María Josefina Mas
Dedicado al Doctor López Sanz
UNA TIGRA ANDA SUELTA POR LA ACADEMÍA
Nunca he visitado la selva y las únicas referencias que poseo de ella son las que una persona de cuidad puede atribuírsele a través de los medios tecnológicos clásicos: la televisión, el cine, los libros, etc. Por otra parte, mis contactos con los felinos a lo largo de toda mi vida, se han limitado al trato desapegado con los gatos, que por causas que no logro recordar, han vivido en mi casa. Sin embargo, el pasado diciembre sin proponérmelo tuve un encuentro con un felino de gran tamaño.
Fue por aquello de las reparaciones, siempre necesarias, que en el mes de Diciembre se acostumbran realizar, que me vi en la necesidad de acometer sin desmayo el penoso vía crucis de la contratación de un maestro de obras y proceder a realizar las compras de pintura, cemento, cerámica y no se cuantas cosas más, propias del mundo del mantenimiento casero decembrino y aburridoramente cotidiano. Mi madre que no pierde el tiempo para dar muchas órdenes al mismo tiempo y mandar a realizar varios trabajos a la vez, me sugirió –en su tono cálido- que me llevara a Ricardo para que me hiciera compañía en el almacén. Sin duda mi mamá necesitaba ayudantes y había que sacar a pasear a Ricardo.
El mencionado Ricardo José es el perro de la casa. Un hermoso “Golden Retriever” (esa es la marca del perro), que además de poseer nombre y apellido, y de ser dorado como el sol, le ha demostrado a la familia a lo largo de ocho años, el cariño, la lealtad y el afecto que en oportunidades se le olvida otorgar a muchos compañeros humanos. Ricardo no es tan solo el perro de la casa, es un miembro más de la familia y aunque mi amor por los caninos no es cosa de gran monta, no dejo de reconocer que el perrito se ha ganado un espacio importante entre la gente que lo rodea. Pero no me voy a deshacer en narrar los muchos eventos y cuentos felices de Ricardo como las madres con los primeros hijos. Vamos al punto.
Aquella tarde calurosa, embriagada de sol, partimos en mi carro hacia Maracay, el albañil (el Señor Julio, con el cual el perro había desarrollado en poco tiempo una entrañable amistad perruna), Ricardo y yo. Como a las tres p.m. entramos en el estacionamiento sitiado por inmensos galpones donde se ubicaba la tienda; y como de lo que se trataba era de la compra, yo le manifesté al Señor Julio que le colocara la cadena al perro y se bajara. En aquel momento el calor era fuerte y el perro, que no estaba acostumbrado a colocar las patas sobre el asfalto caliente, comenzó a brincar dándole mucho trabajo al albañil para colocarle la cadena, entre tanto yo, le implantaba los seguros al carro y avanzaba en la primera línea hacia la puerta principal. Por la temporada navideña y a tenor de la hora habían muchas personas entrando y saliendo de la tienda en ese justo momento.
Lo cierto fue que como en una especie de fila india emprendimos el tránsito hacia el establecimiento. Yo iba adelante concentrada en mis meditaciones sobre la economía del momento, seguida por Ricardo que con gran obsesión quería olerlo todo sin excepción, mientras jugueteaba atado por la cadena al Señor Julio, pero de pronto un hombrecito enjuto, vestido de azul y con una cachucha roída y descolorida se me plantó delante y me dijo con una risita entre dientes: - este perro mata a ese perro”- mientras me percataba que el interlocutor de la macabra frase tenía a un gran canino azabache asido a su mano y amordazado con un titánico bozal. Yo pensé que se trataba tan solo de una amenaza chistosa propia de la cultura del que necesita hacerse notar y todavía sin entender mucho la situación, seguí caminando hacia la entrada de la puerta de la tienda en el entendido que los demás seres humanos “razonan o piensan” de acuerdo a los mismos criterios organizacionales y de buena vida que los míos, cuando en aquel instante escuche una gran algarabía de gritos y aullidos frenéticos que me regresaron de inmediato de mis abstracciones sobre la economía.
