Pelea de gatos.
La oscuridad es casi total en la azotea, la luna menguante no ayuda a distinguir formas ni colores. Solo un rayo incandescente procedente del tragaluz del salón se irradia hacia la noche.
Un gato salta sobre la escuálida luz y se observa su penoso estado: de color amarillo, famélico, con una herida aun sin cicatrizar y cuya pus delata la falta de cuidados, probablemente condecoración de alguna guerra no muy lejana. Otro felino se acerca, atraído por el olor a pajarito muerto que emana de alguna esquina de la solana. Se descubren el uno al otro antes de verse
(ellos pueden leer el aire como los peces las vibraciones del agua) y se colocan en posición de alerta. A ninguno le gusta ver invadido un territorio que consideran propio.
El segundo gato es negro, algo más fuerte pero puede que menos ágil por el sobrepeso. Su pelaje es brillante y limpio, seguro que por los mimos prestados por la familia de la casa .Los dos cuerpos se encuentran agazapados, con las orejas hacia atrás y las pupilas dilatadas. Se adivina la elasticidad de todos sus músculos preparados para la acción. No se quitan ojo. Aunque la visión nocturna felina es mejor que la humana, cada uno prevé los movimientos del otro gracias a los claroscuros procedentes del tragaluz. Un sonido gutural, ronco, que sale de las mismas entrañas del gato amarillo es el detonante para que el otro se abalance sobre su cuello y comience una sinfonía trágica de maullidos, arañazos y patadas que provoca la protesta de los habitantes de la casa.
De pronto, aparece un hombre en la azotea armado con un escobillón, enciende la luz y mira a todos lados. Ve a su gatito que, con un maullidito tierno, inicia un baile de rozamientos entre sus piernas. El hombre lo coge y lo acaricia preocupado - ¿Qué ha ocurrido?. – Miaaaauuuuu (nada, no he hecho nada) –contesta el minino-.
El otro gato se aleja con el rabo enhiesto, la cabeza altiva y mirando con desdén la escena familiar. Él lleva entre sus dientes al ansiado pajarito.
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