Antes de entrar a la oficina arrojó el cigarrillo en un charco del barro. Nunca arreglaran las pérdidas de agua ni las otras. El espejo refleja una imagen cruzada por la niebla del papel envejecido, una imagen en blanco y negro, casi una profecía.

El calor apareado con la humedad, le aprieta el pecho. La ropa se contamina desde adentro y desde afuera. La fiebre llega como un consuelo, tal vez sea sólo un resfrío.

Finalmente, el día en que se comete un crimen, es un día como cualquier otro. Las nubes no alteran su costumbre, el pasto no se conmueve y los teléfonos continúan su tarea automática.

Ya está en su escritorio, aunque nadie lo haya notado. Sus cajones tienen una alfombra de servilletas robadas en ocasionales bares. Hay lapiceras que ya no funcionan, borradores vírgenes y sobrecitos de azúcar.

Inocente será una palabra que no gritará. De algún modo ya está en la celda, ya tiene la figura y el sabor de un criminal. El teclado no sabe que hoy, los dedos que le acribillan, son los de un asesino; en esa ignorancia de máquina trivial, sigue arrojando las mismas respuestas.

En algún lugar de la ciudad, el que sería el muerto, vive también su rutina de humedades y probables resfríos.