FUERA DEL AREA DE SERVICIO

Domingo alrededor de las tres de la tarde. Un sol achicharrante y escasa locomoción por lo raleado de pasajeros en la ciudad. Sentado solitariamente en uno de los últimos asientos del bus, iba rumiando sus cuitas. Tantas conversaciones postergadas, cuántas fiestas no compartidas y tantas vacaciones sin coincidencia. Claro, el trabajo, las cosas pendientes que se dejan “para más adelante”, que hay que juntar la plata y todo eso que aparenta ser más importante y no darse el tiempo para compartir con él.

Pero tan porfiado, se decía como buscando desesperado una justificación. Tan poco comunicativo y había que sacarle palabras con forcep para que contara algo. Ahora caía en la cuenta que poco lo había conocido. Pero no por falta de empeño. De chiquitito fue “p’aentro”, corto de genio, decía su esposa. Gúeón fresco, decía él, con lo apanfilado saca maquila y pasa piola. Y después a puros cuatros con las notas, y mucha junta con amiguitos y pololas. Porque para picado de la araña, no es nadita de quedado, el güeón. Y si el taita le pone para todo, qué mejor que hacerse el de las chacras. Pero es respetuoso y tiene buen trato, insistía su esposa. Putas, pero con eso no llega a ninguna parte y lo vamos a tener de tumor pulmonar hasta viejo, si sigue así. Pero estudia y trabaja, claro que para sus gustitos, porque nica que le vamos a dar para que me las siga viendo. Esperemos que algo bueno salga de este hijo. Si es que no le ha pasado una desgracia. Mejor no pienso en eso. ¿Y si lo han cogoteado? ¿Y se metió a defender a alguien como esa vez en la escuela cuando llegó todo golpeado por defender a una compañera que le iban a robar su mochila cuatro patos malos chantas? No, debe estar pasándolo chancho el amigo. ¿Y si no?

Y así seguía cavilando, pellizcándose el bigote entrecano, mientras el bus avanzaba por la avenida. Había recorrido las Postas de El Salvador, del Barros Luco, del San Juan de Dios y ahora iba a la del San José, en el barrio Independencia. Tres días sin aparecer, sin siquiera llamar. Un mes atrás llamó para avisar que se quedaría con unos amigos el viernes en la noche. Y llegó tempranito el sábado. Otras veces había avisado que no llegaría por un cumpleaños, un asadito con compañeros de trabajo o simplemente por un carreteo con llegada a media noche. Ahora, nada, ni señas. ¿Qué le pudo haber pasado? En El Salvador la señora de lentes le dijo que el único Aliste ingresado era un veterano de 65 años. En el Barros Luco, el hombre calvo recitó que nadie con ese apellido o descripción había ingresado; solo acuchillados y hartos volados contusos. En el San Juan de Dios la misma historia.

Cada 20 minutos, su esposa lo llamaba para preguntar ¿Y, hay alguna noticia? ¿Lo encontraste?. ¿Lo llamaste de nuevo? No, vieja, el celular solo dice que está apagado o fuera del área de servicio. Si él no llama, nada que hacer. Voy al San José. De ahí te llamo.

Cada vez más cabizbajo, fumando como condenado, pasándose este rollo y ese otro también. Y dudando en querer abrazarlo o encumbrarlo a chuchadas. Y tratando de mantener a su esposa tranquila. ¡Cabro culiao, dónde chuchas te metiste!

Y en el San José, el hombre bigotudo, luego de recorrer todo el computador, movió la cabeza y le dijo, No señor, no hay nadie con ese nombre ingresado entre el viernes y anoche, váyase tranquilo a su casa.

Y partió caminando, entre tranquilo y asustado. Prendió un cigarrillo más y enfiló por frente al Cementerio General. Veinticinco años no pueden desperdiciarse así no más, se decía. Pero luego recordaba las noticias de tanto cabro joven con sus vidas truncadas y volvía a pellizcarse el bigote.

Dobló a la derecha y se encontró con unas mujeres llorando y un par de tipos muy apesadumbrados. Se dio cuenta que estaba a pasos del Instituto Médico Legal. ¡Conchemimaire! ¿Y si…?. No...ni cagando... ¿Y si...?

Hay que enfrentarlo, se dijo. E ingresó temblando a la recepción. Un trato increíblemente acogedor de la recepcionista. Tomó los datos y le entregó el formulario de búsqueda y lo hizo pasar por un pasillo controlado por guardias a una sala de espera realmente acogedora. Ni cerca de lo que él se imaginaba cómo sería una morgue. Esperó unos minutos, paseándose pálido y sudando frío. Llegó una oficial de la PDI, le pidió el formulario, le ofreció un café que rechazó y le pidió que esperara.

Cuando retornó la joven oficial, estaba por desmayarse. Señor, mejor pase a identificar al único ingresado la madrugada del sábado como NN y que parece que coincide con la descripción. Lo tomó del brazo para acompañarlo o quizá para sostenerlo y por un pasillo llegaron a una salita donde había un mesón con una bolsa azul cerrada a todo el largo. Sintió que tendría un infarto cuando el hombre de buzo blanco descorrió el cierre de la bolsa y se hizo a un lado para que observara el cadáver. Haciendo un enorme esfuerzo y sostenido por la oficial, se atrevió a mirar. El quejido que dejó escapar resonó en la silenciosa sala. Cuanto lo siento, señor, le dijo la oficial. No señorita, este no es mi hijo. Y no sé si alegrarme o ponerme a llorar. Tenga mi tarjeta, si a mañana no da señales de vida, llámame para poner la denuncia por posible desgracia. Y cálmese, que puede aparecer.

Y temblando y sudoroso salió casi corriendo de allí, mientras la oficial le metía el formulario en un bolsillo. Debe conservar esto, señor, es su constancia.

Cuando bajó del bus a pocas cuadras de su casa, y esperando la luz verde para atravesar la avenida, le tocan en el hombro y al volverse encuentra al fantasma de su hijo que con una sonrisa de este volado le dice, Hola papá ¿de dónde venís? Me quedé sin celular en la playa. ¿Cómo estais?