Era eso, la pequeña línea misteriosa, era el registro de la señal emitida por este
transmisor que funcionaba, con la lógica, desde hacía más de 900.000 años... Era
demasiado enorme para ser creíble, nos remontábamos más allá de la historia y de la
prehistoria, se derribaban todas las teorías científicas, ya no estábamos a Ia escala de lo
que estos hombres sabían. El único que aceptaba el acontecimiento con placidez, era
evidentemente Brivaux. El único que había nacido y se había criado en el campo. Los
otros en las ciudades, habían crecido en medio de lo provisorio, de lo efímero, de lo que
se edifica, se incendia, se derrumba, cambia, se destruye. Él, en la vecindad de las rocas
Alpinas, había aprendido a calcular a lo grande, y a encarar la duración.
- Todos nos van a tomar por locos - dijo Grey.
Llamó a la base por radio y pidió el helicóptero para llevar al grupo de vuelta con
urgencia.
Pero se había olvidado de la rubeola. El último piloto disponible acababa de caer en
cama.
- Está André que anda mejor - dijo el radiotelegrafista de la base, dentro de tres o
cuatro días se lo podremos mandar. Pero ¿por qué quieren volver? ¿Qué pasa? ¿Hay
fuego en la banquisa?
Grey cortó. Esta broma estúpida, había sido demasiado utilizada.
Diez minutos más tarde, el jefe de la base, Pontailler Mismo, volvía a llamar muy
inquieto. Quería saber por qué la misión deseaba volver. Grey lo tranquilizó, pero se
rehusé a decirle cosa alguna.
- No basta con que te lo diga, es preciso que te lo muestre - dijo -, sino pensarás que
todos nos hemos trastornado; mándanos buscar en cuanto puedas.
Y colgó.
Cuando el helicóptero llegó al punto 612, cinco días más tarde, Pontailler estaba
adentro, y fue el primero en saltar a tierra.
Los hombres de Grey habían pasado esos cinco días en una excitación y una alegría
crecientes. Pasada la estupefacción del primer momento, habían aceptado las ruinas,
aceptado el transmisor, los habían hechos suyos. Su mismo misterio y su inverosimilitud
los exaltaba como niños que entran en un bosque donde las hadas existen
verdaderamente. Y ellos habían acumulado los relevamientos y las grabaciones. Bernard,
sobre las coordenadas suministradas por el aparato, trabajaba en una especie de plan
audaz, lleno de incógnitas y de espacios en blanco, pero que ya tomaba e! aspecto de un
paisaje fantástico, mineral, desierto, destrozado, desconocido, pero Humano.
Brivaux se había agenciado un magnetófono y lo había acoplado a la nueva sonda.
Obtuvo una banda magnética y convidó a sus amigos a venir a escucharla. No oyeron
nada, luego nada, y todavía nada.
- Hay clavos sobre tu aparato - gruñó Eloi...
Brivaux sonrió.
- Todo Estaré en silencio - dijo -. Ustedes no pueden oír los ultrasonidos pero están ahí,
se los garantizo. Para oírlos, se precisaría un reductor de frecuencia. Yo no lo tengo. No
lo hay en la base. Habrá que ir a París.
Habrá que ir a París. Fue igualmente la conclusión de Pontailler, cuando lo pusieron al
corriente; al principio rehusé y después lo aceptó frente a la evidencia del descubrimiento.
No se podía hablar de esto ni por radio, con todos los oídos del mundo escuchando día y
noche los secretos y las charlas. Había que llevar los documentos a la sede de París. El
jefe de Expediciones Polares decidiría a quién o qué comunicaría. Mientras tanto, cada
uno debía callarse. Como decía Eloi "esto corría el riesgo de ser una cosa sensacional".
He tomado el avión de Sydney. Con dos semanas de retraso y con el deseo de volver
muy pronto. Ya no estaba aguijoneado por el anhelo del café-crema. Realmente no había
allá, bajo el hielo, algo mucho más excitante que el olor del café y de los parisienses mal
lavados en la mañana temprana.
El avión subió sobre su soplo, como una pelotita de plástico sobre un chorro de agua, y
dio un poco vuelta sobre sí mismo a la búsqueda de su rumbo, luego lanzó un rugido y
saltó hacia el norte y hacia arriba, en una pendiente de 50 grados. A pesar de los asientos
reclinables y rellenos como una nodriza, produce un efecto extraño el subir a una
inclinación y a una aceleración semejantes. Pero es un avión que no transporta sino a
veteranos aguerridos, y que no corre el riesgo de romper vidrios con sus "Bangs". Luego
los pilotos se dan el gusto de demostrar atrevimiento.
Me transportaba con mis baulitos metálicos y mi portafolio, este último conteniendo,
además de mi cepillo de dientes y mis pijamas, los microfilms de los relevamientos y del
plan audaz de Bernard, la banda magnética y cartas de Grey y de Pontailler autenticando
todo eso.
Llevaba también sin darme cuenta el virus de la rubeola, que iba a dar la vuelta al
mundo bajo el nombre de rubeola australiana. Los laboratorios farmacéuticos han
fabricado a toda prisa una nueva vacuna. Han ganado mucho dinero.
No he llegado a París sino dos días después. Ignoraba que se había hecho muy difícil
atravesar los océanos.
En nuestro aislamiento de hielo habíamos olvidado los odios miserables y estúpidos del
mundo. Éstos se habían inflado y endurecido más aún en estos tres años. La monstruosa
imbecilidad de los hombres evocaba en mí la imagen de perros enormes encadenados los
unos frente a los otros, cada uno tirando de su cadena, gruñendo de furia y no pensando
más que en romperla para ir a degollar el perro de enfrente. Sin razón. Simplemente
porque es otro perro. 0 quizá porque le tiene miedo...
