Se había meado en la cama, de nuevo. Ella, apenas se percató de la gracia del perro, lo tomó en brazos y lo llevó directamente hacia la escena del crimen, refregándole el hocico en la orina que aún estaba fresca – ¡Mira lo que hiciste, perro inmundo! Nunca más dejaré que duermas en esta cama, asqueroso animal – le gritaba mientras él trataba de zafarse violentamente de aquellos brazos que lo apretaban con fuerza. Ella lo dejó en el piso e inmediatamente trató de esconderse debajo de una de las camas, pero todos los integrantes de la familia sabían lo que había hecho y lo expulsaban de todas las habitaciones. Hasta que llegó a ese cuarto al final del pasillo, el más desaseado y polvoriento de todas las piezas, el que tenía polillas aplastadas en las paredes, cortinas sucias y papeles por doquier. Entró al cuarto procurando no hacer ruído para no interrumpir al ente que se encontraba sentado frente al escritorio. Llegó hasta la cama y se subió con cuidado, acomodándose entre la pila de ropa sucia, los cuadernos, las botellas de coca cola y las cajetillas vacías de cigarros. Hasta que el ente, en un momento de conciencia, notó su presencia. Casi instantáneamente se sacó los zapatos y se recostó junto al perro en la cama, tratando de no botar la ropa sucia apilada que hacía las de sábana y con la que cubrió su cuerpo y el del perro.