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Inicio / Cuenteros Locales / ilililililililililili / El sueño de la niña alemana skinhead

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Solía verme en el espejo sin reconocer los cabellos rubios y el rostro rosado. Un mayordomo con cabeza de gato preparaba mi uniforme por las mañanas, me quitaba el camisón y lamía mi cuerpo entero con su lengua rasposa. Todas las veces que este sueño se repitió, bailé por los pasillos de una gran casa amorfa, emocionada, con mi uniforme verde olivo y unas botas grandísimas que hacían mis pasos mucho más recios, escándalo que animaba a la servidumbre: erguían sus orejas peludas, olfateaban buscándome luego de escuchar los tronidos de mis pies contra la madera cada mañana antes del desayuno.

Las personas en el exterior de la casa se paseaban elegantes, conscientes de su porte aristocrático; a mí me parecían hermosos los vestidos y los parasoles color pastel que las damas replegaban antes de treparse a unos automóviles muy curiosos, pero las gabardinas negras de los altos rangos militares me atraían hasta formarme y marchar con una sonrisa que seguramente me hacía lucir como una pobre mujer enloquecida por la guerra. Los discursos que escupían los megáfonos me hipnotizaban y sumergían más en mi marcha marcial: no les dirigí jamás un solo vistazo de compasión ni empatía a los prisioneros mugrosos y narigones.

Marchaba hasta inmolarme, guiada por los estandartes de calaveras. La nación amanecía bañada de un esplendor único. Allí, en otro plano del tiempo, se exaltaba a la patria y se respetaba al Führer por sobre todas las cosas. Para verlo saludar a las tropas que abandonábamos la ciudad, debía dar saltitos hacia adelante que me llevaran más alto que las murallas líquidas de soldados gigantescos. Sabía que era un gran rey sólo por mirar su semblante que enchinaba mi piel por completo. Era un hombre sereno y de rostro curtido, desde lo lejos me hablaba, a mí, parte de un gran ente fragmentado que cumpliría sus deseos. Sabía que quería servirle y morir pro nuestra potencia.

El sueño, y los estandartes con él, me dirigían hacia la base militar, en la que me trepaba a una unidad de combate aéreo. El ánimo de los escuadrones sudaba siempre al tope. Nos sabíamos prontos cadáveres y eso era nuestro orgullo. Despegaba (una vez más) por primera vez ya siendo experta. Los Stukas eran pelícanos en formación que migraban. Me encantaba mirar la formación completa, suspendida en el aire, a cada uno de mis lados; me enamoré perdidamente. Éramos águilas negras de acero que se lanzaban en picada para bombardear a su presa: descuartizar, chamuscar, destruir poblados y vidas que no valían nada: enemigos de la patria. Luego sentía el primer impacto. Luego otro y otro. Los proyectiles enemigos me impactaban, devastadores, y mis brazos pendían desmembrados de un mando en llamas, mi vista se nublaba antes de despertar a la vida.

Dejé de tener ese sueño, leí algunos libros de historia, y salí (nostalgia) en búsqueda del colegio militar de aviación.

Texto agregado el 29-06-2011, y leído por 135 visitantes. (1 voto)


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