MONOLOGO EN SOLO DE CAFÉ
Oscurecía y en el bar escaseaban los parroquianos. El murmullo sordo de la lluvia se filtraba por la entreabierta puerta, otorgando un fondo crepitante al ambiente cervecero y de vinos baratos.
Sentado junto a una empañada ventana, saboreando de tanto en tanto su café, alternando con el cigarrillo, parecía sostener un animado diálogo con su interlocutor. El mozo que repartía los pedidos pareció intrigado y se entretuvo limpiando una mesa contigua, alargando su curiosa oreja tanto para matar el tiempo como para calmar su copuchento espíritu.
El cliente del cigarrillo comentaba a su interlocutor de los padres y del tiempo que eran finados. Recordaba juegos de muchachos y amores juveniles, intercalando frecuentes “¿Te acordais?”. Mencionaba un Hoyo de la Fabiola, pozo arenero y de áridos donde practicaban “deporte extremo” deslizándose sobre una plancha de tejado de zinc a las profundidades pedregosas del pozo, mientras las hilachas curvilíneas del cigarrillo se elevaban esfumándose antes de alcanzar las luces de 100 watts que colgaban del cielo raso del bar.
Le recordó a su interlocutor su suspendida carrera de Construcción Civil preguntando si la había continuado, para luego cambiar de tema y comentar entre risitas una descomunal riña con una pandilla de muchachos cuando ambos iban a ayudar al hermano mayor que trabajaba en la única bomba de parafina de la población y de cómo la providencial intervención de un motociclista salvó al interlocutor de ser agarrado por la jauría adolescente, frente a la Escuela Matte
La mesa, motivo aparente de preocupación del mozo, ya estaba lustrosa a estas alturas.
Nuevo cigarrillo, algunos sorbos de café y la conversación derivó en el Golpe y la represión de la dictadura. El cliente pareció bajar la voz, mirando de reojo a su alrededor. Se refirió a las decisiones tomadas. La suya y la de su interlocutor. Cada cual la suya y ambas asumidas. Mencionó una línea de buses transandinos y la despedida apresurada en el terminal de Santiago. Y las promesas de escribir y mantenerse en contacto.
El último sorbo de café acompañado de la última chupada al tercer cigarrillo, fue el epílogo de la última frase del cliente:
“Le prometí a mi mamá, a los 24 años de tu partida, ubicarte y saber de ti. La vida no lo ha hecho posible aún. Nos debemos un abrazo. O quizá yo te deba un clavel rojo. Por de pronto, compartimos este café. Y no será el último, te lo prometo.”
El mozo, moviendo la cabeza, recogió la propina; retiró el cenicero y el frío y solitario café del otro lado de la mesa del cliente.
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