La tía Chatita se asomó a nuestras vidas
como uno de esos ángeles
que de vez en vez tienen la ocurrencia de bajar del cielo
y hacerse de carne y hueso
para juguetear un rato entre nosotros.
Siempre oportuna en sus palabras,
siempre cordial en sus modos,
jamás hallé en ella una mirada de enojo
o algún gesto de reproche.
Tal vez por eso,
siempre me pareció que la sonrisa formaba parte
de uno más de los signos de su rostro.
Ahora, en esta despedida
debías haber podido vernos en torno tuyo chatita,
hermanos y sobrinos como si fueras la tía millonaria
de quien todos quisieran llevarse una tajada.
Y no tenías nada salvo la sonrisa y la inocencia de tu vida,
de la sencillez de tu alma.
Y no tenías nada, salvo la eterna gracia de mostrar tus sueños.
Sueños construidos con tus manos, y con tu pensamiento.
En esta lenta espera,
nos entristece verte ahora
como si fueras una niña jugando a las muñecas,
ensartando hilos falsos en agujas imaginarias,
midiendo retazos de telas y cortando con tijeras inservibles.
Tu, inocente, cuando toda tu vida, -ahora ya a tus setenta y ocho-
te pasaste la vida de modista y maestra.
Y veo tu rostro inexpresivo y tus respuestas en monosílabos sutiles.
-Hay mi chula, exclama mi hermana Magda,
mientras hace intentos vanos por no soltar las lagrimas.
-Madre, te llama la tía Mayita
y de algún modo todos nos sentimos desde ya huérfanos de ti,
y si no, habría que ver la mirada incrédula de Silvia.
-Hermanita, dice mi padre, el mayor de los actuales,
depositando un beso en tu frente y acariciando tu rala cabellera.
-Cuánta vida habrá pasado frente a ustedes-.
Se avecina chatita la llegada del último suspiro,
Ángel de Dios volviendo al cielo.
Allí aguardan ya por ti aquellos a los que siempre amaste,
abuelito Gil y abuelita Consuelito los primeros,
pero también estarán a la alegre espera el tío Pepe, y Ángel y Gilito.
Aquellos por quienes sin duda alguna
derramaste lagrimas cuando partieron.
Me dueles chatita,
y me dueles desde mi conocimiento de médico,
de haber sabido y visto el enorme tumor en tu cerebro,
y me dueles como le dueles a tus hermanos y a tus sobrinos.
Y me dueles desde mis dudas y mis aciertos
y mis preguntas vagas de si fuiste feliz en la soledad de tu vida,
en la lejana presencia de varón y ausente de caricias,
y en la ausencia de hijos nacidos de tus entrañas.
Y me dueles por la ingratitud de no hallar en las palabras
una que defina tu presencia en mis días de infancia,
o en la voz entrecortada de mi madre,
o en la angustia que se refleja en los rostros de tus hermanos.
Ángel de Dios que vuelves al cielo,
voy a cerrar los ojos y guardare para siempre en la memoria
la caricia de mi padre a tus cabellos ralos,
el beso en tu frente,
sus ojos de tristeza
y el eco de su voz diciendo hermanita.
Con el deseo inmenso de no querer perderte.
Berriozábal, julio de 2011
|