La venganza de la Langosta.
Deseaba que esa noche saliera todo perfecto, era su primer “día de los enamorados” En sus relaciones anteriores nunca tuvo la oportunidad de celebrar nada, ya que siempre la dejaban antes de las grandes fechas: navidad, cumpleaños… por esa razón, pondría todos sus sentidos en aquella cena.
Vio su primer plato en el acuario de la pescadería. Allí estaba, una langosta enorme, con las antenas rectas, y con diez patillas que se movían torpemente intentando detectar alimento en aquel minúsculo espacio. El pescadero la cogió con gran destreza y la colocó en la nevera que cargaba para su transporte, tal y como le habían aconsejado para mantenerla lo más fresquita posible. Se subió en la guagua, con el frigo sobre su falda y apretando fuertemente la tapa, ya que creía que en cualquier momento, aquel animal, intentaría escapar de su fatal destino. En realidad era una inexperta en la cocina, nunca había preparado Langosta a la Salsa de Mango, pero, sin duda, su amor verdadero merecía una cena especial, de película, que rozara la ostentación y total, hoy día con internet, puedes aprender cualquier cosa. Su elaboración no parecía difícil, solo había que introducirla viva en agua hirviendo.
Llegó a casa y se puso a preparar la Salsa de Mango, y mientras batía la nata se deleitaba en recordar los grandes momentos de su relación. Él se había preocupado mucho en demostrarle a ella su enorme incondicionalidad; como cuando dejó de asistir a sus partidas de mus y de beber coñac porque ella lo consideraba muy, muy ordinario… o como cuando dejó de hablarle a su hermano porque se había atrevido a insinuarle que ella lo miraba por encima de hombro. ¡¡¡Qué desfachatez!!! Ella, también, hacía sus grandes demostraciones; pe. No le gustaba cocinar, pero hacía ya un mes que le preparaba tapers de comida, para toda la semana, así, el pobrecillo no tendría que ponerse a cocinar cuando llegara a casa, cansadito. O sus escotes habían dejado de ser tan prominentes porque él no soportaba que la miraran y era algo celosillo. El amor es así, quien lo probó lo sabe, es normal ceder algo de terreno, - se decía a sí misma- .
Solo quedaba media hora para que Juan llegara, así que rápidamente, puso a hervir agua. Abrió la nevera y vio al animalillo moviéndose, parecía inquieto. Reconoció que meter a aquel ser en agua hirviendo era una crueldad, y por un momento pensó en desistir del sacrificio, pero se acordó del día en que Juan quemó todas las fotos de sus ex, porque ella se lo había pedido, celosilla que era la pobre. Aquel gesto merecía una Langosta, un buen vino y un rico mousse de chocolate con licor. Tenía la certeza de que a partir de esa noche ya nunca se separarían.
El agua burbujeante indicaba que estaba a la temperatura ideal. Tomó en sus manos al animal, llamaron su atención los ojos redondos y negros como dos cabezas de alfiler, aparentemente fríos, que sin embargo, parecían expresar una súplica, a la vez que sintió que las patitas se apretaban temerosas a su antebrazo a la vez que sus antenitas tiritaban. Ideas totalmente absurdas y creadas por un exceso de empatía, del que siempre había padecido. Leyó en internet, que los últimos estudios de la Universidad de Wisconsin, demostraban que las Langostas eran animales con un sistema nervioso inferior que no podían sentir dolor.
Soltó al marisco en el caldero y lo tapó rápidamente. Al momento empezó a escuchar una especie de gemido (¡¡¡gmmmmm!!!) ¡No lo podía creer!, le contaron que ese grito era solo un mito. Parecía un bebe herido, era una tortura, tuvo que taparse los oídos pero no evitó que imaginará aquel dolor inmenso de la carne herida por el calor. Recordó películas de brujas quemadas en la inquisición, de heridas producidas por quemaduras en las guerras…. ¡¡¡Qué horror!!! Pobres brujas, pobres hombres, pobres artrópodos que en el mundo han sido.
Pero todo pasa y aquella angustia dio lugar a una delectación del olfato que comenzaba a recrearse con un olorcillo que abría el apetito. Sus sentidos se recuperaron y otra vez animada, empezó a poner los últimos detalles de la mesa. Cuando su novio llegó lucía ya una luz ambiente adecuada, una música ideal y una mesa con dos platos de langosta a la salsa de mango, perfectamente servida.
El marisco estaba realmente exquisito; las anécdotas, la ideas, los comentarios, se engarzaban en una conversación tan natural como el vuelo de una gaviota en el viento o el movimiento del rabo de un perro cuando ve un hueso y con la misma coordinación que existe entre los órganos del aparato digestivo para absorber el alimento y desechar la porquería. Es decir, ya eran habituales en sus diálogos las frases inconclusas por sobre entendidas, las risas antes de terminar el chiste, y los “ – Sí, sí, no sigas, ya sé lo que quieres decir…” Estaban en ese momento en el que, cuando se besaban, el ritmo de ambos seguía la misma batuta y sus lenguas se sentían como en casa en la boca del otro. Realmente eran uno.
De repente, cuando ya la pasión del primer beso de la noche se adormecía y estaban a punto de separar sus labios, ella volvió a escuchar aquel gemido inquietante. Alarmada, cerró los ojos y se tapó los oídos con la esperanza de que pasara pronto, sacudió la cabeza y el sonido desapareció pero al mirar de nuevo , no vio a Juan, tenía ante sí a un ser con enormes antenas y dos ojos redondos y negros como cabezas de alfiler. Quiso pensar que el vino le sentó mal, o que el marisco estaba en mal estado y vivía un proceso alucinatorio. Pero todo parecía muy real. Además, cuando conseguía mirar a los ojos, algo estrábicos, de aquel ser, sentía la misma punzada en el corazón que cuando miraba a Juan. Inmediatamente después del susto inicial, pensó en sí misma y se maldijo porque parecía que, una vez más, se quedaría sin pareja, tan obsesionada estaba con el temita. “- Antes cangrejo, que dejarle escapar” se dijo, e intentó calmarle: “No te preocupes hombre, todavía tienes piernas” – “ Seguro que hay algún tratamiento” “– Los mejores médicos querrán estudiar tu caso.”
Pero no le salía la voz, supuso que sería por la impresión. Intentó tocarle, pero no se movía ningún miembro de su cuerpo, y se dio cuenta, de que en realidad, ella era, ahora, la cola de Juan.
Dejó de notar la gravedad en su cuerpo, la habitación se llenó de olor a mar, la pareja cayó en una especie de duermevela y al despertar, estaban unidos. Él la cabeza, ella la cola…
Y es que era tan inconmensurable la comunión que se profesaban, era tan sacrificado y carroñero su gran amor, que ambos se unieron para convertirse en el mismo crustáceo.
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