Leí los diarios australianos. Había pequeños incendios bien alimentados en el mundo,
un poco por todos lados. Habían crecido desde mi partida para la Antártida. Y se habían
multiplicado. Sobre todas las fronteras, a medida que se levantaban las barreras
aduaneras, las barreras policiales las reemplazaban. Desembarcado en el aeródromo de
Sydney, no fui autorizado ni a salir de él, ni a reembarcarme. Faltaba no sé qué visación
militar en mi pasaporte. Necesité treinta y seis horas de gestiones furiosas para poder
tomar al fin el jet con destino a París. Temblaba que metieran las narices en mis
microfilms. ¿Qué hubieran podido imaginarse? Pero nadie me pidió que abriera mi
portafolio. Lo mismo hubiera podido transportar planos de bases atómicas. No les
interesaba. Era necesaria la visación. Era la consigna. Era estúpido. Era el mundo
organizado.
En cuanto Simon hubo desempaquetado el contenido de su portafolio, Rochefoux, el
jefe de Expediciones Polares Francesas, tomó el asunto con su energía habitual. Tenía
cerca de ochenta años, lo que no le impedía pasar todos los años algunas semanas en la
proximidad de uno o del otro polo.
Su cara color ladrillo, coronada de cabellos cortos de un blanco resplandeciente, sus
ojos azul cielo, su sonrisa optimista, lo hacían idealmente fotogénico en la televisión, que
no perdía una ocasión de hacerle entrevistas, de preferencia con primeros planos.
Ese día, convocó a todas, las del mundo entero, y toda la prensa al finalizar la reunión
de la Comisión de la Unesco. Había decidido que el secreto había durado bastante, y
tenía la intención de sacudir la Unesco, como un foxterrier sacude una pata, para obtener
toda la ayuda necesaria, y en el acto.
En una gran oficina del séptimo piso, organizadores del Centro Nacional de
Investigaciones Científicas acababan de instalar aparatos bajo la dirección de un
ingeniero. Rochefaux y Simon de pie frente al gran ventanal miraban a dos oficiales trotar
sobre caballos color tostado, en la perspectiva rectangular del patio del Colegio Militar.
La plaza Fontenoy estaba llena de jugadores de petanca que soplaban sus dedos
antes de recoger sus bochas.
Rochefaux gruñó y se dio vuelta. No le gustaban ni los ociosos ni los militares. El
ingeniero le informó que tole estaba listo. Los miembros de la Comisión empezaron a
llegar y a tomar su lugar a lo largo de la mesa, frente a los instrumentos.
Eran once, dos negros, dos amarillos, cuatro blancos, y tres cuyo color iba del café con
leche al aceite de oliva. Pero sus once sangres mezcladas en una copa no hubiesen
hecho más que una sola sangre roja. En cuanto Rochefoux comenzó a hablar, su
atención y su emoción fueron únicas.
Dos horas más tarde, sabían todo, habían visto todo, le habían hecho cien preguntas a
Simon, y Rochefoux sacaba deducciones, mostrando en una pantalla un punto del mapa
que estaba proyectado ahí:
- Acá, en el punto 612 del Continente Antártico, sobre el paralelo 88, bajo 980 metros
de hielo, hay restos de algo que ha sido construido por una inteligencia, y ese algo emite
una señal. Desde hace 900.000 años, esta señal dice: "Estoy aquí, los llamo, vengan..."
Por primera vez, los hombres acaban de oírla. ¿Vamos a titubear, Hemos salvado los
templos del valle del Nilo. El agua que subía, en el dique de Assuan, nos empujaba desde
atrás. Acá, evidentemente no hay necesidad no hay urgencia. Pero hay una cosa más
grande: está el deber. El deber de conocer; de saber. Nos llaman. Hay que ir. Esto exige
recursos considerables. Francia no puede hacerlo todo. Ella hará su parte. Les pide a las
otras naciones de unirse a ella.
El delegado norteamericano deseaba mayor precisión. Rochefoux le pidió que tuviera
paciencia, y continué:
- Esta señal, ustedes la han visto baje la forma de una Simple línea inscripta sobre un
cuadriculado. Ahora, gracias a mis amigos del C.N.R.S. que la han auscultado de todas
las formas posibles, se las voy a hacer oír...
Le hizo una señal al ingeniero, que conectó un nuevo circuito.
Sobre la pantalla del osciloscopio, hubo primero una línea tendida como la cuerda mi
de un violín, mientras que estallaba un silbido sobreagudo que le provocó una mueca a
Simon. El negro más blanco pasó su lengua rosada sobre sus labios agrietados. El blanco
más rubio puso el auricular derecho en su oreja y lo agitó violentamente. Los dos
amarillos cerraban completamente las ranuras de sus ojos. El ingeniero del C.N.R.S. dio
vuelta lentamente un botón. El sonido sobreagudo se volvió agudo. Los músculos se
distendieron. Las mandíbulas se descrisparon. El agudo bajó maullando, el silbido se hizo
un trino. La concurrencia empezó a toser y carraspear. Sobre la pantalla del osciloscopio,
la línea recta era ahora ondulada.
Lentamente, lentamente, la mano del ingeniero hacía bajar la señal, del agudo al grave,
toda la escala de las frecuencias. Cuando llegó al límite de los infrasonidos, fue como una
maza de fieltro golpeando cada cuatro segundos el cuero de un tambor gigantesco. Y
cada golpe hacía temblar los huesos, la carne, los muebles, las paredes de la Unesco
hasta sus fundamentos. Era igual al latido de un corazón enorme, el corazón de una
bestia inimaginable, el corazón de la Tierra misma.
