El cielo se oculta tras la oscuridad del dióxido de carbono. Yo espero la micro en un paradero en pésimo estado, con la música sonando en mis oídos, un bolso sujeto a mi hombro y, bajo mis pies, el barro. Un par de gotas solitarias caen sobre mi cabello. La micro no llega, comienzo a desesperarme. Frente a mi los autos corren. A mi lado, un perro recostado, húmedo, sucio, y la micro llega, por quinta vez, llena.
Fue un día agotador y ahora solo deseo llegar a mi hogar. Por fin logro subirme a la micro. Pago como escolar. Llena a esas horas matinales, apenas encuentro un asiento vacío, tras el chofer. A los cinco minutos una vieja con aires de grandeza sube al transporte público. Al no encontrar otro asiento, me ordena de forma grosera y despectiva que me levante y le ceda el puesto.
Soy un escolar, no pago pasaje completo, no tengo derecho a sentarme. La observo, analizo la situación unos segundos. Me inclino hacia el conductor, sin despegarme del asiento, y cancelo la diferencia. Ahora si tengo derecho a un asiento, ya no soy “escolar”. Indignada, la vieja despotrica contra todos los escolares; que la educación, que mis padres me malcriaron, que la juventud de hoy en día, que en sus tiempos esto no pasaba… entre otras cosas que no estoy dispuesto a oír.
Mientras el espantoso murmullo chillón de la vieja entretiene al resto de los pasajeros, enciendo mi MP4, me pongo los fonos y doy el volumen máximo para pasar el rato. El tráfico parecía congestionado. La micro no partía. El chofer tocaba la bocina.
La micro avanza un tanto, un par de paraderos. No oigo nada de lo que la vieja sigue reclamando. Se inclina hacia el chofer. Algo ocurre, y por motivos exentos a mis oídos, por la censura que la música me da, la vieja se baja de la micro, tras los aplausos imaginarios de todo un público urbano. Casi al instante sube otra señora, a la cuál, casi sin pensarlo, le cedo mi puesto.
Sujeto al pasamanos del techo miro por la ventana. Pasan personas como siempre. Un par de ‘‘punkies’’, una vieja vestida de harapos pidiendo limosna, mucha gente ‘‘normal’’, unas gitanas, unos escolares, y un viejo ex-compañero del colegio.
‘‘Qué fauna’’, pienso.
La micro continúa avanzando a través de la avenida. Atraviesa varias otras calles. A los minutos la micro llega a un punto en que se vacía en gran manera, dejando varios asientos vacantes y tibios en espera de nuevos usuarios. Tomo el asiento detrás del primero de la fila del chofer, mientras la micro vuelve a quedar rezagada en una congestión.
Esperamos nuevamente un par de minutos. La viejecilla a la que cedí el puesto se baja. Esperamos otro tanto. Suben dos hombres que se sientan tras el chofer.
Cuando la micro emprende la marcha, un rezagado último pasajero la aborda escandalosamente. Sube por la escalerilla a trancos y saluda al chofer como si lo conociera hace años, paga y reconoce a los dos hombres sentados en los primeros asientos. Parecen ser viejos conocidos y los saluda con estrépito informal, hasta vulgar. Los compinches responden al saludo de forma similar, aunque menos llamativa.
Les ignoro y me concentro en la música.
El hombre se queda de pié frente a sus amigos. Lo observo de reojo. Tiene un gorro pescador y la piel morena, casi rojiza. Desaliñado, quizás por el trabajo forzoso. ‘‘No puede ser un empresario’’, pienso, aún sabiendo lo estereotipado de mi razonamiento. Unos bellos alrededor de la barbilla, y el cabello negro y grasiento. Su nariz es aguileña y larga y su edad no supera los treinta y seis o treinta y siete años. Estatura media, ni flaco ni gordo. Viste una chaqueta de jeans y una camisa blanca amarillenta, llena de manchones oscuros, jeans con el sector de las rodillas rotas y bototos cafés.
El hombre vocifera experiencias en el trabajo y ríe a carcajadas de algunos chistes obscenos con sus amigos. Yo sigo intentando ignorar el comportamiento del sujeto escuchando mi música.
Sus amigos se maravillan con las anécdotas del peculiar sujeto. Cada vez que pasaba una mujer por fuera de la micro, a coro, llovían los piropos y los silbidos y las miradas lujuriosas se enfocaban en lugares específicos.
Con el volumen al máximo en mi reproductor MP4, luchaba contra la distracción que causaban a todos los pasajeros.
El chofer, molesto, mira el escándalo a través de los retrovisores. Uno de los amigos del hombre, un calvo gordo, se levanta del asiento y anuncia su paradero al chofer. Se despide de sus compañeros. Un par de gestos e insultos para demostrar estima le siguieron hasta que ya no pude oírlos por el ruido del motor andando.
