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Inicio / Cuenteros Locales / Rubeno / El que había sido llamado Norbu Yeshe

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Norbu Yeshe, el más santo de los santos, estaba muriendo.

En contra de su voluntad había aceptado llevar el nombre que sus superiores le imponían como muestra de un respeto que había ganado por ser el más humilde de todos, pero sobre todo por haber demostrado, sin proponérselo, que era un hombre sabio destinado a la santidad.

Sus padres lo habían llamado Pasang Tashi, Nacido en Viernes y Prosperidad, y había aceptado los magníficos nombre de Norbu, Gema Preciosa y Yeshe, Sabio, tan sólo porgue tenía plena conciencia de que un nombre nada significaba en el camino de las muchas encarnaciones hacia el Nirvana.

Ahora que agonizaba ninguno de sus compañeros de monasterio dudaba que tal vez esta fuera su última reencarnación y que pronto los antecedería en el mundo de la Conciencia Perfecta, pues Norbu Yeshe desde siempre había vivido una vida entregada a las ideas trascendentes con la simpatía y sencillez de los elegidos y bastaba saludarlo para darse cuanta de que irradiaba el más puro amor, prueba inequívoca de que había alcanzado la perfección.

Pero el santo, en su agonía, tenía otros pensamientos. Le preocupaba que después de su muerte no pudiera dar un consejo a quien pudiera necesitarlo y lamentaba no sin amargura no poder tomar la mano, como solía, a quienes llegaban a él en busca de paz. Y se dolió, sobre todo, haber parecido tan bueno a sus compañeros pues nada tenía en más aprecio que la modestia y la verdadera humildad.

La noticia de la partida de Norbu Yeshe llenó de paz al monasterio tanto porque terminaba una larga y dolorosa enfermedad como por el hecho de que una vida bellísima, brillante y alta sería la siguiente morada de quien con su alegría y sabiduría les había hecho comprender la verdadera esencia del budismo.

El Sabio, la Gema Preciosa yacía ahora inerte, ajeno a todo.

No fue al Nirvana. No trasmutó al mundo de la Conciencia Perfecta y se hundió, como todos, en la oscuridad de la Nada...



Pero la Nada es un concepto humano que flota preso en la estrecha mente de los hombres y que reemplaza a lo que les es desconocido.

Así que en medio de esa Nada después de un transcurso indeterminado de eras, o tal vez después de unos pocos segundos, la nueva reencarnación del que había sido Norbu Yeshe empezó a tener conciencia de si misma.

Esta vez, sin embargo, todo era diferente.

Todas las experiencias del incontable ciclo de reencarnaciones estaban en la memoria de quien fuera llamado Norbu Yeshe. Cada pensamiento suyo tenía la experiencia de incontables vidas pasadas y esta tenía la certeza clara de que esta sería su última reencarnación.

Sintió que se encontraba girando a una velocidad vertiginosa en una envoltura redonda que lo contenía, y lo supo porque conocía como suyas las convulsiones del agua de los tiempos en que había reencarnado en modesta ola de riachuelo. En ninguna de sus existencia anteriores había siquiera imaginado que alguna vez hubiera sido ola. Pero ahora ese conocimiento era claro y podía percibir su vida como la perciben la olas de los pequeños ríos que bajan apresuradas de las altas montañas.

Era un viaje en circulos que no terminaba. Giraba y giraba envuelto en su recinto esférico y sentía que un calor suave y un medio acuático ligeramente salino eran las condiciones que le permitían de nuevo saber que este era el ciclo final de su larguísima cadena de reencarnaciones y que en esta encontraría el Nirvana...

A medida que su cuerpo se iba despertando recordó muchas de sus anteriores existencias. Recordó los días en que había reencarnado en viento de desierto y aquellos en que su existencia había sido la de pequeño lagarto en Sumatra. Supo que había sido alguna vez humo de fogata y que había sido también estrella doble, en la que había sido su existencia temporal más larga. Fue también pulpo ciego y llanto de niño y sangre derramada.

Estas y muchas otras fueron existencias plenas. En cada una de ellas su espíritu fue aprendiendo y haciendo suyos los muchos matices de la existencia de las cosas y ninguna de sus reencarnaciones fue más o menos importante que las otras. Todas ellas habían sido las interpretaciones que su espíritu había dado a las ideas de ser y de sentir.

Había sido en algunas ocasiones ser humano. Pero también atardecer y rescoldo. Y había sido flor simple del campo y raíz de hierba y golondrina y sudor frío.

Todas esas y muchas más, ya se ha dicho, eran las reencarnaciones y transformaciones que el que había sido Norbu Yeshe había experimentado a los largo de incontables nacimientos y de incontables muertes.

Ahora, lo sabía como si hubiera sido pensado desde siempre en la memoria de los dioses, ahora estaba a punto de nacer y con la calma de quien sabe que ha alcanzado el paraíso, se dejó llevar por la corriente salina que lo portaba a su último nacimiento y eclosionó del huevo que lo contenía.

No pudo verse a si mismo, pero en el frenesí de los huevos que eclosionaban a su alrededor, pudo ver con su único ocelo de color rojo a sus hermanos de nacimiento y comprendió que el cuerpo que lo llevaría a la eternidad era el de un nauplio, una pequeñísima larva de un crustáceo que los hombres habían llamado Artemia Franciscana.

Poco le importaba al que había sido Norbu Yeshe que fuera ahora un crustáceo minúsculo. Se dejaba llevar como en un sueño por la sabiduría de los creadores de las reencarnaciones y cuando sintió que los apéndices de su cuerpo empezaban a moverse y que podía nadar libremente, recordó sus vidas pasadas de tela de araña y de ácaro del polvo.