Títulos de la prensa francesa: "El descubrimiento más grande todos los tiempos", "Una
civilización congelada", "La Unesco va a derretir el Polo Sur".
Título de un diario inglés: "¿Quién o qué?"
Una familia francesa cenando: los Vignont. El padre, la madre, el hijo y la hija están
sentados del mismo lado de la mesa en semicírculo. La pantalla de televisión, colgada de
la pared, frente a ellos, difunde el diario televisado. Los padres son gerentes de una
tienda de ventas de la Unión Europea de Zapatos. La hija sigue los cursos de la Escuela
de Arte Decorativo. El hijo va rezagado entre el segundo y tercer año de bachillerato.
La pantalla difunde la entrevista a una etnóloga rusa, trasmitida directamente por
satélite. Ella habla en ruso. Traducción inmediata.
- Señora, usted ha pedido formar parte de la expedición encargada de elucidar lo que
llaman el misterio del Polo Sur. ¿Espera entonces encontrar rastros humanos bajo 1.000
metros de hielo?
La etnóloga sonríe.
- Si hay una ciudad no ha sido edificada por pingüinos... No hay pingüinos tan al Sur,
no hay más que pájaros bobos. Pero una etnóloga no está obligada a saberlo.
Entrevista al secretario general de la Unesco. Anuncia que los Estados Unidos, la
U.R.S.S., Inglaterra, China, Japón, la: Unión Africana, Italia, Alemania, y otras naciones,
han hecho saber que aportarán su pleno concurso material a la empresa de descongelar
el punto 612. Los preparativos van a ser acelerados. Todo estará en el lugar de la obra
para el principio del próximo verano polar.
Entrevistas a los que caminan por los Champs Elysées:
- ¿Sabe dónde queda el Polo Sur?
- Bueno... hum...
- ¿Y usted?
- Bueno... es por allá...
- ¿Y usted?
- Es al Sur
- Bravo. ¿Le gustaría ir?
- Este... No, por supuesto.
- ¿Por qué?
- Bueno, hace demasiado frío.
En la mesa en semicírculo, la madre Vignont menea la cabeza:
- ¡Lo que pueden ser de tontos para hacer semejantes preguntas - dice ella.
Reflexiona un segundo y agrega:
- Sobre todo que no debe hacer mucho calor... Vignont padre observa:
- ¡Lo que va a costar de dineros... Harían mejor en construir playas de
estacionamiento...
La pantalla proyecta el plan audaz de Bernard..
- Sin embargo, es curioso encontrar eso en ese lugar - dice la madre.
- No es nuevo - dice, la hija -, es precolombino...
El hijo no mira. Está comiendo y leyendo las aventuras en dibujitos de Billy Bud. Su
hermana lo sacude.
- ¡Mira un poco! Es divertido y con todo, ¿no?
- Son idioteces - contesta él.
Una máquina monstruosa se hundía en el flanco de la montaña de hielo, proyectando
detrás suyo una nube de pedazos trasparentes que el sol atravesaba con un arco iris.
La montaña ya estaba perforada todo alrededor por unas treinta galerías en las cuales
habían sido instalados, en pleno corazón del hielo, los almacenes y las emisoras de radio
TV de la Expedición Internacional Polar, en siglas EPI. Era un nombre bello. La ciudad en
la montaña se llamaba EPI 1 y la que estaba cobijada bajo el hielo de la planicie 612 se
denominaba EPI 2.
EPI 2 comprendía todas las otras instalaciones, y la pila atómica que suministraba la
fuerza, la luz y el calor a las dos ciudades protegidas, y a EPI 3, la ciudad de. la
superficie, compuesta de hangares, de vehículos y de las máquinas que atacaban el hielo
en todas las formas que la técnica había podido imaginar. Nunca una empresa
internacional de una amplitud tal, había sido realizada. Parecía que los hombres,
aliviados, hubiesen encontrado la ocasión deseada para olvidar los odios, y fraternizar en
un esfuerzo totalmente desinteresado.
Francia era la potencia invitante, el francés había sido elegido como idioma de trabajo.
Pero para hacer las relaciones más fáciles, el Japón había instalado en EPI 2, una
Traductora universal de onda corta. Ésta traducía inmediatamente los discursos y
diálogos que le eran trasmitidos, y emitía la traducción en diecisiete idiomas y diecisiete
largos de ondas diferentes. Cada sabio, cada jefe de equipo y técnico importante había
recibido un receptor no más grande que un poroto, ajustado al largo de onda de su lengua
materna, que guardaba permanentemente en su oído, y una emisora alfiler que llevaba
prendida sobre el pecho o sobre el hombro. Un manipulador de bolsillo, chato como una
moneda, le permitía aislarse de la algarabía de las mil conversaciones, cuyas diecisiete
traducciones se entrecruzaban en el éter como un plato de espaghetti de Babel, a la vez
que no recibía sino el diálogo en el cual él tomaba parte.
La pila atómica era americana, los helicópteros pesados eran rusos, la ropa de abrigo
acolchada era china, las botas finlandesas, el whisky irlandés y la cocina francesa. Había
máquinas y aparatos ingleses, alemanes, italianos, canadienses, carne de la Argentina y
fruta de Israel. El acondicionamiento de aire y el confort en el interior del EPI 1 y 2 eran
americanos, y tan perfectos que se habla podido aceptar la presencia de las mujeres.
El pozo
Estaba cavado en el hielo traslúcido, en la vertical del punto donde había sido
localizada la señal de la emisora. Tenía once metros de diámetro. Una torre de hierro
parecida a un derrik lo dominaba, trepidante de motores, humeante de vapores, que el
viento trasformaba en echarpes de nieve. Dos ascensores llevaban a los hombres y el
material hacia las profundidades del corte, que se internaban un poco más cada día hacia
el corazón del misterio.
