María había fallecido, pero él todavía la buscaba a su lado todas las mañanas al despertarse en la enorme cama matrimonial.
Ese día se levantó muy temprano para emprender el viaje que los dos habían realizado juntos incontables veces rumbo a la cabaña frente al lago. Sintió una lógica tristeza, pero también pensó que necesitaba unos días de paz que seguramente lo reconfortarían.
Subió a su vehículo, contempló el pequeño pueblo que aún dormía a sus anchas su sereno sueño, y condujo por el sendero de tierra hasta llegar a la ruta. Calculó lo interminable que sería su viaje sin su compañera. Esperaba que su mente no le jugara ninguna mala pasada esta vez. Había días en que se odiaba al descubrirse llamando al celular de María. Incluso, en ciertas ocasiones, hablaba con ella y la consultaba antes de tomar alguna decisión, como había hecho en muchas oportunidades en el pasado. Acostumbrarse a su ausencia era una batalla que no le resultaba fácil, pero confiaba en que pronto se iba a sentir mejor. Sólo era cuestión de tiempo.
Sus amigos se preocupaban por él y le habían ofrecido ayuda. No comprendían que sólo necesitaba un descanso en un lugar solitario y bello como aquel para recuperarse. Le gustaba el paisaje desolado, los tilos bordeando el camino de acceso a la casa, los rayos de sol dotándolos de colores únicos.
Recorrió el trayecto final hasta la cabaña pensando en la tarea de limpieza que le esperaba.
Cuando llegó comprobó que todo estaba en perfecto orden; incluso unos leños ardían en el hogar. Entonces sintió su perfume…
No quiso preguntarse nada porque no le interesaban las respuestas. Sólo deseó que la bella sensación que comenzaba a apoderarse de él no se extinguiera.
Salió de la casa rumbo al lago y pudo ver que un sol anaranjado flotaba mansamente en sus aguas. La calma era absoluta; el único sonido que se oía era el de sus pasos internándose en la laguna. Notó que era feliz; no le importó que su mente estuviera engañándolo una vez más y, sin dudarlo, fue a su encuentro…