Fue en un barrio tipo europeo. Con adoquines londinenses y casas venecianas de tejados holandeses, lleno de franceses en motonetas conduciendo a través de calles estrechas. Las casas más bien eran muchos edificios pegados entre si, con tres o cuatro pisos cada uno, y poseían balcones en por lo menos dos pisos, los cuales eran adornados con enredaderas que escalaban hasta los ventanales.
Era un barrio tranquilo, uno lleno de artistas. Si se miraba desde el cielo a partir de las seis de la tarde se podía ver que cada cinco o seis edificios o incluso menos, había al menos un pintor en las azoteas retratando el paisaje de la ciudad, los montes que se levantaban a lo lejos o el horizonte marino, bañado por la luz del ocaso.
Las calles formadas por adoquines que de vez en cuando presentaban algún rastro de césped entre ellos, permitían el paso solo a transeúntes y motonetas, ya sean turistas o los vecinos del barrio que en su mayoría eran estudiantes universitarios que arrendaban habitaciones en las pensiones. Como se explicaba, la mayoría de los vehículos motorizados eran motonetas que funcionaban con electricidad, esto por la estreches de las calles, aunque de vez en cuando se paseaban por ahí algunos en mini coopers, pero eso era toda una ocasión. Fue entonces en un barrio así donde un joven extranjero, estudiante de literatura inglesa se enamoró.
Una tarde, como siempre, por las seis de la tarde, el salió a caminar por el barrio con una de las tantas novelas que tenía para leer. Debía escribir un ensayo de unas veinte hojas acerca del libro. Caminó unas calles para despejarse un poco del ajetreo de la universidad. Después de un par de pasos se sentó en una banca bajo un árbol. Comenzó a leer las páginas del libro, un tanto aburrido por el deseo de hacer cualquier cosa menos l que debía hacer. De todas las actividades disponibles lo que menos quería hacer era leer, ni menos algo que tuviera relación con los estudios. Amaba leer, sí, introducirse en el fantástico mundo al que lo transportaban las letras. Era la razón principal de estudiar Literatura Inglesa. Involucrarse en las lecturas y hacerse parte de una trama en la cuál resolvía acertijos y se ponía en el lugar de los personajes. A veces se hallaba hablando con los mismos, como cuando las chicas le gritan a la pantalla al ver una telenovela, o los hombres golpean el televisor con un partido de fútbol. También escribía, pero para si mismo. Le encantaba tatuar las hojas rápidamente mientras su mente era bombardeada de pensamientos intensos. Cosas que solo el, Dios, y su futura esposa leerían.
Aburrido, logró avanzar al menos unas veinte hojas sin retener nada más que el nombre de la protagonista femenina. Una doncella del siglo XIX que tocaba piano, y estaba prometida con un duque ricachón como veinte años mayor que ella. Daphne se llamaba la joven.
Remy, (así se llamaba el joven estudiante) comenzó a inspeccionar su entorno luego de desistir de la lectura. La calle ‘‘Lyon’’ era una callezuela estrecha de un sentido, con una pequeña cafetería en la esquina donde día y noche emanaba un aroma a biscochos recién horneados y a café importado de Sudamérica. Había también un farol que parecía haber salido de la cabeza del mismo C.S Lewis. Las casas eran de diferentes colores; rosadas con marcos blancos, azules con marcos marrones, verdes con marcos blancos, blancas con marcos rojos… y fue justamente allí donde Remy se detuvo de súbito. Su mirada subió lentamente a través de la puerta de madera, por las enredaderas floridas, hasta las barandas del viejo balcón blanco, en el cual se apoyaba una jovencita que vestía un vestido blanco, ligero, de verano y miraba el atardecer, mientras tomaba aire fresco de la brisa refrescante. Con el cabello al aire, y como dueña del mundo se mantuvo mirando a lo desconocido, la chica desconocida.
Remy no pudo despegar su mirada, hasta que ella misma sintió el poder de sus ojos y le descubrió perplejo bajo el árbol callejero que estaba a la diagonal izquierda de su perspectiva. Se cruzaron las miradas produciéndose una primera reacción natural: ambos voltearon el rostro intentando disimular lo ocurrido. Con vergüenza, Remy levantó el libro y se ocultó tras una falsa lectura. Ella juntó sus brazos sujetos a la baranda negra del balcón, mientras intentaba dirigir la mirada a la playa lejana. Luego, unos segundos de intensa incertidumbre sobre qué hacer.
Remy miró por encima del libro y la vio ignorándole forzadamente, con la boca luchando por no sonreír. Ella, cubierta por sus habilidades femeninas innatas, se percató de la mirada tímida y ruborizada de Remy, pero no logró disimular sus nervios, así que mordió su labio inferior. Remy decidió mirarla y ella decidió mirarlo.