A menos de 917 metros, los mineros del frío encontraron en el hielo a un pájaro.
Era rojo, con el vientre blanco, las patas color coral, un penacho del mismo color,
despeinado, el pico amarillo, achaparrado, entreabierto, los ojos rojizos y negros
brillantes. Con sus alas a medio desplegar, distorsionadas, su cola levantada en abanico,
sus patas endurecidas como frenando, tenia el aspecto de debatirse en un vendaval de
viento que venía desde atrás. Estaba erizado como una llama.
Recortaron alrededor suyo un cubo de hielo y lo mandaron a la superficie. El comité
director de la expedición decidió dejarlo en su embalaje natural. Fue puesto en una
refrigeradora trasparente, y los sabios empezaron a discutir sobre su sexo y su especie.
La TV propaló su imagen en el mundo entero.
Quince días después, en plumas, en felpa, en seda, en lana, en duvet, en plástico, en
madera, en cualquier cosa, había invadido la moda y las tiendas de juguetes.
En el fondo del pozo, las perforadoras de hielo acababan de alcanzar las ruinas.
El profesor Joao de Aguiar, delegado del Brasil, presidente en ejercicio de la Unesco,
subió a la tribuna frente a la concurrencia. Estaba vestido de frac. En la gran sala de
conferencias, se hallaban esa noche no sólo los sabios, los diplomáticos y los periodistas,
sino también el "Tout Paris" muy parisiense y el "Tout Paris" internacional.
Por encima de la cabeza del profesor Aguiar, la pantalla de televisión más grande del
mundo ocupaba casi toda la pared del fondo. Iba a recibir y mostrar en relieve holográfico
la emisión trasmitida desde el fondo del Pozo, emitida por la antena de EPI 1, y relanzada
por el satélite Trio.
La pantalla se iluminó. El busto gigantesco del presidente apareció, en colores. suaves,
un poco favorecido, y en perfecto relieve.
Los dos presidentes, el pequeño en carne y hueso, y su imagen grande, levantaron la
mano derecha en un gesto amistoso y hablaron. Esto duró siete minutos. He aquí el final:
“... Así que una sala ha podido ser tallada en el hielo, en el centro mismo de las ruinas
extraordinarias que éste tiene aún prisioneras. Salvo algunos de los heroicos pioneros de
la ciencia humana que han cavado el Pozo con su técnica y su coraje, nadie en el mundo
las ha visto todavía. Y en un momento, el mundo entero, va a descubrirlas. Cuando yo
apoye sobre este botón, gracias al milagro de las ondas, allá, en el otro extremo de la
tierra, los proyectores se iluminarán, y la imagen revelada, de la que fue quizá la primera
civilización del mundo, volará hacia los hogares de la civilización de hoy en día... Es con
una profunda emoción..."
En su pequeña cabina, el supervisor vigilaba sobre la pantalla de control la imagen del
presidente. Ambas bajaron el pulgar al mismo tiempo.
En el extremo del mundo, la sala de hielo se iluminó.
Lo primero que vieron todos los espectadores de la Tierra fue un caballo blanco.
Estaba de pie, justo bajo la superficie del hielo. Se le vela delgado, grande, estirado.
Parecía estarse cayendo de costado, relinchando de miedo, los labios estirados sobre los
dientes. Su crin y su cola flotando, inmóviles, desde hacía 900.000 años.
El tronco quebrado de un árbol gigantesco estaba tirado al través, detrás suyo. Entre la
palma de su follaje, al fondo de la sala, aparecían las fauces abiertas de un tiburón. Un
tramo de enorme escaleras, o de gradas amarillas bajando de la oscuridad, se hundían en
la noche.
En frente, una flor resplandeciente, grande como un rosetón de catedral, desplegaba
las tres cuarto partes de la carnadura de sus pétalos purpúreos.
Sobre su derecha, se levantaba un tramo de tabique destrozado, color verde pasto, de
una materia desconocida, no completamente opaca. Se abría en ella una especie de
puerta o de ventana, a través de la cual estaban proyectados, inmóviles, un pequeño
roedor con la cola como un pincel, con las patas en el aire, una bandada de erizos azules.
más abajo, comenzaba la cúspide de una larga pista helicoidal hecha con un metal que se
parecía al acero, situada en la bruma lechosa de un mundo helado.
La segunda operación comenzó. Un tubo de aire fue dirigido hacia el tabique que
contenía el trozo de pared. A Ios ojos del mundo entero, el primer fragmento del pasado
enterrado iba a ser liberado.
El aire caliente surgió y se estrelló contra el hielo que comenzó a chorrear. Una
chupadora aspiraba el vaho, otra absorbía el agua de la licuefacción mandándola a
la superficie.
La pared de hielo se derritió, retrocedió, se acercó el muro verde y lo alcanzó. Sobre
las pantallas, la imagen combada, deformada por las pequeñas lentejuelas relucientes de
las cámaras blindadas, mostró este fenómeno increíble: la pared se fundía al mismo
tiempo que el hielo...
Los erizos y el roedor-de-patas-en-el-aire se derritieron y desaparecieron.
El aire caliente había invadido toda la sala. Todas las paredes chorreaban agua. Del
techo, cataratas caían sobre los hombres con escafandra. Las palmas del árbol se
fundieron, las fauces del tiburón se fundieron como un chocolate helado. Dos patas del
caballo y su costado se fundieron. El interior de su cuerpo apareció, rojo y fresco. La flor
púrpura chorreó agua ensangrentada. El aire tibio alcanzó el tope de la pista helicoidal de
acero, y el acero se fundió.
