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ROCINANTE MARGINAL

Era el único caballo en ese lugar. Y el lugar abarcaba varias cuadras a lo largo. Para casi todos, el caballo pasaba absolutamente inadvertido, invisible entre vehículos motorizados de todo tipo que se ordenaban o pretendían ordenarse en el bandejón central que separaba ambas vías de circulación. Los pocos transeúntes que paraban mientes en él, lo hacían con extrañeza y curiosidad. Un caballo allí, estaba fuera de todo orden.

Y no era un caballo pura sangre ni mucho menos. De estatura prudente, color marrón. Patas cortas y pezuñas anchas, semi cubiertas de una especie de trapero formado por cordones de pelos o crines pegoteados de barro o mugre, sobre el que revoloteaban las moscas. Pelaje maltratado y sucio, surcado por peladuras o cicatrices que daban cuenta de una vida nada envidiable aún para un cuadrúpedo.

La estampa del caballo se perdía entre dos varas largas de madera agrietada que terminaban en una carreta desvencijada con ruedas de rayos y llantas forradas en goma y que nunca tomaban la posición vertical, dando una idea de lo irregular de su desplazamiento por calles o caminos.

Pero, al caballo no le importaba eso. Más bien parecía no importarle nada. Inmóvil en su lugar, parpadeando de tanto en vez. Y ese parpadeo parecía estar coordinado con las esporádicas sacudidas de la cola para espantar las moscas que insistían en trajinar su lomo, donde las paletas y las ancas se adivinaban por las agudas protuberancias que eran los únicos puntos relucientes de su pelaje.

Parecía lo hubiesen plantado en ese lugar. Salvo las sacudidas de la cola y algunos tiritones que de tanto en tanto recorrían sus costillas, todo el tiempo inmóvil, impávido, casi ausente.

Hasta media tarde.

Cuando el hombre de edad indefinida y apariencia más indefinida aún, comenzaba a llenar la carreta con sacos de papas. Incontables sacos que sobresalían sobre las barandas que crujían bajo el peso, dando cuenta que la venta no había estado muy fructífera.

Ahí, el caballo estiraba las orejas y tensaba algo el cuello, demostrando que no era una escultura trasplantada allí. Y eso era todo lo que manifestaba, mientras las varas de la carreta estiraban al máximo las amarras de la cincha que se incrustaba en el abdomen del pingo.

El hombre de los sacos amarraba la carga, se sentaba en un breve espacio libre de una de las barandas de la carreta y acomodaba una huasca junto a su mano derecha. Luego, tomaba las riendas y con diestros tirones que hacían abrir el hocico del jamelgo como si fuese a gritar, mordisqueando el metal atravesado, lograba moverlo, por fin. Y trabajosamente, con la cabeza gacha, el animal empezaba a tirar carreta, carga y carretero.

Bajo las órdenes de la diestra huasca lograba sacar el bamboleante y enorme bulto del bandejón central y bajarlo a la vía pavimentada. La carreta, oscilando de izquierda a derecha, amenazaba con volcarse en esta maniobra.

Finalmente, caballo y carreta enfilaban la calle rumbo a la avenida del fondo, tres cuadras más al oriente. Entre trotes y brincos, el pingo iba ganado velocidad, resbalando con sus pezuñas herradas que sacaban chispas del pavimento que ardía bajo el sol de media tarde.

Las ruedas de la carreta haciendo eses verticales. Caballo y carreta, haciendo eses horizontales. Y el indefinido hombre lanzando escupitajos mientras blandía la huasca sobre el lomo del animal.

Llegaron a la avenida. A punta de resbalones y tirones, el caballo intentaba doblar a la izquierda. Un auto deportivo a gran velocidad por la derecha, también haciendo eses sobre el pavimento, hizo chillar y humear los neumáticos intentando eludir el golpe.

No lo consiguió del todo. Quedó humeando mientras cuatro jóvenes salían apresurados de su interior. La carreta volcada y el caballo, jadeando y con la lengua afuera, hacía enormes esfuerzos por incorporarse. El hombre indefinido, cojeando, con la huasca aún en la mano, no atinaba entre azotar al jamelgo o recoger las papas desparramadas.

A los gritos del gentío llegó la policía. Pidió documentos, consultó por lesiones de los involucrados, hizo las anotaciones de rigor y finalmente, subieron a todos a un furgón y partieron, dejando a uno de los policías custodiando las papas.

El caballo volvía a quedar ausente, inadvertido, invisible.

A pesar de que en el parte de la policía constaba que el único “güeno y sano” era el caballo.

Texto agregado el 01-07-2011, y leído por 133 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-02-2012 No se si anduve por La Vega o en alguna Feria Libre, de las tantas que se arman en Santiago u otras ciudades de" Mi Chile". Gracias.Me hacia falta recrear un cuadro de mi tierra.Felicitaciones. pantera1
 
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