Nuevamente se cruzaron las miradas en la atmósfera relajante de la tarde. Remy le regaló una sonrisa, y ella la recibió con una mirada dulce y picaresca, dejando ver su orgullo, pero a la vez su ternura.
Estuvieron jugando un buen rato a lo mismo. Expresiones faciales, miradas coquetas, señas y risitas, como niños burlones e infantiles que se sacan la lengua a través de los parabrisas de un auto. Remy simulaba leer su novela y ella parecía mirar al horizonte.
Al cabo de un rato apareció otra chica en el balcón, y luego otra más. Remy observó mientras la chica del vestido blanco le comentaba algo a las otras dos, y luego tenían la típica reacción femenina. Las chicas rieron cubriéndose la boca, y luego pudo notar el rubor de su doncella. Ya estaba anocheciendo, y la chica del balcón hizo señales de despedida. Casi instintivamente Remy se paró de la banca y se despidió. Algo hubo en sus miradas, casi parlantes, que expresaban su deseo de volver a verse, y la tristeza de la despedida, por la ansiedad de que llegara pronto una próxima vez. Pero el también debía partir. Tenía mucho que estudiar, y la señora de la pensión, una vieja gorda, alemana, se armaba hasta los dientes cuando el sol caía tras las aguas. Agitaron sus manos a la distancia, y Remy no partió hasta que la puerta del balcón hubo cerrado y ya no hubiera más rastros de ella.
Llegó a su habitación, dejó el libro en el escritorio, y se echó a la cama boca arriba. Comenzó a mirar el techo y no dejaba de pensar en la chica del balcón. Luego recordó que tenía mucho q estudiar, y aunque se sentó en su escritorio, con los libros y cuadernos con apuntes, terminó dormido encima de una hoja con un intento de retrato de la chica. Se despertó a media hora de empezar su primera clase, así que tomó rápidamente una ducha, se vistió y cogió un paquete de galletas para el camino. Ya afuera de la pensión recordó que olvidaba sus libros… y su mochila entera.
El día se le hizo lento, las clases más que agotadoras, y respondía con torpeza a cualquier conversación. Cuando ya hubieron terminado las clases Remy volvió a la pensión. Repasó su lista de tareas. Intentó estudiar un poco de Gramática para el examen del día siguiente, leyó las últimas páginas faltantes de un libro del origen del latín, y ya por las seis de la tarde, como era la rutina, salió a pasear ‘‘sin rumbo’’ por el barrio.
Sin desviarse por otras calles, llegó nuevamente hasta la banca bajo el árbol. Miró hacia el balcón, pero la chica no estaba allí. Pensó que quizás era muy temprano, así que se sentó a esperar. Abrió el libro, pero no pudo leer nada. Pasaron los minutos y luego las horas, pero nada rendía frutos. Ni la lectura interrumpida cada palabra, ni un rastro de la chica. Ya oscurecido, Remy simplemente se fue.
Llegando a la pensión se echó nuevamente en la cama. Pensó que era realmente un estúpido, ¿cómo podía estar perdiendo el tiempo de esa manera?, ya no era un crío como para estar jugando a perseguir chicas. No, ya era todo un hombre, un futuro profesional, y debía estar estudiando en vez de pasearse por fuera de la casa del a chica mas hermosa que había visto en su vida, de la cual no sabía ni el nombre pero de la estaba enamorado. Cogió el libro y comenzó a leer recostado.
En la novela, Daphne, la protagonista, conocía a Michelle, un joven soñador, el cliché de las historias de amor sufrido. Se enamoraban, pero Daphne no quería ceder a su amor, porque sentía el deber de mantener el prestigio de la familia. El conde con el que estaba prometida era amigo de la familia, y su unión aseguraba estabilidad para toda una casta, además, este caballero no era una mala persona. En realidad, quería a Daphne, pero el amor no era profundo.
Aún ante la adversidad, Michelle hizo de todo para conquistar a Daphne, y la gota que rebalsó el baso fue cuando le dio una serenata en pleno jardín de su casa, una noche, sin importar que todo el mundo le viera y oyera. Daphne, impresionada, asustada y nerviosa no supo que hacer, pero se convenció de que realmente era a Michelle a quién amaba. Luego Michelle fue perseguido por la familia de Daphne, pero inesperadamente el conde le salvó y se alzó a favor de la pareja.
Remy no pudo leer la obra completa, pues se quedó dormido por ahí a las tres de la mañana, con el libro encima del rostro. Pero cuando dormía, soñó que estaba en los canales de Venecia junto a la chica del balcón, en una góndola, una noche de luna nueva. Y que el le cantaba con una guitarra en mano. Luego despertó.
