LAS NARANJAS
Cada mañana, de madrugada, la madre de María la despertaba para que fuera a la finca de su tío a buscar naranjas, a unos seis kilómetros de su casa. Le llevaba a la cama un vasito de leche caliente y le ponía su trajecito de diario con un pañuelo que le cubría el pecho.
A la niña le encantaba recorrer el paseo de la acequia alta que llegaba al estanque, y luego atravesar el sendero del barranco hasta llegar a la zona de los cultivos. Por aquel entonces, los caminos se poblaban de personas que provenían de cualquier parte de la isla para ir a trabajar al norte. Los más afortunados iban en burros, sin embargo, la mayoría, caminaban descalzos. Era costumbre que las puertas se abrieran y los vecinos invitaran a los caminantes a café, a un trocito de pella de gofio, algún plátano o simplemente agüita. Doña Carmen, la madre de María, se colocaba en la puerta y convidaba con algo de sustento, a la vez que rogaba que cuidaran a su hijita por el camino. De esa manera se incorporaba la niña a la peregrinación, contenta y segura.
La gente iba hablando de sus cosas, sin pausa pero sin prisa. La chiquilla observaba los rostros curtidos por el sol, las manos fuertes, los pies enormes y estropeados. Pero l nunca oyó, una queja, como si nadie estuviera cansado, o enfermo o triste. “Hay que tirar palante”, era toda la sabiduría que necesitaban.
Por fin llegaron al estanque y María corrió hacia la escalerilla para ver las ranas, eran muy grandes y gordas. Si pudiera pillar una de esas, el presumido de Pacuco se iba a enterar, seguro que él no había visto ninguna como aquellas. Pero su gozo cayó en un pozo cuando le llamó la atención una mujer, de la misma edad de su madre, más o menos:
- ¡Venga, criatura, que te quedas atrás… y no estés buscando los peligros!.
“Bueno, lo intentaré a la vuelta” – pensó – y siguió el camino colocándose al lado de la señora.
- ¿Sabes? Te pareces mucho a una hija que tuve…
- ¿Sí? ¿Puedes traerla un día para que juegue conmigo?
- Ya no está, se ha ido al cielo. Estaba enferma.
- Mi hermana pequeña también está enferma, por eso voy a buscarle naranjas todas las mañanas, recién cogidas, de la finca de mi tío.
- Ahhhh, eso está muy bien, y tú eres una buena hermana. Si mi niña hubiera tenido naranjas….. quizá no habría muerto.
La mujer y María se pusieron muy serias, como si de repente ambas tuvieran la misma edad.
La mañana se iba instalando con toda su fuerza en el paisaje, se perfilaban ya las montañas y se definían las casas. Con la claridad se aceleraba el paso y las gentes se iban dispersando unos a las fincas, otros a las granjas... María siguió hasta llegar a la cancela de su tío. Allí siempre la esperaba su tía Manuela, con la sonrisa en la cara. La sentaba en la mesa de la cocina y le daba queso con algún higo que la cría mordisqueaba despacito para que le durara mucho tiempo. “Higo y queso sabe a beso” ¡qué gran verdad!
Sin embargo no podía entretenerse mucho, su madre la esperaba. Tenía que volver. Salió por la puerta trasera para ir al cercado, y allí vio a su tío que no fue alegre a darle dos besos, como siempre.
- Hola pequeña hoy solo puedo darte esto, y le tendió una naranja pocha y seca.
- Pero… mi hermana necesita dos naranjas o tres, siempre me das tres…
- Me han robado, anoche entraron al almacén y se llevaron lo poco que quedaba… lo siento. Le respondió su tío, con la vergüenza de quien no puede ayudar aunque considera que es su obligación.
- Pero si mi hermana se muere mi madre va a llorar, como lloró cuando murió papá. No quiero que mamá llore.
Su voz le temblaba. El hombre, abatido, no quiso oír más y volvió al trabajo. Su tía intentó tranquilizarla, le dio otro higo y le pidió que volviera a casa para que su madre no se preocupara.
- No puedo ir a mi casa solo con esto… va a llorar
Aunque el día estaba azul y los colores decoraban ahora el camino, ella solo veía sus zapatos rotos y el polvo que levantaban sus pasos. No paraba de llorar por más que lo intentaba, creía que su hermana se moriría si no comía la milagrosa fruta, como la hija de aquella señora. Pasó por el estanque pero se olvidó por completo de la rana. Empezó a correr y no paró hasta llegar a la puerta de su casa. Tocó en la puerta corrió. Tocó en la puerta - ¡Mamá, mamá, mamá, decía sin dejar de llorar, no hay naranjas, no hay naranjas, Lucía va a morir!
Su madre la abrazó “mi niña” y María se tranquilizó tan rápido al oír su voz y sentir sus brazos, que se desmayó.
Hoy, las dos hermanas, viudas y con nunca más de sesenta y cinco años, se están componiendo para ir al baile, como cada sábado, en el club de pensionistas. El pelo arregladito, las perlas bien puestas, los anillos de oro en todos los dedos y rojo pasión en los labios. Y por supuesto, el toque infalible, la tarta de naranja, higos y queso con la que brindaban siempre a sus amigos.
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