Soy de la creencia de que muchos eventos desconocidos por la denominada Historia Universal han sido más importantes, más influyentes o al menos estéticamente más interesante que los que aún reposan en las áulicas enciclopedias del mundo. Y pese a la aridez bibliográfica, a través del prístino método histórico –la oralidad- llegó a mis oídos esta pequeña narración que no pude evitar escribir.
El espacio: Venecia; el tiempo: de 1859 a 1870; el rey: Víctor Manuel II de Saboya. En aquellos días el ojo historiador se fijaba en las proezas de Napoleón III, en los aportes del conde de Cavour y en la conquista del reino de las Dos Sicilias. Pocos presenciaron la obra de nuestra protagonista: me gusta creer que quedó grabada en la mente de alguien que corrió a contárselo a otro mientras bebían un poco de Coñac para soportar la sinuosa embarcación hacia la negra África; allí, un tipo que había escuchado el cuento en el barco mientras intentaba dormir se lo contó a una prostituta de bruno aroma en espera de una nueva erección; la negra, cincuenta años más tarde, lo comentó a sus nietos mientras remembraba su dura adolescencia y disimulaba con dolor una lágrima de vergüenza; quizá algún columnista con poca inspiración lo escribió como dato curioso en el periódico local de cierta aldea africana, o asiática, o también, ¿por qué no?, latinoamericana. Lo cierto es que un día mientras luchaba por no dormirme en la biblioteca de una vieja universidad encontré un sucio libraco, lo abrí y se desarmó, cayó al suelo y muchas de sus hojas de deshicieron, excepto la que me contaba los últimos años de la señorita Furno.
El argumento es muy sencillo: durante once años Francesca Furno aguantó voluntariamente el hambre más atroz. Se olvidó del vino, de las berenjenas rellenas con queso pecorino, del pollo cocido con albahaca y una pizca de orégano, del prosciutto acompañando el chianti, de la pasta a la hora del almuerzo, de los crepes franceses al momento de cenar; desde el día en que comenzó su largo ayuno hasta la noche donde tosió sus crepusculares palabras se alimentó de agua, algunos mendrugos de pan mohoso y la leche rancia de una cabra tuberculosa. Si logró no morirse durante tan largo periodo viviendo como un védico samana no fue por las bondades del agua, ni mucho menos por las turbias sustancias que le proporcionaba tan enfermiza leche, no: fue su poético propósito musical la que la ayudó a sobrellevar esta famélica condición.
Todo comenzó cuando Francesca Furno decidió viajar a Varsovia para reencontrase con una amiga de la niñez: Micaela Coniglio, casada meses atrás con un eminente jurista polonés. Debemos imaginarnos como fue tal encuentro: es el año 1857, nuestra protagonista pertenece a la alta alcurnia veneciana al igual que su amiga en aquellas tierras polacas, ambas interesadas por las artes desde muy jóvenes, ambas estudiantes acérrimas del solfeo, la armonía y el contrapunto, se ven y se abrazan, lloran disimuladamente, ingresan al carruaje mandado por el jurista y se escucha la lectura de sus disculpas por no estar presente al encontrarse en el cumplimiento de sus labores jurídicas, recuerdan el pasado veneciano, evocan la góndola que preferían y el viaje que solían hacer para huir de las responsabilidades domésticas, llegan a la hermosa morada de Micaela, brindan con un vino tinto un poco ácido para el quisquilloso gusto de la señorita Furno y conversan plácidamente el resto de la tarde. Como ya lo he insinuado, Francesca es compositora. No es muy reconocida, tan sólo ha logrado que sus obras sean interpretadas para animar las reuniones de salón tan frecuentes en su ciudad. Al sumergirse en las creaciones de Beethoven, de Albinoni, de Bach y de Cimarosa, sueña con alcanzar la genialidad de aquellos semidioses que lograron la inmortalidad al batirse con las reductoras fuerzas del tiempo, al vencer la trágica naturaleza de los mortales mediante el filo dionisiaco de la música. Todas las noches componía mentalmente pequeñas sonatinas que en la lejanía de sus pensamientos sugerían melismas seráficos, superiores a las etéreas arsis y tesis del ritmo gregoriano. Nunca sospechó que aquel viaje le cambiaría para siempre su concepción de la música, lo que era lo mismo que decir su vida entera.
Una tarde Micaela le presentó a la joven Tekla Badarzewska-Baranowska quien tan sólo un año atrás había dado a conocer su pequeña composición intitulada “La priere d'une vierge”, delicada pieza para piano que en muy poco tiempo había logrado la aquiescencia de las más altas autoridades musicales. Pero ¿será posible que esta niña deleznable y tísica sea un genio musical?, se decía Francesca mientras sonría parcamente a la retraída pianista. Tienes que escucharla un día de estos Francesca, es increíble, es mas, dice Micaela en tono suplicante a Tekla: ¿por qué no viene a pasar la tarde con nosotras en mi casa? Tomaremos refrescos y comeremos algunos pastelillos mientras ustedes dos pueden batirse en mi pianoforte ¿acepta? excelente, venga entonces con nosotras. Y allí fue el día de la metamorfosis, del cambio existencial para nuestra querida protagonista: La plegaria de una virgen fue musicada por las verticales teclas del instrumento e inmediatamente transportó a sus oyentes a un estado sincrético: fueron un mismo ente que escuchaba y disfrutaba la llorosa melodía. El alma de la heroína de nuestra historia se salía furiosamente de la bóveda corpórea y gritaba al cielo una plegaria criselefantina, una súplica escultural, como si el antiguo Fidias la hubiese fabricado para agradar a la lasciva Afrodita. Francesca lloró por dentro, sus carnes quedaron empapadas de esas lágrimas desconsoladas: hasta ese momento para ella la música había sido obsesionarse con combinaciones perfectas, con semicorcheas precisas aullando una legión sostenida de notas musicales. Toda su vida estuvo obcecada por el uso correcto del contrapunto, de los modos jónico, mixolidio y locrio y de las tonalidades mayores o menores. Ese día sintió como la música no era todo ello; si acaso, aquellos elementos eran tan sólo herramientas para facilitar el sublime oficio del músico: comunicar lo incomunicable, eso que el logos no alcanza a transmitir, lo que se siente pero no se explica. Desde la plegaria Francesca Furno comprendió que la música era esa acequia por donde se canalizaban los sentimientos más profundos, más primarios, más humanos. Y para lograr trasmitir había primero que sentir. ¡Tenía que sentir!