Estuvo todo el día pensando en su sueño, en la novela y en la chica del balcón. Daphne. Así la llamó, ya que no conocía su verdadero nombre. Quizás era una idea estúpida, si, llegar con una guitarra y cantarle. Es decir, el no era músico. Sabía tocar algo de guitarra, y su voz… bueno, podía hacer algo mediocre. No se convencía para nada. Pero no se dio cuenta cuando ya estaba comprando una guitarra para ir al día siguiente.
Ya en la pensión comenzó a afinar el instrumento con un afinador que compró en la misma tienda. Practicó un poco con unas canciones que había aprendido con sus amigos en la escuela. Cuando vio la hora se dio cuenta que estaba por anochecer, así que rápidamente tomó su chaqueta y salió a las calles para pasear ‘‘sin rumbo’’.
Llegó nuevamente a la banca bajo el árbol, y sin disimular nada, miró en dirección al balcón, donde justo logró ver a Daphne entrando a la habitación. Llegó tarde. Se quedó parado un rato mirando en caso de que ella saliera otra vez, pero no sucedió así. Al menos sabía que el día anterior había sido una excepción y que ella si acostumbraba a salir al balcón a aquella hora.
Volvió a la pensión y olvidando cualquier labor estudiantil tomó la guitarra y comenzó a practicar. Intentó escribir una canción, pero no le resultaba. Tomó como base ciertas canciones conocidas, pero no podía lograr una letra decente y ya era tarde, así que decidió escoger una canción romántica para dedicársela al día siguiente.
Esa noche le costó dormir. Aunque casi se había dado por vencido, no podía dejar de pensar en escribirle una canción. Al final logró cerrar los ojos una o dos horas para despertar agotadísimo. Vio la hora y estaba atrasado. Se levantó rápidamente, olvidó bañarse y tomar desayuno, y salió corriendo de la pensión. Ya llegando a la universidad, vio que esta estaba mas vacía de lo normal. Entró apurado a los pasillos, y cuando llegó al salón, lo vio vacío. Revisó la hora y se dio cuenta que había llegado con quince minutos de retraso… y luego vio la fecha. Era sábado, no tenía clases.
Volvió a la pensión sintiéndose estúpido, mientras soltaba una pequeña risa en burla de su propia idiotez. Se echó en la cama y durmió unas horas más hasta llegado el almuerzo. Comió con los otros inquilinos y luego se fue a la habitación a ensayar la canción que con tanto esfuerzo y dedicación había reaprendido para su amada Daphne.
Le dolían los dedos. Las yemas estaban heridas por la poca costumbre de hacer presión a las cuerdas nuevas que, además, se desafinaba constantemente, a veces las cuerdas no sonaban cuando la nota requería un cejillo, y aún era lerdo con el cambio de las posiciones de manos. En algunas partes de la canción el tono era muy alto y debía falsear la voz. Se sentía inseguro, pero ya estaba en esto, decidido, era hora de dar su serenata.
Salió un poco antes de lo acostumbrado con la guitarra al hombro en una funda. Comenzó a hacer el recorrido ‘‘sin rumbo’’ hasta nuevamente llegar a la banca bajo el árbol. Miró y miró, pero ella no estaba. Vio la hora. Pensó que quizás se había retrasado. Esperó. Se sentó un buen rato. Miró el balcón. Sacó la guitarra. Esperó. Miró el balcón. Esperó. La afinó. Esperó. Miró el balcón. Hizo sonar las cuerdas. Esperó. Miró el balcón. Repasó la letra de la canción. Esperó. Miró el balcón. Repasó las notas de la canción. Esperó. Miró el balcón. Tocó la canción en silencio. Esperó. Miró el balcón. Anocheció. Esperó. Miró el balcón. Se levantó. Esperó. Miró el balcón. Guardó la guitarra. Esperó. Miró el balcón. Se fue.
Remy llegó a su habitación sin saber qué hacer. Dejó la guitarra a un lado y se echó en la cama. Sin darse cuenta, se quedó dormido.
Al día siguiente despertó ya dentro de su cama, pero aún vestido. Quizás en la noche, instintivamente, por el frío se había metido adentro… o quizás la dueña de la pensión lo había arropado… luego de ese pensamiento perturbador que lo hizo temblar, se halló a si mismo tarareando una melodía que no había oído antes. Soñó de hecho, con otra serenata que le daba el a Daphne. Ahora se hallaba en un escenario parecido al de la novela. Ella en un balcón de una casa del siglo XIX, y en el jardín, cantándole una canción. Y la canción del sueño no era la que había aprendido, sino que era una que nunca había oído. Casi lo creyó divino. Tomó un cuaderno, un lápiz, y la guitarra, y comenzó a anotar lo que recordaba. Luego, casi fluyéndole por inercia iba creando su obra maestra. Si, una canción simple, pero emotiva, directa de su corazón, pura de sus letras poéticas y enamoradas, a un tono que le acomodaba de maravilla.