Al darme la vuelta no podía creen lo que estaban viendo mis ojos. El hombrecito de cachucha sucia le había quitado el bozal y la cadena al perro negro y éste como un rayo se abalanzaba sobre Ricardo acompañado de una comparsa de cuatro perros sin linaje que decididamente querían sacarle el cuero al catire que se encontraba indefectiblemente amarrado. Ricardo era un perrito de casa de familia cuyo único ejercicio guerrero había sido arrebatarle la pelota a los muchachos de la cuadra cuando lo soltaban, jugar a las escondidas y morder los huesos de hule que le regalaban; jamás había peleado con ninguno de los de su especie. Yo me paralice de inmediato y permanecí estupefacta e indignada ante aquella escena por varios segundo (nunca sabré cuantos). Y así estaban las cosas, Ricardo atado a la cadena que mantenía el albañil aterrorizado, daba brincos y estruendosos chillidos de un lado al a otro para que los demás animales no lo destrozaran con la cadena de dientes que instantáneamente lo acechaba, mientras solo atinaba a mirarme con sus ojos tristes como suplicándome que lo liberara de las fauces de sus devoradores, mientras el celador se reía a mandíbula batiente por la gracia que había cometido, ante la mirada de los trabajadores, consumidores y toda la gente que estaba por los alrededores.
Yo no sabia que hacer ante aquella singular situación. Todo estaba fuera de control y sin posibilidades de poder hacer nada para defender al animal. – ¿Si el albañil no puede despegar los perros furiosos que puedo hacer yo?- me preguntaba internamente; - son demasiados animales contra Ricardo, ¿Qué dirá mi mamá y mi hermano?, ¿Seguramente tendré que llevarlo a un veterinario?- pensaba, mientras angustiada miraba la patética escena de los perros enfurecidos y el hombrecito de la puerta disfrutando de su obra.
Pero de pronto me sucedió algo verdaderamente increíble, que jamás olvidaré pues fue una sensación única en toda mi vida. Sentí que se me levantaban los pelos de la nuca. Así como les cuento, tuve la sensación que una poderosa hilera de pelos se me levantaba vertiginosamente desde el principio de la nuca, como una especie de mar de leva, hasta el final de la espalda al tiempo que comencé a sentirme profundamente relajada y libre interiormente, deje de sentir miedo y tristeza por lo que estaba sucediendo delante de mis ojos.
La sensación de poseer pelambre generaba una confusión en mis pensamientos; era como una guerra dentro de mi misma donde se enfrentaban, o más bien emergían dos yo; una que conocía y con la cual estaba relacionada, se trataba de la que iba de compras, la racional, la profesora, la humana, la del mundo que conocía y en el cual siempre había vivido; y otra muy distinta, que jamás había visto y que frente aquel hecho con los animales emergía inexorablemente desde el fondo de mi misma sin ninguna otra consideración, y tan solo atine a pensar – tengo muchos pelos en la nuca-.
En lo sucesivo apenas si puedo mantener en mi mente ideas concretas porque lo único que recuerdo fue el cambio de las sensaciones percibidas, y a partir de ese momento no pude pensar más, al menos de la manera como lo he hecho siempre. Comencé a buscar puntos focales a mi alrededor en la necesidad inmediata de ubicar los límites de mi territorio para conocer la posición de los demás. En ese estado de cosas yo sentía que el perro rubio pertenecía a mi espacio y que los demás animales incluyendo los humanos estaban de más. En medio de aquello sentía que el foco más importante era donde se ubicaba el enemigo, la presa, el celador. El elemento más importante para mí en ese momento, lo constituía el cuello del hombrecito de la puerta. En mi mente solo aparecía el latir permanente de las venas moviéndose entre la carne del cuello que transportaban su sangre. Un torrente rojo que de pronto se me tornó excitante, dulce y caliente como un verdadero manjar para mi paladar mientras la boca comenzaba a salivarme violentamente. (Quiero decir como nota aclaratoria que no me gusta mucho la carne, ni siquiera bien cocida y de ninguna forma como embutidos o cualquier alimento hecho con sangre porque me produce asco y repulsión).