Títulos en los diarios: "La más grande desilusión del siglo", "La ciudad enterrada no era
más que un fantasma", "Millares gastados en un espejismo".
Una entrevista televisada a Rochefoux puso las cosas en su punto. Él explicó que la
enorme presión soportada durante milenios había disociado los cuerpos más duros, hasta
en sus moléculas. Pero el hielo mantenía en sus formas primitivas el polvo impalpable en
el cual se habían convertido. Derritiéndose éste, los liberaba y el agua los disociaba y los
arrastraba.
- Vamos a adoptar una nueva técnica, - agregó Rochefoux -. Recortaremos el hielo con
los objetos que contiene. No renunciamos a descubrir los secretos de esta civilización que
nos viene de. El transmisor de ultrasonidos continúa emitiendo su señal. Seguiremos
bajando hacia él...
A 978 metros debajo de la superficie de hielo, el Pozo alcanzó el suelo del continente.
La señal provenía del subsuelo.
Después de haberse hundido en el hielo, el Pozo se hundió en la tierra y después en la
roca. En seguida esta última apareció dura, vitrificada, como cocida y comprimida, y fue
endureciéndose de más en más. Pronto, su consistencia desconcertó a los geólogos.
Presentaba una dureza, una compacidad desconocida en todos los otros puntos del
globo. Era una especie de granito, pero las moléculas que lo componían parecían haber
estado "ordenadas" y acomodadas para ocupar un mínimum de espacio y ofrecer una
cohesión máxima. Después de haber quebrado una cantidad de útiles mecánicos,
vencieron a la roca, y a 107 metros debajo del hielo, se llegó a la arena. Esa arena era un
contrasentido geológico. No debería de haberse encontrado allí. Rochefoux, siempre
optimista, dedujo que entonces había sido llevada a ese sitio. Era la prueba de que se
estaba sobre la buena pista.
La señal seguía llamando, siempre más abajo. Había que continuar el descenso.
Se continuó.
Desde que habían llegado a este punto, estaban obligados a encofrar el pozo aun
antes de cavarlo, hundiendo una camisa metálica en la arena, tan seca y blanda como la
de un reloj de arena, y que fluía como agua.
A diecisiete metros por debajo de la roca, un minero se puso a hacer gestos frenéticos
y a gritar alguna cosa que su máscara contra la tierra hacía incomprensible. Lo que quería
decir, es que sentía algo duro bajo los pies.
La chupadora hundida en la arena se puso de pronto a chillar y vibrar, y su tubo se
aplastó.
Higgins, el ingeniero que vigilaba desde lo alto de una plataforma, paró el motor. Se
reunió con los mineros, y comenzó a quitar los escombros con precaución por medio de
una pala, luego con la mano, después con la escoba.
Cuando Rochefoux bajó, acompañado por Simon y Brivaux, la encantadora
antropóloga Leonova, jefa de la delegación rusa, y el químico Hoover, jefe de la
delegación americana, encontraron en el fondo del Pozo, despejado de la arena fina, una
superficie metálica ligeramente convexa, lisa, de color amarillo.
Hoover pidió que pararan todos los motores, hasta la ventilación, y que cada uno se
abstuviera de hablar o de moverse.
Hubo entonces un silencio extraordinario, protegido de los ruidos de la tierra por cien
metros de roca y un kilómetro de hielo.
Hoover se arrodilló. Se oyó crujir su rodilla izquierda. Con el índice doblado golpeó la
superficie de metal. No hubo más que un ruido blando: el de la carne frágil de un hombre
confrontado con un obstáculo masivo. Sacó de su maletín un martillo de cobre y golpeó el
metal, primero levemente, luego a grandes golpes. No hubo ninguna resonancia.
Hoover gruñó, se inclinó para examinar la superficie. Esta no guardaba ningún rastro
de los golpes. Trató de sacar una muestra. Pero su tijera de acero al tungsteno resbaló
sobre la superficie y no consiguió hacerle mella.
Derramó entonces encima diferentes ácidos que examinó después con un
espectroscopio portátil. Se levantó. Estaba perplejo.
- No comprendo qué lo vuelve tan duro - dijo -. Es prácticamente puro.
- ¿Lo?, ¿qué lo? ¿Cuál es ese metal? preguntó Leonova exasperada.
Hoover era un gigante de pelo colorado, barrigón y bonachón, de movimientos lentos.
Leonova era delgada, morena y nerviosa. Era la mujer más bonita de la expedición.
Hoover la miró sonriendo.
- ¡Qué! ¿Usted no lo ha reconocido? ¿Usted, una mujer?... ¡Es oro!...
Brivaux había puesto en marcha su aparato registrador. El papel se desenrollaba. La
delgada línea familiar se inscribía sin una curva, sin una interrupción.
La señal venía del interior del oro.
Fue despejada una superficie mayor. En todas direcciones continuaba hundiéndose en
la arena. Parecía que el pozo había llegado a una gran esfera, no exactamente en su
parte superior, sino un poco al costado.
Se despejó el punto alto de la esfera y se la sobrepasó. Fue justo entonces que se hizo
el primer descubrimiento revelador. En el metal aparecían una serie de círculos
concéntricos; el más grande medía alrededor de tres metros de diámetro. Esos círculos
estaban compuestos de una hilera de dientes agudos y grandes, inclinados como para
atacar en el sentido de una rotación.
- Se parece a la extremidad de una excavadora - dijo Hoover -. ¡Para hacer un agujero
¡Para salir de adentro!...
- ¿Usted cree que es hueco, y que hay alguien? - dijo Leonova.
