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Héctor se consideraba un niño feliz. Tenía siete años y no destacaba en nada. No era especialmente inteligente, y se pasaba el día sumido en su mundo. Provenía de una familia más bien humilde: su padre, Aureliano Méndez alternaba su profesión de obrero en un taller de carpintería con el de peón en unas obras, y su madre, Úrsula Romero, trabajaba a media jornada en una fábrica textil. No tenía hermanos, y dada su situación económica, andaba escaso de juguetes. Su naturaleza un tanto huraña evitaba el contacto excesivo con los chavales de su edad y no tenía muchos amigos. Es por eso que desarrolló un arma contra la soledad: la imaginación.

El día que cumplió los ocho años, sus padres le regalaron un juguete. Héctor, al desenvolver el regalo, quedó extasiado: llevaba años deseándolo, y una vez lo tuvo entre sus manos no se lo podía creer. No era un juguete cualquiera, ya que se trataba del personaje preferido del niño. Simulaba un robot de unos veinte centímetros de altura, con las piernas rojas y el torso negro, decorado con relámpagos amarillos y unas gafas granates. Los puños eran plateados, que le conferían una ferocidad digna de su caracterización en la serie. Agradeció el presente a sus padres con vehemencia y se retiró a su habitación a disfrutar de su nuevo amigo, con el que pasó horas jugando, interrumpido únicamente por la llamada de su madre, anunciando que la cena estaba lista.

Al día siguiente, el joven no se pudo privar de llevar a su héroe a la escuela. Sin embargo, cuando salía del ascensor, el botón de disparo del puño derecho se apretó sin querer y saltó disparado hasta el “hueco del ascensor”, nombre con el que el pequeño había bautizado el espacio entre el ascensor y el suelo, que en su caso era considerable.

El niño, lejos de alarmarse, sintió pena por su amigo mientras miraba su cuerpo mutilado, y la máquina de su imaginación echó a volar. Fue entonces cuando, en su visión pueril e inocente del mundo, se preguntó qué habría en el fondo de ese espacio de nadie, donde la vista no le alcanzaba, y se imaginó un lugar donde todos los juguetes de todos los niños del mundo iban a parar. Se lo imaginaba como un enorme descampado, oscuro, iluminado únicamente por la luz que provenía de todos los “huecos del ascensor” del mundo que, conectados, imitaban el cielo con sus estrellas. Se lo imaginaba lleno de juguetes de todo tipo, para chicos, chicas, para mayores y para pequeños, y de todas las épocas, ya sean antiguos y actuales. Ese lugar tenía, además, una importancia especial para él ya que era el paraíso de los juguetes, algo que había anhelado desde siempre.

Soñaba con adentrarse en ese mundo de fantasía. Soñaba con saltar al paraíso de los juguetes.

Es por eso que un día, volviendo de clase con su vecino sin sus padres, que estaban trabajando, decidió que era el momento. Salió, y justo cuando su compañero ascendía a medida que la puerta se cerraba, su amigo de plástico la bloqueó. El niño, delgado y menudo, franqueó el umbral del ascensor mientras agradecía mentalmente el esfuerzo del juguete, prometiéndole mientras volaba que volvería con su brazo.

Texto agregado el 01-07-2011, y leído por 130 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-07-2011 Buenisimo...triste ,pero deberia continuar en el reino de la imaginacion. mapata
04-07-2011 Ops! Qué triste. Selkis
02-07-2011 Buena promesa en este medio cuento; espero una segunda parte resolutoria del planteo, original, por cierto. Salú. leobrizuela
01-07-2011 Muy bueno glori
 
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