Debí creer en mí. Debí escuchar lo que decía mi cerebro desordenado e intuitivo, debí saber que tenía razón. Debí leer las advertencias del camino mil veces antes de caminar descalza, yo sabía lo que me esperaba, pero no hice caso a los gritos interiores de mi alma y de mi corazón. Y heme aquí, sufriendo mi sordera. Es el precio que se paga por la vida que se elige.

Es increíble como después de tantos años de escucharme a mí, y solamente a mí, dejé de hacerlo de buenas a primeras y no lo volví a hacer nunca más. ¿Qué me ha enseñado entonces el camino andado antes de aquí, si lo único que hago es no verme al espejo? Aprendí a ponerme caretas cada que tenía miedo, cada que quería correr e irme lejos de aquí, y ahora, ya no las puedo sacar. Quitarlas de mí es quitar una especie de extremidad adherida a mí de la manera más simbiótica y parasitaria que jamás ha existido. Ahora, sin esas máscaras, no puedo vivir.

Prefiero quedarme callada, antes que gritar a cuatro vientos lo que tengo dentro de mí.

Prefiero sonreír y esconder lo que sea que duela en algún lugar recóndito de mi ser.

Prefiero llorar sola, que mal acompañada.

Prefiero no buscar celestes, para que no me cueste cuando los pierda. Malditos azules.

Prefiero no madrugar, porque igual Dios a veces no ayuda.

Prefiero no morir por la boca, porque igual no digo nada.

Prefiero no escuchar palabras necias, aunque igual siempre escucho.

Prefiero no levantarme temprano, porque igual nunca amanece. Las madrugadas se convirtieron en mis aliadas.

Prefiero no ver nada, para no sentir nada, corazón que nos miente.

Prefiero decir poco o nada, porque prefiero un buen entendedor, aunque ‘pocas palabras’ no es algo que me describa.

Prefiero hacer el bien, mirando a quién, para que mis obras no se pierdan en la nada.

Cansada de ser un roller-coaster, hoy decido, esta vez, esconder lo que queda de mí en un baúl, y cerrarlo con llaves y candados y tirarlo y hundirlo en el fondo de un volcán. Nunca más el mar.


Más vale nada, que poco.