Hoover hizo una mueca.
- Ha habido... - Y agregó:
- Antes de pensar en salir, hacía falta que entraran. ¡Debe haber una puerta por algún
lado!...
Dos semanas después del primer contacto con el objeto de oro, los diversos
instrumentos de sondaje habían proporcionado bastantes datos para que se pudieran
sacar de ellos conclusiones provisorias:
El objeto parecía ser una esfera colocada sobre un pedestal, el todo dispuesto en un
bolsón lleno de arena cavado en la roca artificialmente endurecida. La finalidad de la
arena era sin duda la de aislar la cosa de las sacudidas sísmicas y de todos los
movimientos del terreno.
La esfera y su pedestal parecían ser solidarios y no formar más que un solo bloque. La
esfera tenía 27,42 metros de diámetro. Era hueca. El espesor de su pared era de 2,92
metros.
Emprendieron la tarea de despejar la arena y variar el bolsón rocoso, para liberar el
objeto de oro por lo menos hasta la mitad.
Para materializar lo que representan los 27 metros de diámetro de la Esfera, hay que
decir que es la altura de una casa de 10 pisos. Y considerando el espesor de su pared,
había todavía lugar en su interior como para una casa de 8 pisos.
En cuanto descubrieron la puerta, un piso provisorio fue colocado para acoger a los
sabios y técnicos que bajaron en una jaula guiada.
Brivaux paseó un pequeño aparato con un cuadrante a lo largo de toda la
circunferencia.
- Está completamente soldado - dijo -, en todo su espesor.
- Denos usted el espesor del centro - pidió Leonova. Él posó su aparato en el centro del
círculo y leyó un número sobre el cuadrante: 2,92 metros.
Era el espesor general de la pared de la Esfera.
- Una vez la olla llena, han soldado la tapa - dijo Hoover -. Tiene más la apariencia de
una tumba que de un refugio.
- ¿Y la perforadora? - dijo Leonova -, es para hacer salir ¿qué? ¿El gato?
- Seguramente no había gatos en esa época, mi linda - dijo Hoover.
Con su cordial mala educación americana que se había agravado con los numerosos
años vividos en París, en el Barrio Latino y en Montparnasse, quiso pasarle el índice
debajo del mentón. Su índice tenía las dimensiones y el color de una salchicha, con pecas
y pelos dorados.
Furiosa, Leonova pegó a la mano que se dirigía hacia su cara.
- ¡Ella me mordería! - dijo Hoover sonriendo -. Vamos, linda, subamos. Pase usted
primero...
La jaula podía contener dos personas, pero Hoover contaba por tres. Levantó a
Leonova como si fuera un ramo de flores y la posó sobre el asiento de hierro. Gritó:
- ¡Suban! - La jaula comenzó en seguida a subir. Hubo un estrépito y gritos. Algo
golpeó a Hoover. Cayó hacia atrás y su cabeza pegó contra un obstáculo duro y rugoso.
Oyó un crujido dentro de su cráneo y se desvaneció.
Despertó en una cama de enfermería. Simon, inclinado sobre él, lo miraba con una
sonrisa optimista.
Hoover pestañeó dos o tres veces para liberarse de una especie de inconsciencia y
preguntó bruscamente:
- ¿La chica?
Simon meneó la cabeza con una mueca tranquilizadora.
- ¿Qué pasó? - preguntó Hoover.
- Un desmoronamiento... toda la pared por encima del corredor se ha caído.
- ¿Hay heridos?
- Dos muertos...
Simon había pronunciado esas palabras en voz baja, como si tuviera vergüenza.
Los dos primeros muertos de la expedición... Un minero de la Isla de la Reunión, y un
carpintero francés. Compañeros del deber, que trabajaban en el encofrado.
Había también cuatro heridos de los cuales un electricista japonés en grave estado.
El Corredor estaba señalado en el croquis con la letra D.
En la pared de roca, éste dibujaba una abertura que debía haber sido rectangular, y
estaba llena con una mezcla caótica de restos de rocas, con una especie de cemento y de
moldes metálicos retorcidos y vueltos a su origen mineral. Entre esta abertura y la puerta
de la Esfera, se habían encontrado, mezclados en la arena, la misma clase de restos, que
se empaquetaron cuidadosamente y fueron enviados a la superficie con fines de examen
y de análisis.
El Corredor había sido nombrado así porque los sabios pensaban que era la
terminación de un pasaje, pero sus proporciones hacían pensar más bien en el perfil de
una sala de dimensiones bastante grandes. Sea lo que fuere, era a partir de ahí, que los
hombres del pasado -si se trataba de hombres ¿pero de qué otra cosa podía tratarse?-
habían excavado y endurecido la roca, traído la arena, y construido la Esfera. Era el
cordón umbilical a partir del cual ésta se había desarrollado en su placenta rocosa. El
Corredor venía de alguna parte, y podía llevar allí. Lo iban a despejar, introducirse en él e
ir a ver...
¿Pero después la Esfera? Explorar la Esfera primero, había decidido la asamblea de
los sabios.
- Y yo, ¿qué tengo?
Hoover quiso palparse el cráneo, pero sus dedos no llegaron hasta su cabeza. Había
entre ellos y ella el espesor de un apósito.
- ¿Está rajada? - preguntó.
- No, el cuero cabelludo está abierto, el hueso magullado, y un pedacito de granito
hundido en el occipital. Se lo he sacado. No había perforado el hueso. Todo anda bien.
- Brurrush - dijo Hoover.
Se distendió y se recostó con satisfacción sobre la almohada.
Al día siguiente asistía a una reunión de información en la Sala de Conferencias.
