- Tenemos que hablar, mi amiga Alma, me llamó y éstas fueron sus palabras.
- ¿Qué pasa?, pregunté
- Marta, ven a casa, necesito hablar, ha pasado algo y mi hermana está en el hospital. Necesito que vengas.
Y colgó.
Preocupada, me cambié con prisas; ni siquiera me duché y salí a la calle. Decidí pasar por el supermercado para comprar velas, una íntima y peculiar tradición que compartíamos desde hacía años. Todo empezó cuando éramos niñas, una vez que una estaba en casa de la otra y tuvimos una riña enorme. En el momento más intenso se fue la luz, apagando la ira y dejando lugar al miedo. Asustadas, fuimos a buscar una linterna aunque solo encontramos una vela, así que la encendimos y nos instalamos en la cama, para hablar. Hablamos durante horas, dejando de lado nuestras diferencias, hasta que se hizo de día y nos durmimos al consumirse su vela. A partir de ese momento nos volvimos inseparables, nos unía un lazo de fuego.
Llegué a casa de Alma, preparada para brindarle mi apoyo. Llamé a la puerta una, dos veces y no me abrieron hasta la tercera. La madre de mi amiga se encontraba en el umbral de la puerta, con los ojos llorosos, abatida, y al verme rompió a llorar.
- Lo siento, alcanzó a decirme
...
La sala estaba repleta de gente, todos vestidos de negro, llorando alrededor de una joven que yacía pálida en un ataúd que rebosaba paz, serenidad y luz. Una chica, la más avanzada, lloraba desconsoladamente mientras una mujer le daba palmadas en la espalda. Y es que la joven de blanquecina tez tenía entre sus manos una solitaria vela. |