Volvió a Italia con el alma devastada pero a la vez inyectada de entusiasmo. Aquel viaje, aunque traumático, le había enseñado mucho, o más bien, la había trastocado el espíritu y trastrocado la perspectiva. Era otra mujer, distinta a ese cadáver de su otro yo que parecía tan lejano. Y dada esa vitalidad exacerbada con que empezaba su segunda vida, esa ansiedad febril con la que volvía a ser bautizada, consideró que lo pertinente era transmitir todo aquello en un concierto para violín y orquesta en fa menor: presto (tempo impetuoso d´estate), allegro, allegro, allegro non molto, presto. Todas las reglas vigentes de la composición fueron omitidas por completo, todas las capacidades físicas de los músicos fueron exigidas ridículamente, hasta el límite de las fuerzas, hasta el fin de la naturaleza humana. Resultado: obra imposible de interpretar bien, fracaso rotundo, burlas académicas, tristeza histérica, enclaustramiento voluntario, misantropía absoluta.
Pero las obsesiones dominan más que las vergüenzas y Francesca Furno siguió intentando. Su proyecto de musicalizar la rabia que sentía consigo misma se convirtió en una serie de disonancias tan extravagantes como las del buen Stravinski pero dirigidas a un público totalmente distinto al que escuchó al complejo ruso. Como sólo fracasaba optó por comunicar su rechazo y produjo una tenebrosa sonata para piano caracterizada por un ciclópeo, bermellón, azufroso y medieval diabolus in musica.
Se rindió: su propósito era más grande que su ser. La depresión le impidió comer, la angustia le prohibió hablar, su trágica existencia la invitó a morir. Y lo estaba logrando: la inedia la estaba matando. Y en ese momento (más o menos el año 1859) cuando supo que el Creador la había construido para comunicar a través de la música la terrible sensación de la parsimoniosa muerte por desnutrición. Y comenzó a morir: rápidamente fue retirando de su dieta lo más básico hasta limitarse al agua y algunos trozos minúsculos de los sobrados de los siervos de su padre. Su familia al principio trató la situación como una de tantas locuras de su hija malograda; pero fueron pasando los meses y los huesos se antepusieron al rostro de nuestra querida Francesca y allí su madre empezó a inquietarse, intentando en un primer momento conciliar con su demente capullo y más tarde espetando tímidas y casi imperceptibles súplicas a su impotable marido para que actuara. Si lo que quiere es morirse ¡Que se muera de una vez ese desperdicio de mujer! decía el padre, Pero Antonio ¿cómo puedes decirme eso? ¿Acaso no piensas en mí? ¿Pasaré un grandísimo bochorno si mi hija se muere de hambre mientras aquí la comida se pierde?, Ella ya está muy grande como para que tengamos que llevarlo esos caprichos tan ridículos, dijo Antonio Furno, te prohíbo que hables con ella, si se quiere morir ¡Que se muera de una vez!
Y se moría: pasaron los años y ella terminó viviendo en una choza donde acostumbraba dormir la servidumbre. Sólo la acompañaba una tierna cabrita que con el tiempo envejeció, enfermó y enfermó a Francesca con su leche. Pero ella seguía esperando que su alma lograra descifrar la música de la hambruna. Pasaba los días tirada en su cama, dormitando, soñando el hambre, imaginando la inedia, canturreando supinos neumas, tremolando entre la inconciencia y la ansiedad por alcanzar la inmortalidad eufónica.
Micaela vino desde Varsovia preocupada por las descripciones que la madre había escrito en una carta clandestina. El punto geográfico más fuerte de su ser, aquella fuente de toda esperanza, se resintió cuando vio la osamenta de su amiga. Con trémulas caricias y vidrioso llanto intentó sacar a su amiga del penoso estado en que estaba. Y así estuvieron por cinco años más.
El último día de la vida de Francesca Furno llegó cuando todos –excepto Micaela- la habían olvidado. Aquella loca de la elite, tornada en chiste por la plebe, había sido condenada al más grumoso de los olvidos. Muy pocos guardaban un recuerdo de la romántica misión de nuestra heroína. Y fue en ese día postrero cuando la música por fin llegó a la disipada cabeza de la compositora y por un breve instante le regaló un poco de sosiego celestial. Dios no la había olvidado como pensó los últimos años de su vida: estaba allí en ese momento de amplísima placidez para mostrarle la verdadera melodía de la caquexia mortal. Y gritó, gritó como nunca lo hizo en su vida la disposición de las figuras en el pentagrama para que su fiel amiga la copiara y mostrara al mundo. Y este grito fue escuchado por los ángeles que la loaron, por los santos que la aplaudieron y por los condenados que agradecieron el sosiego que les proporcionaba. Pero este fue un grito lanzado desde la distancia eterna de la inexistencia, Micaela tan sólo pudo escuchar una tos muda y mirar unos ojos desesperados mientras besaba por última vez a su desdichada amiga.
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