Kiko se hacía mayor. Pero no porque le gustara por igual la cantante Britney Spears y los dibujos animados de “La bola del dragón”, una saga japonesa de los años noventa; sino porque estaba a punto de comprender que el dolor y la enfermedad, aunque no se expresaran, existen igualmente; que su latido silencioso corrompe toda alegría de vivir, incluso en los que mejor disimulan. Se iba a hacer mayor, a pesar de tener casi diez años…
—Julen, ¿qué le pasa a tu madre, por qué lleva hoy gafas de sol?
No respondió, parecía más interesado en el desarrollo de la batalla que Son Goku lidiaba contra su eterno rival Vegeta en el televisor.
Kiko le golpeó con un puño en el brazo.
—Aaah… —protestó con desgana Julen— ¡Yo que sé, ha dicho que hoy se levantó con una conjuntivitis o algo así!
—Bueno tío, me voy a merendar… —dijo Kiko.
Y ejecutó una extraña pirueta en la que juntaba las manos, por delante de la cara, al tiempo que flexionaba las rodillas inclinando el cuerpo hacia el frente.
—Oooooondaaa…—añadió llevando las manos hacia atrás, juntando las muñecas en un ángulo de noventa grados.
—¡No! ¡Hoy no estoy para juegos! —advirtió Julen.
—¡Vitaaaaal! —gritó Kiko desoyendo toda súplica.
Kiko asestó un golpe certero, con ambas manos, en el pecho de su amigo, que cayó de culo en el sofá… ¡Fantástico, había ejecutado la mejor “onda vital” de su vida! No permitiría que semejante hazaña quedara en el olvido tan fácilmente.
—¿Veis por qué no me gustan esos dibujos? —dijo Yolanda, la madre de Julen, desde la puerta de la cocina.
Los cristales oscuros de las gafas ocupaban media cara. Su mirada, y por lo tanto el reproche, se perdía en tierras sin luz… que niños como Kiko necesita ver para comprender su sentido. ¡Je! Ni uno solo de los amigos del colegio se quedaría sin conocer la increíble “onda vital” que había ejecutado; y se reirían a carcajadas, obviando detalles como que Julen sufría un ligero retraso intelectual y que padecía de enanismo.
—Adiós —se despidió Kiko con prisas, reprimiendo una risotada.
La mochila de Kiko quedó olvidada entre los cojines del sofá. De una manera literal sus libros se habían volatilizado, sólo los recordaría media hora después cuando encendiera el ordenador para chatear en “tuenti”, y su madre le exigiera el cumplimiento de los deberes, como condición previa para disfrutar de su tiempo libre.
No importaba. Kiko y Julen eran vecinos de la misma urbanización, unos pocos portales no suponían ningún esfuerzo, y menos cuando tenía urgencia por relatar la proeza de hacer volar a Julen por los aires. La carrera le provocó una respiración entrecortada, fue consciente de ello cuando oprimió el botón del timbre.
La puerta se abrió con la desgana del que no espera nada, detrás apareció una Yolanda demacrada, sin gafas, sin pelo… con una mancha negra debajo de un ojo. ¡Esa no podía ser la madre de Julen!
—¡Uy, Kiko, si no te esperaba! —se excusó avergonzada por su aspecto.
El tono pretendía ser jovial, desenfadado, como si nada de lo que hubiera visto el niño fuera verdad. Kiko se quedó sin aliento, como si repentinamente hubiera descubierto un fantasma y el mero roce de ese muerto viviente pudiera contagiar el cáncer que se relamía en los restos de unos pechos extirpados.
La mujer ocultó la cabeza con un trapo, pero dejó la coronilla sin cubrir; tal vez porque no se la veía, o simplemente porque carecía de la habilidad de arroparse la cabeza.
—Se me ha olvidado la mochila…
Kiko comprendió de repente porque Julen estaba más triste y ausente que nunca, comprendió la razón de las visitas a tantos médicos, que a veces le impedían jugar con su amigo… La madre de Julen se moría lentamente. Yolanda lo sabía, Julen lo sabía… lo sabían todos menos él. Una lágrima resbaló hacia el suelo. Sin mediar palabra tomó la mochila y se marchó con la cabeza baja.
Se encerró en la habitación… Ya no quería chatear con nadie, no tenía nada de lo que vanagloriarse. Pero persistía en su cabeza la imagen de la “onda vital”. Era una idea que ahora le avergonzaba, que de tanta energía como tenía, positiva primero y negativa después, levantaba ampollas en el pensamiento.
Sin saber muy bien por qué, se orientó hacia la casa de Julen, y cerró los ojos. Reconsideró mejor la situación y los volvió a abrir. Apartó una silla, un monopatín, unos zapatos; dejando la zona central de la habitación despejada. Cerró nuevamente los ojos, y con movimientos pausados pero certeros atrajo hacia sus manos una porción de la energía del Universo.
Se imaginó a sí mismo en la habitación, con la mochila todavía sin abrir a un lado, con las rodillas flexionadas y el cuerpo hacia atrás, tratando de contener la energía que se acumulaba en sus palmas unidas por las muñecas. Una luz brillante chisporroteaba entre los dedos, creciendo cada vez más, haciendo que el resto de la estancia quedara a oscuras.
—Ooooooooondaaaaa…
Era una bola de energía pura, y como tal podría ajustarse a un fin determinado… Como destruir el cáncer que mataba a Yolanda. Sí, la bola viajaría atravesando paredes, sin impactar sobre ellas, sin gastar ni una millonésima parte de su energía, para explotar finalmente sobre esa pobre mujer. Cuando el polvo se disipara, y Julen aturdido se preguntara qué es lo que estaba pasando, descubriría a su madre de pie, sonriendo como solía hacer antes de la enfermedad.
—…¡Vitaaaaal!
Unos instantes después, unos golpecitos tímidos sonaron en la puerta de su habitación. No pedían permiso para entrar, sólo advertían la entrada inminente de un adulto.
—¿Estás bien, hijo? —se interesó su madre.
Le había oído gritar entre juegos muchas veces, incluso cuando lo hacía jugando a “La bola del dragón”. Pero siempre eran gritos alegres, guasones… En esta ocasión casi parecía un lamento, un llanto.
—Sí mamá.
Le había interrumpido, Kiko no terminó de visualizar el impacto de la “onda vital”.
—Por cierto —añadió el chaval antes de que su madre cerrara de nuevo la puerta— es posible que me oigas otra vez… Pero no es nada malo, de verdad…
Una madre sabe cuándo debe conceder un tiempo y un espacio, sin hacer preguntas, sin molestar. Y a pesar de que, en aquella tarde, se sobresaltó tres o cuatro veces más con los gritos de “onda vital”, no intervino. Cuando Kiko entró en la cocina, y la abrazó desde atrás, supo que su hijo lloraba en silencio.
Aceptó el abrazo sin preguntar, sabía que algún día Kiko contaría lo que ahora callaba.
—Sabes, cariño, que siempre puedes contar conmigo… para lo que sea.
Se apretó contra ella más fuerte; como si, abandonando el abrazo, temiera dejarla desprotegida ante cualquier enfermedad.
—Ya está, cariño. Ya pasó, mi niño.
Unos días después, encontró a su amigo Julen feliz, con una gran sonrisa en los labios.
—Aunque repitieron las pruebas varias veces, los médicos dicen que se habían equivocado… ¡Mi madre no tiene cáncer! —dijo sin dejar de sonreír.
Kiko le devolvió la sonrisa.
Fin
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