Aunque era un espíritu perfecto, el lastre de su cuerpo y la certeza de que pronto sería uno con el universo, hicieron que se engañara cuando sintió un llamado poderosísimo que lo apartaba de las tinieblas del acuario donde ahora moraba. En efecto, por primera vez en su nueva vida vio una luz que encontró irresistible y con toda la fuerza de sus apéndices larvarios nadó hacia la que creyó que era la entrada al Nirvana. Resultó ser, sin embargo, sólo una luz artificial que su criador había prendido para separar a los nauplios de los cascarones de los huevos eclosionados. No le convenía a los peces del poseedor de su cuerpo que ellos comieran los cascarones vacíos. Las pequeñas Artemias, con un reflejo creado desde el principio de los tiempos, nadaban frenéticas hacia la luz que había sido confundida con la puerta celestial.

Por la fortuita circunstancia de que era enorme la cantidad de hermanos que había en el acuario, muchas de las Artemias se salvaron de ser alimento de peces, aunque ya quien alguna vez se había llamado Nacido en Viernes había considerado la posibilidad de que su acceso al Nirvana se llevara a cabo en las entrañas de un pez.

Su cuerpo se fue transformando tras quince mudas y en una semana llegó al estado adulto. Los apéndices torácicos de su pecho lo descubrieron como un macho de su especie.

En la madurez de su vida como Abstemia Franciscana no tuvo necesidad de buscar alimento. Las contracciones de su mandíbula que eran espasmos nerviosos propios de su especie hacían que filtrara los nutrientes de su medio salino y que adquiriera los que necesitaba para vivir sin pensarlo siquiera, así como los humanos reciben el aire que los mantiene vivos sin ser conscientes de ello.

No tenía preocupaciones y se entregó a la meditación de todas sus vidas pasadas y pensó que esto era el Nirvana.

En cada contracción nerviosa de los músculos de su pequeño cuerpo pasaba por su mente de santo el recuerdo de vidas y más vidas anteriores. Meditaba sobre su vida como paleta de ocres, o como miedo nocturno. Reconoció como singulares la mayoría de sus existencias pasadas pero reconocía como muy bellos los días en que fue nido de pájaro o tromba marina o coatí, y en todas veía las huellas de una evolución constante hacia la perfección del espíritu, hacia la eternidad de la plenitud.

Su madurez como Artemia Franciscana vino aparejada con la capacidad de encontrar pareja, e imaginando que su vida reproductiva sería tan natural como el nacimiento de sus apéndices, no pensó mucho en ello.

Sin embargo, una curiosidad de ser evolucionado se apoderó de él cuando vio que sus congéneres se aferraban al dorso de sus parejas y se abandonaban durante el resto de sus vidas a todo lo que les había sido corriente hasta ese día en el acuario, y parecían entrar en un estado muy parecido a la meditación profunda. Pero pensando un poco más sobre el asunto, recordó que en la plenitud de una vida pasada como tormenta de verano había experimentado una sensación similar y concluyó que era tan sólo una característica propia de su actual estado de vida.

Se dejó llevar por un estado intenso de meditación, como correspondía al estado de evolución de su espíritu, y sus vidas anteriores se fueron uniendo con la actual en una sola. Mientras más meditaba más se iban hermanando todas sus vidas anteriores y llegaron en un momento a ser lo mismo sus existencias de cazador de jaguares, de vela de barco, de viento frío, de filósofo griego, o de ocarina olvidada. Descubrió como propias todas las circunstancias de todas las vidas, todas las condiciones de existencia de todos los seres y todas las esencias de las cosas.

Estaba tan entregado a su propia meditación que no se dio cuenta de que los impulsos de su cuerpo lo acercaban una hembra en plenitud de su madurez sexual y sólo cuando los espasmos incontrolados de su sistema nervioso hicieron que los apéndices lobulares de su región torácica se aferraran al dorso de la hembra y sus dos penes se insertaban en el saco uterino de ella, inmediatamente detrás del undécimo par de toracópodos, sólo entonces salio de sus estado de meditación profunda traído a su realidad de crustáceo diminuto por unas sensación de placer indecible.

Era tan intenso el goce de su copulación que una oleada de plenitud lo invadió de inmediato y la reconoció como mucho más sublime que cualquiera de las que había sentido en su largo ciclo de reencarnaciones.

Era como si un estallido de universos se llevara a cabo en cada célula de su ser y en cada rincón de su conciencia.

Un estado de felicidad incontrolable iba creciendo a cada segundo en espirales que se iban haciendo cada vez más intensas. Sabía que no se trataba de una sensación momentánea sino que era el orgasmo de cataclismo que en las Artemia duraba semanas y hasta mese y que terminaba tan solo con su muerte.

Pero quien en su vida anterior fuera reconocido como dador de amor y fuera llamado por los suyos, el Sabio, La Gema Preciosa, sabía aun en medio de su placer sin límites que esa sensación no terminaría con su muerte, pues sus vidas anteriores lo habían convertido en un santo, en un espíritu en unión con todos los mundos, y que la muerte ya no existía más en el ciclo de sus existencias. Su orgasmo universal no duraría semanas o meses, como en las demás Artemias, sino que sería eterno, pues por fin había terminado su larga cadena de reencarnaciones y había llegado, ¡oh dioses!, al Nirvana.

Texto agregado el 10-07-2011, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
12-07-2011 muy bueno señor Torres! aunque no lo crea!!!!!! elikatino
 
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