La meta estaba cerca. Después de años recorriendo el mundo, el ya no tan joven volvió a su ciudad natal. Pese a los años, el recuerdo seguía siendo fresco, dibujaba en su mente cada calle, cada rincón, cada plaza, y el recuerdo de su casa era aun más preciso: si cerraba los ojos, veía muy nítidamente cómo entraba por la puerta principal, llegaba al comedor y luego giraba para entrar en su habitación, pulcramente ordenada y limpiada por su madre. Sí, tenía ganas de volver, de poder ver al fin lo que su mente proyectaba.
Su ciudad era costera, así que nada más bajar del barco pudo dirigirse directamente a su hogar. La ciudad no había cambiado, pero aun así él la veía diferente. No sintió el regocijo que esperaba, y tampoco se sintió, muy a su pesar, tan bien de nuevo en su hogar. No lo entendía, era exactamente cómo se lo imaginaba; sin embargo, no le produjo la misma impresión. Y entonces lo entendió: todo lo que había visto, vivido, tocado, olido y sentido en su viaje había ido a parar a su cerebro, se había mezclado con su sangre y toda esa sabiduría había sido transmitida a cada músculo de su cuerpo. De esta forma maduró, transformando al ya no tan joven en un hombre.
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