Tuve sensaciones dentro del cerebro casi inexplicables por lo rápido de los acontecimientos que generaron cambios impensables en mi cuerpo, por ejemplo: comencé a escuchar sonidos distintos que nunca antes había oído, todo a mi alrededor sonaba de otra forma, escuchaba a los pájaros y a los insectos y el ruido de los motores de los carros en movimiento me molestaban mucho y sentía rabia. Al mirar a mi alrededor observé cosas distintas y note que había cambiado la perspectiva de los objetos, en una especie de giro donde lo cerca y los lejos se percibían de manera diferente.
En ese instante brinque dentro de mi misma y me abalancé sobre los perros emitiendo sonidos que supongo eran muy fuertes por el esfuerzo que desarrolle en las cuerdas vocales, pero estoy segura de no saber si pronuncie palabra alguna o tan solo emití gritos sin sentido. No podía escuchar nada pues tuve la sensación de encontrarme bajo el agua. En medio de los animales me sentía terriblemente superior a todos ellos. En esa percepción de superioridad con respecto a los demás animales advertía que ahora ellos se encontraban en mis dominios y estaba resuelta a matarlos con mis dientes si tan solo yo hubiese percibido o sentido alguna resistencia por parte de ellos. Solo recuerdo el miedo en los ojos del perro negro cuando se clavaron en mi, en el momento que irrumpí de golpe en medio de ellos con la boca abierta produciendo sonidos que no atino a recuperar en mi mente, pero instantáneamente los cuatro perros atacantes salían corriendo cabizbajos y sollozando emitiendo ladridos que interpreté como suplicas de perdón y de miedo. Luego me dirigí hacia Ricardo que me miraba atónito, cuando al tratar de acercármele para tocarlo como siempre, saltó de pronto y se colocó al resguardo detrás del albañil, lanzándose inmediatamente al suelo.
En ese momento me percaté que me encontraba agachada en medio del inmenso patio del almacén, sentía como la columna vertebral se me había arqueado de una forma jamás conocida por mí y tenía la sensación corporal de ser ágil, rápida, fuerte y muy poderosa, algo así como si todos mis miembros hubiesen sufrido una metamorfosis, y para aquel momento yo, “la misma yo de siempre, la que segundos antes iba a comprar las cosas de navidad con las preocupaciones propias del dinero” me encontrada parada en medio del estacionamiento vigilando todo lo que estaba allí y con la única necesidad de poseer una sola cosa: la sangre del celador.
El Señor Julio arrastrando por la cadena con Ricardo se lo llevó detrás de un carro continuo y al caminar tras ellos, me percaté que una gran cantidad de gente había hecho un círculo alrededor de nosotros y se encontraban mirándome con caras de piedra, pero en medio de la turbación no me dio vergüenza, ni siquiera me importó, solo me percate que en sus rostros se dibujaba extrañeza por las cosas que acababan de presenciar. En lo particular nada de ellos, ni de lo vivido me interesaba para ese momento, personalmente yo no estaba en sus mundos, tan solo buscaba incesantemente la presencia del vigilante soltador de perros ya que teníamos que ajustar cuentas con el intruso. Camine tras Ricardo y el albañil diciéndole a gritos:
-Enséñame la sangre, busca donde lo mordieron- , estoy segura que de haber visto la sangre de Ricardo en ese momento yo hubiese atacado al vigilante por el cuello mordiéndole como un animal salvaje, pues mi instinto era indetenible, al menos para mí, en aquel momento. Si hubiese visto la sangre corriendo a través del cuerpo del animal estoy absolutamente segura que hubiese mordido por el cuello al vigilante. Pero se trataba del día de suerte del celador, porque Ricardo no había sufrido ningún daño importante. No había sangre. Para ese momento yo comenzaba nuevamente a mirar, me refiero a ver las cosas como antes del incidente en dimensiones conocidas, y me había percatado que el portero no estaba por ninguna parte, después, lentamente me apoyé a la diestra de un carro continuo, como una manera de encontrarme a mi misma dentro de mi.