La practicó todo el día, hasta que ya le hastió. Luego estudió un poco, leyó algunas cosas pendientes y salió a caminar hacia la playa a unas varias cuadras de allí.
Caminó descalzo por la suave arena pálida, mientras el sol bañaba suavemente sus cabellos y la brisa marina acariciaba su piel. Dejó que las olas llegaran hasta sus tobillos y luego de un par de horas haciendo lo mismo decidió marcharse. Caminó a través de la playa, y en aquel momento, vio a la distancia, en la calle, a Daphne. Al verla, su corazón latió con fuerza, como reanimándolo por completo. Quiso llamarle, pero no conocía su verdadero nombre, así que comenzó a correr, pero a medio camino, ella tomó un taxi. El siguió sin parar, pero ya estaba lejos. Fue allí cuando ella le vio por el retrovisor. Se volteó y le hizo señas de despedida. El también se despidió, pero sabía que no era su último adiós.
Corrió a la pensión. Tenía poco tiempo, pero se bañó, se perfumó, tomó la guitarra, el cuaderno y se fue, pero no ‘‘sin rumbo’’. En tres minutos ya estaba en la banca bajo el árbol, y ella estaba allí, en el balcón, con su vestido blanco, con el cabello al aire, y una rosa roja en su mano, sonrojada, sorprendida, ya sin mirar al horizonte perdido.
Sin palabras, Remy sacó su guitarra, nervioso, pero decidido. Casi como si fuera del destino, esta no estaba desafinada. La miró, directo a los ojos, y comenzó a tocar, la suave y dulce melodía de su corazón enamorado, mientras las letras fluían, casi por inercia o por instinto, de su boca, con la base perfecta de cada nota que sus dedos permitían en trabajo con las cuerdas agitadas por el rasgueo del alma. Mágicamente se posaban como aves en los oídos de su doncella. Cada palabra, cada nota, cada figura, cada pausa, cada respiro, cada exhalación, cada rasgueo.
Remy finalizó, con las manos sudadas por el esfuerzo sobre humano de lograr algo que al fin y al cabo, fue perfecto. Daphne, aún sorprendida, tiritaba. No sabía si era el frío de la noche ya reinante, o la emoción del espectáculo inesperado, pero estaba temblando, con la piel erizada, y con el corazón hecho una bomba de tiempo, que parecía que pronto iba a explotar.
Remy la miró, con ojos de niño, brillantes ante la cálida y tenue luz que salía del farol de Lewis. Ella lo miró, enternecida, con los ojos de enamorada, sin saber qué decir… o cómo decirlo. Un buen rato se quedaron así, mirándose, en silencio… ¿para qué hablar?
Ella soltó la rosa que tenía en su mano y cayó a unos metros de remy, que luego la recogió. En aquél momento, de la esquina, apareció un taxi que se estacionó fuera de la casa. Se bajó un hombre gordo y corpulento, con bigote, y una boina gris con cuadros, y suspensotes marrones que sujetaban un pantalón del mismo color. Miró nuevamente al balcón, pero ella ya no estaba. La puerta se abrió, y el hombre gordo entró a la casa, para al minuto salir con dos maletas grandes que guardó en el vehiculo. Remy esperaba nervioso lo que sea que fuera a suceder.
Daphne salió de la casa, con un abrigo sobre el vestido, y una maleta en la mano. El corazón de remy se estremeció. Daphne lo miró con una expresión triste y desvalida. Remy comprendió. Se miraron a tres o cuatro metros de distancia, mientras el sostenía la rosa en su mano, y ella la maleta que ahora entraba al taxi. Las amigas de Daphne la despedían, la abrazaban y le decían quizás que cosas, pero ella no podía dejar de mirarlo con dolor. Remy no despegaba la vista de ella, mientras una gota se le escapaba de los ojos, y ella ya llevaba varias gotas.
Daphne entró al auto, y luego el viejo gordo. No hubo palabras, no hubo un abrazo, no hubo un beso… solo miradas. El auto partió, y daphne se volteó. Remy la miró por última vez. Ella hizo señas de despedidas, mas que para sus amigas, para el. Pero Remy no respondió… no podía responder, perplejo, el sabía que era la última vez que la vería… y no podía… no quería aceptarlo. |