Pasó las yemas de sus dedos, lenta y cuidadosamente, por la infinita superficie de suave piel de quien yacía al lado suyo en la cama, perdidos entre las arrugas de una cama semi-deshecha. Las sábanas caían pesadas, tan pesadas que apenas les permitía moverse, sábanas impregnadas ya por el olor de sus pieles, también por el olor a lluvia y tierra mojada que entraba por las ventanas.

No se amaban, o la verdad no perdían el tiempo pensando en eso. Inmovilizados por las gruesas fibras del edredón, sólo escuchaban serenamente el latir de sus corazones, y con eso les bastaba. Nunca supieron que de entre las tablas del piso de parqué, empezaron a salir filas de hormigas, una tras otra, deviniendo paulatinamente en miles, y de las miles pronto se hicieron millones. Mientras ellos se olvidaban en el calor de sus cuerpos, ellas empezaron a devorar paulatinamente el cuarto, un campo inconmensurable de pequeños cuerpos devoradores de cemento, de pintura, madera… multiplicidad de antenas, patas, y bocas que fueron lentamente cubriéndolos.

Las ironías de la vida. De sus cuerpos que yacían tan plácidamente enredados entre el enmarañado de sábanas arrugadas, tan satisfechos en la sensualidad de su no-amor , nada dejo el hambriento e insaciable aparato digestivo, que conformaba la monstruosa multiplicidad de hormigas… al fin y al cabo, su tierna conformidad no los protegería de la vorágine de este loco mundo: loco, delirante e insaciable.