Luego, en la parte de arriba de una oficina se abrió una puerta y salió un hombre mayor, de cabellos blancos que con pasos lentos y acompasados se dirigió hasta mi, y con una voz dulce de acordeón recién afinado y modales caballerosos, me invitó a pasar a su establecimiento pidiéndome disculpas por lo inconveniente de la conducta de su empleado.
Su caballerosidad, su voz suave y sus ademanes elegantes me regresaron de alguna parte. En ese momento me percaté que lo que tenía frente a mi era un humano y por lo tanto, algo tendría que ver conmigo para que se me acercara tanto. No me demostró miedo o estar asustado como los demás seres de mi alrededor, solo repetía las palabras de disculpa. Poco a poco fui regresando a mi condición anterior y prefiero decir anterior que condición normal, porque en todas las circunstancias yo me sentí perfectamente normal, quizás distinta, pero normal. Dejé de escuchar insectos y pájaros, comencé a reconocer los colores, se restituyó la dimensión espacial a la que estoy acostumbrada y mi cuerpo no sentía más el estiramiento de los pelos en la nuca. Yo miraba al hombre fijamente sin proferir palabra, hasta que el señor Julio se me acercó y comenzó a hablarme, preguntándome si me sentía bien mientras Ricardo se me acercaba dubitativamente y trataba de olerme como si no reconociera el olor de su ama. El evento concluyó satisfactoriamente: se realizó la compra y Ricardo José regresó a su casa sano y salvo, aunque tal vez un poco asustado por lo sucedido.
Días después le solicite una entrevista a un Santero a propósito de la investigación que estoy desarrollando para la realización de la tesis doctoral y en medio de la amena conversación que manteníamos los dos, el entrevistado comenzó a llamarme tigre. Yo, tratando de mantener la seriedad de la tarea, me hacia la sorda ante las innumerables veces que el santero me decía -“no es verdad tigre”-, mientras se reía a mandíbula batiente entre sus ahijados y relacionados, pidiendo café y agua a cada momento. En lo particular no estaba interesada en desviar aquella conversación hacia elementos relativos a mi, no sabía, ni me interesaba porque me decía tigre, solo pretendía mantenerlo concentrado en la información que me estaba dando, pero de pronto, interrumpió su parlamento de golpe diciéndome: - Hace algunos días usted fue atacada por unos animales, por unos perros, pero usted se volvió un tigre y logro vencer la situación, sintió muchas cosas extrañas en su cuerpo.- Luego continuo con un poco más de calma: - Lo que le pasó doctora es que se volvió tigre, usted es un tigre porque ese es su “tótem”. ¿Es verdad, o no es verdad que le paso?- me preguntó de nuevo riéndose; a lo que yo al acordarme de inmediato de los sucesos con los animales responde afirmativamente con la cabeza, sin pronunciar palabra.
Al relacionar los hechos y por alguna razón que aún no entiendo, el Santero conocía lo que me había acontecido en la víspera de Navidad con el albañil y Ricardo José en la cuidad de Maracay, la tarde de la compra. Después de eso nos concentramos en la conversación que me interesaba sobre la vida del Santero y no tocamos más el punto sobre el ataque, el tótem y el tigre, pero aquel evento de lo vivido con el Santero se me repetía posteriormente en la mente.
Días después cuando me encontraba recibiendo clases con el Doctor López Sanz, mientras el profesor explicaba el tema del totemismo las escenas vividas con el perro y después las palabras del Santero, prácticamente hacían explosión dentro de mi cabeza. En la medida que el profesor realizaba su exposición, sus palabras ajenas a mi boca cada vez se me presentaban más vividas y próximas:
-“El Tótem representa una esencia común, pues se trata de un hermano de clan. El clan y el animal poseen una misma naturaleza, una sola existencia, en el cual los humanos se descubren en base al conocimiento que tienen del animal y viceversa”-.
