Tenía adicción por los dulces. No se resistía a la vista de caramelos, chocolates, pasteles, tortas y demases y cuando estos le faltaban, recurría al simple expediente de adueñarse del azucarero y cuchara en mano lo vaciaba en un jesús, lidiando con las hormigas que engolosinadas, concurrían en masa al festín. Sus sueños transcurrían entre valles de hojaldre, ríos de miel, nubes de algodón dulce, palacios de chocolate y fortalezas de turrón. Paulatinamente se fue tornando melifluo, papanatas, insignificante, almibarado. Como era de suponer, una diabetes galopante lo encaramó en su grupa y a los pocos meses era un dulce cadáver. Lo colocaron en una urna de caramelo con incrustaciones de mazapán, su rostro lucía radiante envuelto en una mortaja de merengue, llegaron coronas de azucenas hechas de gelatina y rosas rojas fabricadas con galletas y colorante de sorbete. Su velatorio se realizó en una empresa de confites y además la misma entidad procuró uno de sus vehículos de reparto para transportar el ataúd. Fue sepultado en los talleres de una fábrica de galletas y los deudos hicieron flamear sus pañuelos embebidos en néctar para despedirlo. Después de la última paletada de azúcar flor, nadie dijo nada, sólo las hormigas que acudieron en cortejo para saldar su deuda impaga y devorarse de una buena vez a ese infame que nunca les dejó ni siquiera un simple granito de azúcar para llevar a sus madrigueras…