Ser un psicópata es duro. Requiere una concentración y meticulosidad impecables, es un arte, un estilo de vida que ocupa cada segundo del día. Un psicópata no se hace, nace, y no obtiene el reconocimiento que merecen sus obras. Es especialmente molesto que les infravaloren comparándoles con meros asesinos o mercenarios. La gente, ignorante y estúpida, mide por el mismo rasero a un simple sicario y a un maestro del Thanatos.
Eso es, precisamente, lo que más enerva a Gabriel, escuchar a los incultos hablar de lo que no comprenden. No saben, no asumen que se trata de personas de una sensibilidad exquisita y una inteligencia soberbia que son capaces de ver el mundo desde una óptica especial; y tras cincuenta años de lucha continua contra una sociedad desdentada y mohosa que no le aceptaba, se encontraba por primera vez ante una encrucijada de difícil solución. Su sentido de la pureza y la justicia le impulsaba a seguir con aquellas obras que las débiles mentes tachaban de atrocidades; pero sabía que los demonios alados, esos que portaban placas y se hacían llamar “la ley”, le pisaban los talones, y era sólo cuestión de tiempo que se abalanzasen sobre él. De hecho, era cuestión de horas.
En su interior se libraba una batalla épica entre los valores que siempre defendió y la practicidad. Era inminente tomar una decisión: seguir escondiéndose de las consecuencias lógicas de sus actos y alargar por un tiempo indeterminado su trayectoria de muerte en pro de la perfección absoluta de la humanidad, o mostrar su verdadera identidad ante una comunidad que le señalaría y estigmatizaría a su siempre intachable prole, rindiéndose a la evidencia de un futuro de tortura y represión en un puñado de metros cuadrados, rodeado de repugnantes asesinos de medio pelo que osaban equiparar sus titubeantes delitos a las concienzudas obras de arte, a la limpieza humana que con tanto esmero y pulcritud ejecutó Gabriel.
Su deliberación se vio incómodamente interrumpida por la chirriante voz de su vecino. Nunca le había soportado. Era el primer candidato en su lista, merecía morir, pero aún no había podido erradicar su presencia del mundo porque se delataría a sí mismo con ese acto, y no era tan estúpido; pero no podía más, y la solución apareció claramente ante sus ojos.
Mientras los coches de policía rodeaban la casa unifamiliar del reo y se colocaban en posición, Gabriel empuñó firmemente la Espada de Damocles que pendía hacía semanas sobre su cabeza y culminó su obra en la tierra destripándole con un corte limpio y firme, librando así al mundo del pedófilo sodomita que vivía a su lado antes de ser acribillado por aquellos demonios que se hacían llamar “la ley”.
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