Me lo metieron a la fuerza, si se quiere, con bastante violencia. Primero, aborrecí aquello por no estar de acuerdo con mis principios. Odiaba a esos seres vociferantes, pasionales, que a la primera oportunidad hacían alarde de su condición de macho, golpeándose el pecho como salvajes, saltando y haciendo vanas morisquetas. Eso yo lo sufría hasta el sangrado, me provocaba insomnio, irrumpía en mi cabeza como la metáfora de un desquiciamiento, no cabía dentro de mí, no lo toleraba. Pero todos tenemos pequeñas o grandes dosis de masoquismo enquistadas en nuestro organismo. Lo que nos produce dolor, inoculado en dosis ínfimas, va programando situaciones de las cuales sin darnos cuenta, pronto somos incapaces de prescindir. Y allí estamos expectantes delante del enemigo para que nos ataque con sus más miserables armas, el horror, curiosamente, se va tornando en un caldo agridulce y desde allí evoluciona hasta sabernos a delicioso néctar. Desde ese mismo momento, somos sus viciosos prisioneros, las víctimas oferentes, hebdomadarias, incondicionales. En mi caso, muy luego me sorprendí imitando a aquellos seres vociferantes que saltaban como simios y que tan pronto se precipitaban a los oscuros abismos del desánimo como ascendían a las cimas de la gloria. Esa prístina herida ocasionada por su desatado salvajismo en mi cuerpo virgen fue adquiriendo contornos definidos, se hizo elástica, vulgar, imperecedera. Soy uno de ellos, no me avergüenzo de decirlo, aún más, puedo gritarlo con esa voz desgañitada que nos personifica, ya no quedan rastros del señorito compuesto al cual esas situaciones burdas le resbalaban por su pulcro traje de paño. Soy parte del martirologio, de la crucifixión, de los desbordes pasionales que nublan la razón y el entendimiento y del exaltamiento que como droga mística se apodera de mis gestos y de mis devaneos. Y ella…ella, perfecta y adorada, disputada por seres impulsivos, pensantes, románticos, torpes o aduladores, iconoclastas, vanidosos, gallardos y heroicos, calculadores o simplemente despilfarradores. Ella, coqueteándole a todos con su piel tersa y suave y sus adornos de ocasión, avasallada, apropiada, presta a todo con tal que sus muchos acosadores sacien sus deseos irrefrenables. El sentido de la vida, agonía y éxtasis, sacrificio y sepultura y ella creando mundos de ensueño o lapidaciones, cúspide y ocaso, deseada y castigada por el ímpetu justiciero que la envía como desperdicio cósmico que transita sueños y deseos, palpitaciones contenidas hasta que cruza cierta frontera y es el gooooooooool que desgañita gargantas, derriba imperios y abre sepulcros, condena al cadalso al infiel que no la atrapó en sus brazos y la vio pasar a velocidad indescriptible para irse a estrellar con esas redes que representan la gloria y el triunfo de aquel que levanta sus brazos acosado por sus compañeros que lo arrojan al suelo y lo besan tal si fuese su amante desdeñosa que les abre un mísero flanco.
Hace muchos años sufrí esa desfloración dolorosa que me obligó a pertenecer a una enseña que periodicamente me brinda alegrías y sinsabores. Es la magia del fútbol, ese deporte que mejor representa a la vida por esa infinita mezquindad de momentos gratos que sólo se desbordan cuando la esquiva pelota cruza la meta para permitirles a algunos ser los mejores en ese trono movedizo que se pone en juego semana a semana...
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