Filoctetes, el de Tesalia, el asesino de Paris –llamado Alejandro Príamida por sus súbditos y mi pequeña antorcha por la cándida Hécuba- tiene un papel fundamental dentro de la historia homérica, ésa que es milenaria, que es inmortal. Se dice que recibió el arco y las flechas del mismo Heracles como contraprestación al haber encendido su pira funeraria: pura poesía aquea, pura imaginación del pueblo de los dioses. La verdad siempre fue más simple pero no menos impresionante; la madre de Homero, manojo de huesos sabios, se la contaba al Ciego con dos objetivos: entretener su caliginosa visión y enseñarle a respetar a las mujeres. Y es que Enone, la primera mujer de Paris, aquella que él conoció en los bosques y enamoró perdidamente para luego abandonarla de la manera más mísera, para dejarla en absoluta soledad con el vientre ubérrimo, henchido, próximo a expulsar al poco reseñado de Coritos, primogénito de Alejandro, de Paris, de la antorcha iliaca. Juró vengarse: sus órganos todos le exigían vengar la humillación a la que se vieron sometidos. Y así lo hizo.
En su soledad conoció las bondades de las hierbas, los secretos de las flores y los peligros de los minerales: concibió el pharmakós, palabra griega que designa tanto a la medicina como al veneno. A la par de la crianza de su feroz engendro, realiza una dura rutina de fortalecimiento muscular: sus otrora delicados trazos se van tornando bruscos, briosos, raucos. Destruye su cuerpo de mujer. Se convierte en hombre usando el maquillaje que derivaba de sus plantas y se dirige con una abnegación psicótica hacia las murallas troyanas, como sin con el abandono que le propinó su infiel marido hubiese descubierto su verdadera y tenaz identidad. Llega a su destino y pone en marcha su tartárico plan: toma el nombre de un imberbe soldado que tuvo la mala suerte de beber una de sus extrañas bebidas un tanto venenosas, y espera pacientemente haciéndose pasar por un diáfano combatiente, siempre en la retaguardia, siempre evitando las confrontaciones. Y un día, cuando el hastío obnubilaba a los héroes, cuando ya Ayax había muerto deprimido por la muerte de su amigo y enemigo Héctor, cuando Paris con la ayuda de Efebo y de Afrodita logra asesinar a Aquiles flechándolo mortalmente en su indefenso talón, ese día, tres mil seiscientos sesenta y cinco después del desembarque de Agamenón y de Meneleao, Filoctetes, de quien la mitología ha omitido su naturaleza andrógina, tomó su arco, remojó una flecha con su casero fármaco, apuntó a Paris, la pequeña antorcha que quemaría la esplendorosa Troya, y cuando lo alcanzó lo despidió para siempre, pues él -que ya no era ella- tenía un puesto asegurado en los Campos Elíseos, mientras que Alejandro, desfigurado por el veneno, era bienvenido con los brazos abiertos por el sonriente Hades y sus tres camaradas: Eaco, Minos y Radamanto.
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