ese día y se me gravó en la cabeza. Yo venía del trabajo –una editorial- y usted tenía una blusa negra y mucho calor y yo me le quede mirando como un imbécil hasta que un señora con bigotes se me rió en encima y…, No hable más que me está asustando, No se asuste, Váyase por favor, mire que lo hubiera podido dejar en el piso anoche, Pero no lo hizo, No pude hacerlo, creí que se iba a morir y por eso lo traje aquí donde tenía medicamentos y herramientas para curarlo, Usted es médica, No…vea: o se va o llamo a mis hermanos para que lo terminen de moler, No no no, tranquila, ya me voy, no creo que pueda soportar más golpes. Me levanté con una rapidez inusual, me puse la camisa y salí, devastado por la vergüenza que me causó la risa burlona de la criada que lavaba.
Al llegar a la salida me llené de valor y volví la mirada hacia atrás, donde estaba ella, desafiante y asustada. Cual es su nombre, ¡Váyase!, Dígame su nombre, mire: aquí está mi cédula, ¿si ve? Augusto Ponto, ¿se lo mostraría se le fuere a hacer daño? No se preocupe, mire que soy más débil que una niña. Me miró con más suavidad pues era verdad lo de mi debilidad extrema, tanto así que ella y yo sabíamos que en una pelea entre nosotros el vencido sería Ponto y no la Mujer. Juana. Juana…bonito nombre: Juana, Juanita. ¡No! Juana, sin diminutivos. Perdón, sin diminutivos; conversemos, ya no tiene porque tenerme miedo.
Entramos de nuevo a la casa y me invitó –todavía con una voz trémula, inquieta- a sentarme en el sofá. No puedo creer que esté haciendo esto, pero usted me produce confianza…o más bien no me produce mucho miedo, dijo con un sutil mohín socarrón, me dijo que trabaja en una editorial, Sí, en “El Zeugma”, pero creo que ya me despidieron por no ir, Muy mal hecho, Es verdad, pero es que me enfermé terriblemente, Ya veo… ¿y qué clase de libros publican?, De filosofía casi siempre, tesis universitarias que los estudiantes más entusiastas y pudientes patrocinaban, pero también uno que otro libro de historia o de sociología, nunca literatura, Lástima, es lo único que suelo leer, Yo también me quejaba pero así eran las cosas…y usted qué hace, Yo trabajo con los muertos, ¿con los muertos? ¿Es acaso médica forense?, No, ¿sepulturera?, No, ¿entonces?, Tanatopráctica, ¿…?, Sí, tanatopráctica: preparo a los muertos para que los vivos no se espanten cuando se están despidiendo; los baño, les quito restos desagradables, retraso su putrefacción, los maquillo, los engalano y al final las madres y viudas lloronas, o los hijos o amigos o cualquiera que vaya al velorio no se va a asquear y podrá decir adiós con mayor tranquilidad. Quedé estupefacto por su frialdad. De repente sus ojos azules no fueron más iridiscentes y sus sagradas pecas me parecieron vulgares pecas. ¿Y no te da asco?, ¡Nooo! para nada, al principio un poquito de miedo pero después no; alguien tiene que hacerlo y yo me siento feliz de ser ese alguien, mire Augusto: para el muerto la muerte es inmediata y esa inmediatez aniquila cualquier rescoldo de trascendencia, pero para los vivos la muerte es un evento totalmente trascendente, es la culminación de la existencia y el triste recordatorio de nuestra insignificancia; alguien tiene que hacer de este evento una situación plásticamente agradable y eso hago yo. No me gusta hablar de la muerte, dije, mi madre murió cuando yo nací, confesé, cambiemos de tema, exigí, Tranquilo Augusto, no se ponga tan intenso que apenas nos estamos conociendo, no me cuente cosas tan personales, la muerte para alguien como yo que la presencia todos los días se vuelve algo corriente, como un partido de fútbol en donde la selección pierde o una masacre realizada por la guerrilla; ¡No hablemos de la muerte más! grité, o más bien aullé y ella instintivamente mando su mano a mi pierna, intentando calmarme. Y allí sucedió lo definitivo: me tocó y presencié mi muerte. Muerte ordinaria, banal, nadie la vio, ningún periódico la publicó, solo en una cama de hospital, rodeado por enfermeras y médicos indolentes, acostumbrados a ver desaparecer. Muero y el angustiante olor de la muerte me envuelve, me domina, me lleva por todos los ápsides de la nada orbital, de la inexistencia circular y definitiva. Y luego sentía el agua fría y el maquillaje y la ropa elegante y el duro ataúd y los llantos de mi padre y la cara de ella, la tanatopráctica, riéndose, satisfecha de su trabajo. No podía soportarlo, tenía que evitar aquel final: la golpeé tan duro como mis dementes puños podían hasta que sus llantos captaron la atención de unos sebosos hombres. Salí de allí disparado, sin mirar atrás, y corrí, corrí, corrí…
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