Las personas como yo pensamos que tenemos tanto pero tanto para decir, que al final optamos por no decir nada. Tal vez porque no sabemos por dónde empezar y sentimos que no hay forma de abarcarlo todo. Vivimos en un gran paisaje móvil y sonoro que no se puede separar en sílabas ni encerrar en párrafos. Y cuando tratamos de decir algo, terminamos por aburrir, abrumar o confundir a la gente. Por eso preferimos callar.
Sin embargo, una serie de circunstancias me obligan a escribir las siguientes líneas. Lo hago con cierto apuro. No tengo mucho tiempo. Pido disculpas por el siguiente bombardeo de palabras.
Quisiera saber dónde empieza esta historia. Podría empezar, por ejemplo, en ese momento decisivo en que Julio Portantiero me ofreció dirigir su campaña política. También podría empezar cinco segundos después, cuando yo le respondí que no. Que era imposible vincularme a cualquier partido político porque no podría creer ni hacer que nadie creyera en sus gritos cínicos.
Pero ese es un momento que he repasado muchas veces en mi mente y no quiero divagar más en él. Me ofreció un trabajo, le dije que no y listo. Se me ocurre pensar -prefiero pensar- en aquella noche veraniega cuando volví caminando a casa desde el teatro. No es raro que camine a casa después de ver algún espectáculo. Siempre que sea posible, me despido de quienquiera me haya acompañado y me alejo evadiendo los taxis que esperan a la salida. Es buena forma de ejercitar las piernas y la cabeza. Lo que sí es raro, muy raro, es que aquella noche elegí caminar a pesar de la lluvia. Y llovía a cántaros.
Estaba perturbado, claro. Resulta que en la obra dos personajes mortificaban psicológicamente a un tercero. Casi una hora y media de teatro consistía en eso. No sentí ira ni pena por esa atrocidad ni por la insistencia de la obra en este tema único. Lo que me inquietó a la salida del teatro fue que lo disfruté. Sí: de pronto aparecí en la avenida lluviosa en un estado de total satisfacción. Lo hacían sufrir profundamente, lo dejaban con los nervios rotos y los ojos húmedos, como cayendo sin parar en un pozo de su propia mente ¡pero qué bien lo hacían! Mientras caminaba en el diluvio, iba eligiendo diferentes escenas para revivirlas… qué placer. Traté de explicarme por qué había encontrado tanto gozo en la representación de un agravio. Cuando me di cuenta de que andaba bajo el fragor de la tormenta, ya habían pasado un par de cuadras.
Ese podría ser el inicio de la historia si fuera yo el personaje, pero no lo soy. La verdad es que podría ser cualquiera. Podrías ser vos que la estás leyendo, por ejemplo. Y el inicio del relato sería este momento preciso en que lo lees. Pero si fuera así, no podría seguir contándolo hacia adelante, porque no se qué harás luego de leer estas líneas.
Pero tal vez podría contarlo hacia atrás, basándome en aquellos hechos que sí conozco. Para eso tendría que dar un salto en reversa desde tu presente -el momento de tu lectura- hacia mi presente. Mi presente es este momento preciso en que yo escribo estas palabras. Estoy sentado en el Montblat, una cafetería pequeña. Tengo un expreso grande a medio tomar sobre la mesa y estoy tratando de recordar todo lo que pasó, tal como pasó, para escribirlo.
Jamás pensé que en esta ciudad extranjera me fuera a encontrar con Portantiero. Tampoco entiendo cómo este político empedernido puede ser un hombre tan simple y amable, si cuando no está borracho de poder está ansioso por conseguirlo. Ayer llamó a mi hotel con la misma voz cálida que sólo rompe en sus discursos públicos. Dijo que estaba de paso, que quería encontrarse conmigo. Jamás debí decirle donde me alojo. Estoy aquí porque no quiero verlo, ni a él ni a nadie. El hecho es que, al final, nos vimos para una caminata de varias horas.
Una caminata que hubiera querido para mi luna de miel, la tuve con este señor: anduvimos hasta la madrugada por las orillas del río, por las calles adoquinadas, por las aceras eternas.
...continuará (si ustedes quieren, claro) |