El arma
Recorría las pasarelas de la muralla mirando la lejanía y me gustaba ver el paisaje recortarse entre cada almena.
Mi turno era el del crepúsculo junto con mi compañero Adso y nuestra tarea, resguardar las murallas de cualquier avanzada de las lomas del norte. No nos gustaba el atardecer, siempre nos inquietaba esa hora indefinida en que la vista falla y en la que todo parece moverse, aun estando quieto.
A lo largo de las murallas, cerca de los dos torreones que flanqueaban la puerta, otros guardias vigilaban los llanos del oeste, frente al río. La puerta de la ciudad era el punto más resguardado, desde los torreones se tenía a tiro a cualquier invasor y el puente, levantado a estas horas, mantenía limitada cualquier posibilidad de acceso a la ciudad.
La luz se iba y se encendían las antorchas de posición, lejos de los guardias para no transformarlos en blanco fácil. La ronda continuaba sin interrupciones y sólo intercambiábamos breves palabras al cruzarnos en nuestros recorridos. Ya en nuestros baluartes girábamos sobre nuestros talones y volvíamos a nuestra marcha.
Arcos preparados, flechas en la espalda, espadas envainadas.
Súbitamente, silbidos en el aire. Los inconfundibles siseos de las flechas pasando por sobre nuestras cabezas, que nos paralizan un instante antes de reaccionar. Ese instante precioso que nos separa de la muerte.
Corro hacia el borde protegiéndome entre las almenas para poder precisar la dirección desde dónde provienen las flechas. Un sonido seco y hueco, seguido de un gemido ahogado me hace descubrir lo temido. Miro hacia el baluarte de Adso y lo veo caído en el suelo con una flecha atravesándole el pecho. Ya no se mueve, ya no me dirá cosas ocurrentes cuando nos crucemos la próxima ronda, no me contará de sus experimentos con el horno de forjado de su padre.
El grito de alerta llega desde la torre izquierda de la puerta, justo después de la lluvia de flechas. Corremos a nuestros puestos y llegan los refuerzos. Tenemos ballestas, más precisas y rápidas que las pobres flechas y lanzas de nuestros enemigos. Tenemos las murallas. Jamás podrán entrar.
En las sombras del campo, allá abajo, corretean siluetas imprecisas. Se acercan a la muralla. E intentan escalarla con escaleras improvisadas que traen a cuestas. Los guardias del lado oeste se encargan de resistir y uno a uno empujan a los primeros invasores, muralla abajo. En el aire, las mazas giran quebrando manos y cabezas. Las flechas hacen el resto.
Mi puesto es inmejorable porque ataco el flanco del enemigo. Acabo con varios hombres que apenas portan lanzas, palos y tridentes. Son pobres campesinos llevados a pelear con lo que tienen, escapando de la peste que acaba con el país. Necesitan nuestras provisiones, nuestra agua y nuestra ciudad, a la que no los dejamos entrar. La puerta y sus dos torres son el objetivo del asedio. Allí hemos concentrado la resistencia y cómo vamos, no hay posibilidades de que entren.
El tumulto afuera de la ciudad se reorganiza. Algo se mueve entre la horda de atacantes abriéndose paso entre los hombres que se repliegan. Un complejo bulto avanza cubierto apenas con andrajos. Intuyo que lo empujan sobre ruedas precarias y que debajo de la cubierta no hay nada bueno.
Con esfuerzo, el tumulto se dirige a la torre Este de la puerta y se acerca peligrosamente a la muralla. Desde mi puesto de combate sigo atento el movimiento y la estrategia. La luna se levanta en el horizonte y me ayuda a entender la maniobra.
La horda se aquieta y los gritos se acallan. Solo escucho voces de mando en una lengua que no entiendo. Dejamos de entendernos con nuestros vecinos hace muchos años. Sólo los viejos logran comunicarse.
Los andrajos dejan de bambolearse sobre el misterioso objeto oculto. Lo que sea parece estar en la posición apropiada. La guardia de la muralla, sobre la puerta está expectante y los hombres se agolpan para reforzar el resguardo de la entrada. El tiempo pasa, nadie se mueve, ni en un bando ni en el otro. Es imposible que hayan desistido de atacarnos. Algo espera bajo los andrajos.
Una sola maniobra arranca la cubierta que oculta el misterio.
Lo había escuchado de viajeros que llegaron a la ciudad, antes que la cerráramos por la peste. Lo contaban admirados y horrorizados a la vez. Debajo de los andrajos traían la última arma que podíamos imaginar.
Vueltos en sí, los arqueros y ballesteros iniciaron los disparos, entre tanto los enemigos se refugiaron debajo de sus escudos de madera.
El enorme brazo de la máquina, arrojó el primer proyectil y sentí que mi espalda se helaba.
El cuerpo salto por el aire y cruzó por encima de la pared en un arco perfecto, sobre nuestras cabezas. Descoyuntado, fue a caer en la pequeña plaza, con admirable certeza, junto a la pila de agua. Los curiosos se arremolinaron sobre el caído y al instante se dispersaron a los gritos. El cuerpo desnudo rebosaba de bubones purulentos.
El segundo cuerpo cruzó la noche y fue a dar sobre los techos de las casas frente a la plaza. Los gritos crecieron dentro de la ciudad.
Unos hombres cubrieron al primer caído con unas telas y lo arrastraron lejos de la pila de agua. Tres mujeres esparcieron cal sobre el rastro sangriento del cuerpo. Mientras, otros vecinos traían tablas para cubrir la pila de agua.
El tercer cuerpo cayó de lleno sobre ellos, matando a uno con el golpe y ensangrentando el agua irremediablemente.
Estábamos perdidos. La última arma nos había vencido.
El enemigo desesperado, condenado como nosotros ahora, arrojaba muertos por la peste negra, por encima de nuestra infranqueable muralla.
Me quedé mirando a los vecinos paralizados alrededor de la pila de agua, iluminados por la luz trémula de las antorchas. Cayeron otros cuerpos. El enemigo por fin se detuvo y replegó sus hombres. Ni siquiera tenían fuerzas para continuar. Tampoco había tantas razones, salvo esperar. La noche volvió a ser silenciosa.
Quizá, finalmente, nos reconciliaríamos con nuestros adversarios, enfrentándonos juntos a la enemiga común. Encerrados con ella, en nuestra pobre ciudad.
(Nota del Autor: A mediados del siglo XIV, una epidemia de peste bubónica, asoló Europa, diezmando su población. Se la llamó la “peste negra”. En el año 1347, durante el asedio de los mongoles a la ciudad de Caffa en las costas del mar Negro, se recurrió a arrojar muertos por sobre las murallas, para infestar a los pobladores y obligarlos a entregarse. Este recurso, debió ser uno de los primeros casos de guerra bacteriológica en la historia de la humanidad.)
Abulorio.
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