El profesor trataba pausadamente de develar la intensa complejidad del significado de lo totémico despojándolo de las explicaciones propias del plano moderno y de la ciencia positiva al cual nos tienen acostumbrados algunos científicos, y sutilmente comenzó a expresar con palabras, allí en medio de la atmósfera de la academia, en el marco de la explicación de la ciencia, en el lugar donde solo se permite decir la verdad, lo profundo e inconmensurable de la naturaleza del tótem.
-No se trata de un proceso animista de identificación con el animal a con la figura totémica, tampoco se reduce a la mimetización de algunos rasgos y características comunes entre el tótem y el humano-, continuaba el profesor.
Al escucharlo y revivir mi experiencia me percaté del titánico esfuerzo pedagógico del docente al exponer el tema. Pero, ¿Cómo explicar el tránsito de lo humano a lo animal sin utilizar las conjeturas psicológicas de las teorías modernas?, ¿Cómo entender el cambio de perspectiva de la vista, los sonidos, las dimensiones del espacio, la metamorfosis del cuerpo y la incomprensión de los pensamientos, intereses y motivos convencionales humanos y su paso a los espacios animales, sino a partir de la siquiatría, sicología, sociología, esto es, sin la larga lista de dinámicas que constituyen el andamiaje de las explicaciones sociales?, ¿Cómo explicar que en segundos una tiene millones de pelos en el cuello y que éste en un santiamén se convierte en lomo y frente a una amenaza, todos esos pelitos se levantan en señal de guerra sin explicación intermedia?.
En aquel momento comprendí perfectamente las explicaciones del Doctor porque a cada palabra suya yo revivía mi experiencia totémica. En ese instante irrumpí exaltadamente para apoyar con desespero y a través del ejemplo, las palabras del profesor, pues entendí que no era cosa fácil tratar de expresar con significados no vividos el contenido del espíritu humano, y su correlato con el hermano animal, con el que nos hermana por natura. Sentir el tótem es algo extraordinario y excepcional que permite explorar e interpretar más intensamente nuestro interior. El tótem otorga mayor compresión de lo humano.
Al salir de la clase caminé pausadamente por entre los chaguaramos de la universidad y me sentía muy contenta, plena y libre por la maravillosa experiencia vivida y su coincidencia maravillosa en tantas dimensiones distintas: la humana como la propia experiencia del ser, intransferible; la académica, como aquello a lo que se ha aproximado la ciencia con sus premisas, razonamientos y explicaciones; y la surgida en el plano religioso, donde un sacerdote, ¡un místico! se había aproximado a mi naturaleza última sin importar situación, condición o raza. El santero y el ¡doctor de la academia! habían coincidido por diferentes vías en el mismo evento vivido por mi hacia meses atrás.
Todo aquello me reconfortaba. Mi actuación aquella tarde caliente en la ciudad de Maracay no había sido el resultado del miedo o la indignación por la actitud del celador, o el comportamiento amenazante de los perros, o el dolor de que dañaran a un animal querido. No fue la adrenalina. Sin todavía saber porque había descubierto una esencia totémica, una conexión con el adentro y el afuera que emergió sin proponérmelo, sentía que a partir de ese momento lo que había aparecido estaba dispuesto a quedarse porque así lo indicaban todas las señales externas. Era tan solo una esencia que me pertenecía y que había emanado desde dentro de mi, y que yo le pertenecía a ella. Aquél animal había sido yo, y viceversa. En medio de las reflexiones me frote las manos y en mi transcurrir solitario por entre los chaguaramos de la universidad recordando la sensación de mi lomo y el movimiento de los pelos de mi espalda solo si atine a reflexionar: -Tengan cuidado, una tigra anda suelta- y riéndome seguí caminando.
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