Muchas veces he tratado de imaginar que yo he fallecido y que mi alma omnisciente sobrevuela la cotidianidad por la que he dejado de deambular. No creo que sea el único que se aventura imaginariamente en esos parajes misteriosos, para averiguar como es el mundo después de nosotros. A decir verdad, no me he sentado a reflexionar si el pensamiento de un extinto (perdónenme esta ocurrencia tan antojadiza), se establece dentro de parámetros similares a los del que respira y pulula por las densidades pedestres. Es posible que la insubstancialidad nos transforme en simple materia gaseosa que tarde o temprano se disolverá en los inconmensurables abismos de la nada.
O bien, es sólo esa maldad gaseosa, que todos portamos en nuestra existencia, confesémoslo o no, la que abandona nuestra vaporosa túnica, para transformarnos en seres luminosos, ligeros y benditos. Hasta es posible que nuestra labor sea la de nutrirnos de buenos valores, para que nos exacerbemos de ideas empingorotadas que no nos provocarán una obesidad espiritual, sino, más bien, nos elevarán a las alturas tutelares.
No creo que transformado en ectoplasma, ansíe mirar por debajo de las faldas de las féminas o me tiente a pegarle un chirlito en la calva del señor que va pasando por mi lado. Conviniendo que mis últimos arrestos de fuerza se quedaron pegados a esa precariedad de huesos amortajados, presumo que nutrirme de buenos sentimientos sea la labor más aconsejable para un espíritu que se ha quedado sin nada. Sin nada, y con todo, con todas las alturas y con todos los abismos, similar al Hombre Invisible, pero sin el antídoto que me devuelva lo corpóreo.
O bien, nada más ocurra tras mi defunción y me pierda mi propio funeral, sumido en la inconsciencia más atea, aguardando el festín de los gusanos y la putridez que acabe proclamándome como un buen abono para las plantas, acaso el fin más noble que uno pudiera esperar…
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