Las voces que se ocultan
y que nos dicen al oído ininteligibles palabras,
que nos hacen un gesto sonoro
como si algo hubiésemos olvidado, como si algo estuviera pronto a estallar.
Como si aquello que se quedó atrás aun tuviera sentido,
o alguna vez haya valido algo.
No son gestos. No son rostros. No es nada de nada.
Solo la frustración de comprender
lo que seguramente no es importante, lo que dejó de serlo.
Manías: pararme frente al espejo,
repetirme una y otra vez la misma imagen,
los mismos gestos, la misma negativa
para por fin ponerme la máscara que llevo,
la que todos ven, la que esconde mi rostro quemado.
Manías: la fijación con los rostros de los demás,
siempre hurgando en las posibilidades,
en esa vida que se llevan y se va deshaciendo,
como si en el rostro de los demás hubiera una respuesta
al absurdo, ese absurdo sentimiento de derrota.
Cuando también me dicen que lo que hago no debo hacerlo
y que lo que debo hacer lo estoy haciendo mal,
la enfermiza repetición de una y otra cosa,
absurda, implacable voz que me dice en tono imperativo lo que hay que hacer,
lo que en definitiva me espera al otro lado.
Siempre pensé que morir no cambiaba nada,
que la biología no podía equivocarse,
que los dioses nunca tuvieron razón
pero a veces sólo quiero intentar creer,
algo, creer que esas voces dentro de mi cabeza tienen la razón,
que esas voces en mi cabeza no están equivocadas y yo sí.
Manías: pararse frente a mí el espejo,
esperando que en algún momento esa imagen se dé vuelta,
se vaya. Siempre pensé en quedarme solo frente a mí, sin mí.
Manías: ver la mancha vacía por cara de los demás,
todos caminando a un agujero infinito, todos cayendo,
sin inmutarse, sin un solo quejido, sin un solo gesto.
Todos cayendo, al matadero infinito del absurdo.
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