“Nadie en su sano juicio pega un salto  como ése en la cama a las tres de la madrugada”, pensaría al día siguiente, al recordar el episodio. 
 
             Los ojos como un dos de oros, la boca devorando el  aire que aparenta ilusorio; los brazos rígidos contra el colchón, el corazón golpeando desordenadamente dentro del pecho; la  transpiración absurda manando a destiempo en una noche de julio, y la oscura soledad por compañía abrumadora. 
  
              Algo sustancial del sueño se le había escapado con súbito albedrío -un juego de  las escondidas- , y  él había quedado  como pidiendo permiso en la escuela antes del recreo... 
   
             “¡Ay! ¿Cómo es posible...?, se pregunta entre atónito y adormilado. “¿Qué era lo que...? ¿Será...?” 
   
             La respuesta viene como un pelotazo, ése que se recibe al volverse y que golpea sin defensa en pleno rostro. Antes de que atine a encender la lámpara de noche, unos labios se estrellan contra su  boca, y lo empujan  sin encontrar  resistencia devolviéndolo a la horizontal.  Unas manos hurgan en su pecho, suben hacia las axilas, se despeñan reconociendo   músculos, venas y tendones en los brazos, y finalmente se asientan entrelazando dedos con presión definitiva. 
    
          Un aliento perfumado lo enfunda con la tibieza y la fragancia de una extraviada primavera, y al respirarlo a boca y narices llenos, vuelve a relajarse.  
   
           Entonces, abruptamente, el sueño regresa sin parador crepuscular, como empujando con decisión sucesiva a todas las puertas entreabiertas. 
 
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(*) Del latín: Despierto al instante 
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