Son las 05:00 am. Hora de ir a trabajar. Me lavo la cara para terminar de despertar; normalmente me baño por la noche por causa de mi sueño pues por las mañanas amanezco como anestesiado. Vivo en un fraccionamiento privado, se llama Burgos de Cuernavaca y está sobre la autopista que lleva a Acapulco; tengo varios años haciendo este recorrido hasta la carretera federal para tomar el bus que me lleva a mi trabajo, el recorrido es de aproximadamente un kilómetro.
Justo cuando crucé el puente de la autopista escucho una ráfaga de metralleta detrás de mí seguida de disparos de pistolas. Inmediatamente cierro mi paraguas, pues cae una leve lluvia, y corro sin pensar mucho en el trayecto; seguramente el instinto de conservación, que las más de las veces duerme, me hice ver cerca la muerte e imprime una velocidad inusual a mis piernas. A parecer es un enfrentamiento entre bandas, muy común en estos días en este convulsionado país.
Corrí como perro galgo por la calle “Fortalecimiento Municipal”, pensando cuál sería el callejón o recoveco de alguna casa que me pudiera servir de refugio pues los disparos y los gritos de los sicarios se escuchan a sólo unos metros de mí y, el resplandor de las armas parecen juegos pirotécnicos, de esos que amenizan las fiestas patronales de los pueblos.
Llego corriendo, con muchos trabajos, a un hotel que se encuentra al fondo de la calle. Pido ayuda a la dependienta. Mi voz se quebraba y me cuesta mucho trabajo hablar. Le explico lo sucedido y me dice que al fondo, donde se encuentra estacionado un auto morado, hay habitación desocupada en la que me puedo refugiar en caso de que la violencia llege hasta nosotros. Y es que el narcotráfico y el crimen organizado ha hecho presa de toda la población, ya no hay lugar seguro donde caminar.
No hay necesidad de ocupara ese cuarto de hotel. Espero unos minutos. Estoy temblando. En verdad, estoy temblando. Es impresionante ver la muerte de cerca.
Luego, los autos y la gente pasa como si nada. La vida vuelve a la normalidad.
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