Queda la espuma
de la última oleada moribunda
-entre los besos y los abrazos
en el fulgor de la noche-
donde el dolor asestado con
una palabra
no nace de la mala intención
ni del lógico razonamiento.
Quedan,
-de los pies descalzos-
las huellas semienterradas,
la mirada erguida,
desafiante
a las leyes de la gravedad.
Queda lo tuyo,
y lo mío,
-y a veces también lo nuestro-
como aquellos pétalos secos
entre las hojas de un libro.
Quedan los pequeños surcos
en las palmas de mis manos,
dibujados con el viejo arado
del tiempo
tan impasible a las horas,
y a los relojes de arena.
Quedan las ilusiones,
y –todavía-
alguna esperanza
de reconciliarme conmigo misma,
antes de la última palabra.
Quedan,
en la monotonía de los espacios breves,
algunos silencios.
Quedan las ausencias,
y tras de estas,
también, los miedos…
Los miedos,
de no saberme nunca completa,
como un puzzle de mil piezas
que ha perdido una.
Queda el revés del espejo
que almacena
-una tras otra-
cada imagen reflejada,
hasta que en la última mudanza
se haga trizas.
Quedan
los retratos enmarcados,
que una vez colgamos,
en las paredes desiertas
de la memoria.
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