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El súper ocho



Me encantaba disuadir a mis estudiantes de cinematografía de sus intentos de convertirse en famosos directores de cine. Se matriculaban en mi clase pretendiendo emular lo que con tanto sacrificio alcancé. Firmaba sus bajas de la clase con la alegría de haber roto sus sueños de conquistar un Oscar, un Golden Globe, una Palma de Oro o un León de Oro. Pasadas las primeras dos semanas lograba reducir a menos de la mitad cada grupo de estudiantes, del cual apenas el tres por ciento aprobaba. Sólo los escogidos eran dignos para remontarse conmigo cincuenta años atrás, tiempo en que se aprendía a golpe limpio y la sicología no había hecho sus perturbadoras aportaciones a la educación. Para entonces yo era un niño de nueve años cuando tía Matilde me viró la cara como una tortilla limitándose a decirme: “Eso es por chismoso. Los niños hablan cuando las gallinas mean”. Luego me restregó que tuvo que humillarse y llegar hasta el Bronx por culpa mía para recogerme a la salida del colegio. Tan pronto llegamos a su apartamento en el centro de Manhattan me encerró en la habitación de huéspedes desprovisto de cualquier artefacto para entretenerme. En ese momento mi dulce tía se transformó en la bruja Matilde.
Estando a punto de escaparme de aquel enclaustramiento por la escalera de emergencia el inconfundible perfume a Chantilly de mi madre penetró la habitación y desistí del intento. Inmediatamente se abrió la puerta mi coraje se transformó en pena al ver a mi madre con los ojos morados y parte de su ceja izquierda cocida con hilos. Como pudo se me acercó balbuceando: “no te preocupes nos quedaremos a vivir con tía por poco tiempo”. Me advirtió permanecer en la habitación mientras conversaba con ella lejos de mi presencia.
Tan pronto salió y escuché sus tacones alejarse por el largo pasillo hacia la sala, me quité los zapatos y en puntitas entré en la habitación más cercana para poder escuchar la conversación entre ellas. Para mi sorpresa estaba en el despacho de tío Gordon, el cual permanecía clausurado mientras él se dedicaba a salvar a los niños africanos de las devastadoras epidemias y del hambre.
-Mi’ ja tu sí tienes mala suerte con los hombres. Escapaste de Puerto Rico antes de morir a manos del abusador de tu marido para ahora meterte con el chicano éste. Mejor quédate conmigo. Aquí tienes una habitación disponible para ti y otra para Jaimito. Gordon pasa muy poco tiempo en casa pues el buenazo después de cerrar su consultorio vive comprometido en ayudar a los negritos de África. Llega en invierno y se la pasa durmiendo todo el día. El pobre es un aburrido. Para él su único entretenimiento es dedicarse a combatir enfermedades.
- A ti todo te ha salido bien al llegar a Nueva York. Tienes un marido bueno y vives como una reina. Yo tan desdichada sólo atraigo los puños. Para colmo el impertinente de Jaimito a cambio de una golosina es capaz de revelar cualquier secreto.
- Tengo todo el tiempo del mundo y suficiente dinero para darme todos los caprichos. Además, mi piel es blanca y paso por gringa gracias a mi pelo rubio a lo Marilyn Monroe. Sin embargo, tú tan carnosa, tan culona, tan prieta y grifa a menos que te busques un gánster molleto no te veo mejor suerte. ¡Ja, ja, ja! Esos son bromas ya verás, mientras más tiempo pases aquí la piel se te aclara, te alisas ese pelo, quedas regia y seguro consigues un americano.
Me aburrí de escuchar a tía jactarse de su buena vida y dedicarse a humillar a mami. Alardeaba de su suerte de capturar a un médico gringo tras ser su secretaria cuando despegué mi oreja de la rendija de la puerta y me dediqué a averiguar cuanto había en el despacho de tío Gordon. Me impresionó cuanto veía alrededor. Desde la pared del fondo me observaban las cabezas de un león y una cebra. Seguí investigando en el enorme armario ubicado frente a su escritorio donde descansaba una enorme esfera del mundo. Decidí abrir las gavetas inferiores y para mi sorpresa encontré casi una docena de carretes de película junto a la caja de un súper 8. Abrí la caja y en mis manos tenía el reproductor de cintas de película tantas veces solicitado a los Tres Reyes Magos. Del cual me antojé cuando mi maestra de ciencias en tercer grado me escogió a ayudarla para proyectar las películas donde aprendí sobre las fases de la luna y de los seres microscópicos causantes de todo tipo de enfermedades.
Me moría de ganas por proyectar las cintas y crear mi propio cine a pesar de la falta de audiencia. Ninguna de las cintas tenía título sólo un círculo color rojo distinguía a las otras marcadas con un círculo color azul. Decidí armar el súper ocho sobre el escritorio. Al azar seleccioné una en azul. Arranqué el mapa de África colocado en la pared frente a la ventana, cerré las cortinas y encendí la máquina. Tras la penumbra apareció mi tío Gordon conduciendo una Vespa entre unas chozas con una negra con las tetas por fuera arropándole los hombros. La secuencia duró unos minutos cuando tío se bajó de la motora y comenzó a bailar detrás de la mujer rozándole todo el cuerpo mientras alzaba las manos al cielo con una sonrisa desconocida.
La algarabía que formaron unos niños negritos al ver las peripecias de mi tío provocó la aparición de mi madre y mi tía en el despacho. Las dos se quedaron mudas ante el espectáculo. La mano de tía volvió a levantarse en dirección a mi cara pero esta vez me preparé, cerré los ojos y tensé mi cuello para soportar el descomunal embate pero para mi sorpresa sentí su mano sobre mi hombro izquierdo y seguido me besó la frente. Lanzó una estrepitosa carcajada logrando enmudecer el martilleo del proyector. De repente pasé de estar castigado a convertirme por casi una hora en dueño de mi propio cine con dos ávidas espectadoras. Al terminar de proyectar todas las películas con sello azul, donde vimos al aburrido tío Gordon divertirse de lo lindo junto a la mujer y los pequeños, a tía se le encendieron los ojos. Se dirigió a mami y le dijo: “Tienes una joya por hijo. Yo tan estúpida no sabía ni cómo poner ese aparato a funcionar. Después de tantos años de ver amontonadas esas cintas viene Jaimito a abrirme los ojos. No en balde el maldito quería adoptar unos negritos. Ese desgraciado no pone un pie más en esta casa”.
El remordimiento de provocar el divorcio de mis tíos rondó poco tiempo mi conciencia. Ese mismo día, tía recompensó mi gran hazaña regalándome el proyector y salimos a comprar una cámara nueva. Así inició mi pasión por convertirme en director de cine.

Texto agregado el 12-07-2011, y leído por 58 visitantes. (0 votos)


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