Cuando subió sobre el podio para tomar su lugar en la mesa del Comité directivo del
EPI, hubo primero una oleada de risas. Se había levantado de la cama para venir, y se
había puesto únicamente su robe de chambre. Era de color frambuesa, con un sembrado
de medias lunas azules y verdes. Su voluminoso vientre le levantaba el cinturón, cuya
extremidad colgaba hasta sus botas de entrecasa, en piel de oso blanco.
Su apósito redondo, en forma de turbante, remataba su aire de mamamouchi del
enfermo imaginario, puesto en escena en Greenwich Village.
Rochefoux, que presidía, se levantó y lo abrazó. Un estallido de aplausos cubrió la
oleada de risas. Todos querían mucho a Hoover, y le agradecían que fuera divertido en
medio del drama.
La sala estaba llena. Además de los sabios y los técnicos venidos de todas las
fronteras, había ahí, una docena de periodistas representando a las grandes agencias del
mundo, que en la Tribuna de la Prensa, disponían de cascos traductores.
Sobre una gran pantalla, detrás del podio apareció una vista general del bolsón rocoso,
iluminado por los reflectores.
Unos treinta hombres se ajetreaban, en vestimenta anaranjada o roja, un casco sobre
la cabeza y una máscara colgando del cuello, lista para ser utilizada inmediatamente.
La mitad superior de la Esfera, emergiendo de la arena y de sus bases, brillaba
suavemente, enorme y tranquila, amenazadora también, por su masa, por su misterio, por
lo desconocido que ocultaba.
Con voz cantarina, un poco monótona, Leonova explicó los trabajos, y la traductor se
puso a cuchichear en todos los oídos, en diecisiete idiomas distintos. Leonova calló, se
quedó un momento soñadora, y continuó:
- No sé lo que les sugiere la vista de esta Esfera, pero a mí... me hace pensar en una
semilla. En la primavera, la semilla debe germinar. " perforadora telescópica, es el tallo
que tiene que desarrollara, y perforará el camino hasta la luz, y el "pedestal" hueco está
ahí para recibir los escombros... Pero la primavera no vino... Y el invierno dura desde
hace 900.000 años... Sin embargo no quiero, yo no puedo creer que la semilla esté
muerta...
Casi gritó:
- ¡Está la señal!
Un periodista se levantó y preguntó con el mismo modo vehemente:
- ¿Entonces, qué esperan ustedes para abrir la puerta?
Leonova, sorprendida, lo miró y contestó en un tono que se había vuelto helado:
- No la abriremos.
Un murmullo de sorpresa recorrió a la concurrencia. Rochefoux se levantó sonriendo y
puso las cosas en su punto.
- No abriremos la puerta - dijo -, porque es posible que un dispositivo de defensa o de
destrucción esté adherido a ella. Abriremos aquí.
Con una varilla de bambú tocó sobre la imagen, un emplazamiento en el tope de la
esfera.
- Pero hay una dificultad. Nuestras perforadoras con cabeza de brillante han roto los
dientes sobre este metal. Y no se funde con el soplete oxídrico, o mejor dicho se funde
pero se vuelve a cerrar nuevamente. Como si se hendiera una carne con un escalpelo, y
que la carne se cicatrizara inmediatamente detrás de la hoja. Es un fenómeno cuyo
mecanismo no comprendemos, pero que sucede a escala molecular. Para hacer un
rumbo en este metal, debemos atacar a nivel de las moléculas, y disasociarlas.
Esperamos un soplete nuevo que utilice a la vez el láser y el plasma. En cuanto lo
hayamos recibido, emprenderemos la operación Apertura.
El pozo de hielo y de roca se prolonga en un pozo de oro. Un agujero de dos metros de
diámetro se hunde en la corteza de la Esfera. En el fondo del agujero, en una luz dorada,
un caballero blanco ataca el metal con una lanza de luz. Vestido de amianto, con máscara
de vidrio y de acero, es el ingeniero inglés Lister, armado de su plaser. Una voz explica
que la palabra plaser ha sido formada por la conjunción de dos palabras: plasma y laser, y
que el maravilloso soplete que se ve aquí trabajando, se debe a la colaboración de las
industrias inglesas y japonesas.
Sobre la pantalla de televisión la imagen retrocede, descubriendo la parte superior del
pozo de oro. Sobre la plataforma que lo rodea, técnicos anaranjados y rojos sostienen los
cables, dirigen las cámaras o los reflectores. El calor que sube del pozo hace chorrear el
sudor sobre sus rostros.
La pantalla es plegadiza, suspendida bajo una sombrilla al borde de una piscina en
Miami. Un hombre gordo y congestionado, vestido con un bikini sintético, repantigado en
una hamaca al soplo de un ventilador, suspira y pasa sobre su pecho una toalla esponja.
Le parece inhumano mostrar semejante espectáculo a alguien que ya tiene tanto calor.
El comentarista recuerda las dificultades con las cuales han tropezado los sabios del
EPI, en particular las dificultades climáticas. En ese momento he aquí el estado del tiempo
que reina en la superficie, por encima de la cantera.
Sobre la pantalla, una terrible tormenta barre el EPI 3. Vehículos fantasmas trasladan
de un edificio al otro, sus siluetas amarillas, borrosa a causa de la nieve que el viento lleva
en línea horizontal a 240 km. por hora. El termómetro marca 52 grados bajo cero. El
hombre gordo congestionado se ha vuelto lívido, y castañeteándole los dientes, se
arrebuja con su toalla.