En un momento determinado, la batería del MP4 se acaba. “Bueno, no importa, ya estoy por llegar a casa”, pienso. Lo guardo en mi mochila.
El grotesco hombre está sentado al lado de su amigo y sigue con el espectáculo. No soy amargón, me gusta mucho bromear con sus amigos, divertirme y reír. Sin embargo, conozco los límites y detesto las vulgaridades. A pesar de la distancia a la que me encuentro de él puedo distinguir, entre todos los aromas que este destila, la transpiración, el alcohol rancio y otros olores que prefiero omitir.
La micro se detiene en un nuevo paradero. Sube una parejita joven. La chica, muy linda se vio invadida por las miradas mal disimuladas de los personajes mal olientes. Pude ver también la mirada llena de celos y rabia del novio. Entró también una anciana, unos escolares revoloteando, una señora con su hija en brazos y algunas personas más.
Cuando la micro estaba a punto de partir, en última instancia sube una pasajera. La observo impresionado por la particular y angelical belleza de la chica… y el hombre con su amigo, también.
Es una jovencita que debe tener mi edad. Muy bonita, incluso más que la chica anterior. Paga su pasaje y, cuando se dispone a buscar asiento con la vista, se topa con la mirada grotesca de los hombres. Sin disimulo la examinan con pensamientos abyectos. Desde mi perspectiva, observo la situación con desagrado y molestia. Ella, cohibida, avergonzada y hasta asustada, decide pasar a uno de los asientos finales. Los hombres estos, no se guardan los comentarios y las miradas se vuelven más intimidantes. Ella avanza y, cuando está a su alcance, el hombre alza su mano, sucia, ennegrecida y huesuda, hasta tocarla un lugar intimo.
Observo… mi corazón se acelera, mi respiración se detiene y mi cabeza estalla. Una ira llena mi pecho y enrojece mi rostro. La chica retrocede y sus ojos se llenan de lágrimas. La contemplo con impotencia. El tipo este, le lanza un piropo grotesco, tan obsceno que hasta la televisión lo censuraría. Ella no puede ruborizarse, no grita, ni emite comentarios. Se escucha la risa del amigo. Se ve la risa demoníaca del hombre, y su desagradable aspecto… El resto de los pasajeros brilla por su ausencia. El chofer solo toca la maldita bocina. Entonces me levanto y, frente al asiento de los hombres, los encaré. Los pasajeros miraban de reojo detrás de sus asientos, el chofer por el retrovisor. La chica se da media vuelta y sale corriendo de la micro. Amenazador e iracundo, encaraba los hombres. Ellos me miran asombrados, definitivamente no se lo esperaban. Luego sueltan las risas burlescas. Nadie hace nada.
Les grito en la cara, con desprecio e ira, lo que pienso de su maldito comportamiento y actitud animal despreciable. No caigo en las vulgaridades, simplemente les recrimino su falta de moral y ética, y su comportamiento reprochable.
El hombre, aburrido ya de oír mis ‘‘idioteces’’, se levanta del asiento. Mide una cabeza más que yo. Me amenaza con todo el hedor de cerveza rancia en mi cara. Pero no retrocedo, es más, mantengo una postura más firme y decidida. Comienza a insultarme, llegando a sacarme hasta la octava y novena generación de mi familia. Pero no retrocedo, y no lo haré.
Estoy asustado, pero me siento lleno de fuerzas, incluso para golpearlo si es necesario. Ya no importa que la chica se hubiera ido y no viera esto, no lo hago para impresionarla a ella, o para que los pasajeros me recuerden como un héroe… o que corra la voz de un chico que se levantó a defender a una desconocida… nada de eso importa, solo quiero encarar a estos pervertidos.
Cómo odio cada mirada de esos degenerados, violadores potenciales, y quizás que otras atrocidades son capaces de cometer por satisfacer sus deseos carnales.
El hombre me vuelve a amenazar, pero ni siquiera me inmuto. Encolerizado, el pervertido saca una navaja de su cinturón y rápidamente me la clava en el costado izquierdo, entre las costillas.
Siento el frío metal atravesándome el pulmón, una aguda estocada que me cortó la respiración. Los pasajeros no reaccionan. El hombre, rápidamente baja de la micro junto a su compinche.
Caigo en un asiento, mientras me desangro. Me tapo la herida con la mano, sin poder gritar… mi voz no sale… la sangre no se detiene y no puedo respirar. Siento que las piernas se me duermen. El chofer no hace nada. Los pasajeros están muy ocupados en sus vidas, ni siquiera saben por qué estaba discutiendo el hombre conmigo.
Recostado en el asiento, pienso si es que ha valido la pena morir así. En última instancia decido que si… |