En una casa japonesa, la pantalla ha reemplazado sobre el tabique de papel, a la
tradicional estampa. La dueña de casa arrodillada, sirve el té. El comentarista habla
quedo. Dice que en el fondo del Pozo ya no hay más que algunos centímetros de espesor
y que un agujero va a ser horadado para permitir introducir en el interior, una cámara de
televisión. Dentro de algunos instantes, los honorables espectadores del mundo entero
van a penetrar dentro de la Esfera con la cámara, y conocer por fin su misterio.
Leonova, en buzo de amianto, se ha reunido con Lister en el fondo del Pozo. Hoover,
demasiado voluminoso, ha debido quedarse arriba con los técnicos. Se ha acostado sobre
su vientre al borde del foso y grita sus recomendaciones a Leonova que no le oye.
Ella está arrodillada al lado de Lister. Una especie de escudo blindado colocado frente
a sus muslos los protege. El vástago de llama rosa penetra dentro del oro, que hierve y se
desvanece en olas de luz.
De pronto estalla un aullido sobreagudo. La llama, la chispas, el humo, son
violentamente aspirados desde abajo. El pesado escudo cae sobre el suelo de oro,
Leonova se desploma, Hoover grita y maldice, Lister se sujeta al plaser. Un técnico ya ha
cortado la corriente. El aullido se vuelve un silbido que pasa del agudo al grave y luego se
detiene. Leonova se levanta, se quita la máscara y habla en su altoparlante. Anuncia con
calma que la Esfera está perforada. Contrariamente a lo que se hubiese podido creer,
debe hacer más frío en el interior que en el exterior, lo que ha provocado una violenta
succión de aire. Ahora el equilibrio está restablecido. Se va a redondear el agujero y bajar
la cámara fotográfica.
Simon está sobre la Esfera, al lado de Hoover y de Lanson, el ingeniero inglés de la TV
que dirige la bajada con un grueso cable. La extremidad de éste se encuentra perforada
con dos lentejuelas superpuestas: la del reflector miniatura, y la de la minicámara.
En el fondo del Pozo, Leonova agarra el cable con sus dos manos enguantadas, y lo
introduce en el agujero negro. Cuando ha penetrado más o menos un metro, ella levanta
los brazos. Lanson interrumpe la progresión del cable.
- Todo está listo - le dice a Hoover.
- Espérenme - dice Leonova.
Vuelve a subir sobre la plataforma, para mirar con todos los hombres presentes, la
pantalla del receptor de control, colocada al borde del Pozo.
- Adelante - dice Hoover.
Lanson se vuelve hacia el técnico.
- ¡Luz!...
Sobre el piso de oro, el ojo del reflector se enciende, el de la cámara mira.
La imagen sube a lo largo del cable, atraviesa la tormenta, brota desde lo alto de la
antena de EPI 1 hacia Trío inmóvil en el vacío negro del espacio, rebota hacia los otros
satélites, y cae como lluvia hacia todas las pantallas del mundo.
La imagen aparece sobre la pantalla de control. No hay nada.
Nada más que un lento remolino grisáceo que trata en vano de atravesar la luz del
minireflector. Se parece al esfuerzo inútil de un faro de automóvil en una sábana de niebla
londinense.
- ¡Tierra! - grita Hoover -. ¡Horrible tierra!...
Son los torbellinos provocados por la succión de aire que han provocado estos
remolinos... Pero ¿cómo ha podido la maldita tierra penetrar en esta bendita Esfera tan
herméticamente cerrada?
Un difusor le contesta. Es Rochefoux que habla desde la Sala de Conferencias.
- Haga saltar rápidamente el fondo de la caja - dijo -. Y vaya a ver...
El fondo del Pozo estaba abierto. Sobre la plataforma, el equipo de avanzada estaba
listo a bajar. Comprendía a Higgins, Hoover, Leonova, Lanson y su cámara sin película, el
africano Shanga, el chino Lao, el japonés Hoi-To, el alemán Henckel y Simon.
Resultaba peligroso que hubiese demasiada gente. Pero se tuvo que dar satisfacción a
las susceptibilidades de las delegaciones.
Rochefoux, que se sentía muy cansado, había cedido su lugar a Simon. - La presencia
de un médico, por otra parte podía ser muy útil.
Siendo el más joven Simon, solicitó y obtuvo el favor de ser el primero en descender.
Estaba vestido con un mameluco de color limón, con calefacción, botas de fieltro gris y
gorro de astracán. Un termómetro explorador había revelado en el interior 37 grados bajo
cero. El médico llevaba una lámpara frontal, una máscara de oxígeno colgando del cuello,
y en la cintura un revólver 9mm que había querido rehusar, pero que Rochefoux lo obligó
a aceptar: No se sabía hacia qué, iba a bajar.
Una escalera metálica, que realizaba las veces de antena, estaba fija al borde del Pozo
y colgaba sobre lo desconocido. Simon se puso el casco y se metió. Se le vio
desaparecer en la luz dorada, luego en el negro.
- ¿Qué ves? - grito Hoover.
Hubo un silencio, luego el alto parlante dijo:
- ¡Estoy parado! Hay un piso...
- ¡Santo Dios! ¿Qué es lo que ve? - preguntó Hoover.
Nada... No hay nada que ver...
- ¡Ya voy! - dijo Hoover.
Se ubicó sobre la escalera metálica. Su mameluco era rosa. Llevaba un bonete tejido
de lana gruesa verde, coronado de un pompón multicolor.
- ¡Va a hacer resquebrajarse todo! - dijo Leonova.
- No peso nada - contestó -. Soy como un copo grande de nieve...
Ajustó su máscara y bajó.
Lanson, sonriendo, dirigió hacia él su cámara.
Estaba de pie sobre el piso de oro, en la pieza redonda y vacía. Un leve polvo extendía
sus velos a lo largo del muro circular de oro, ahuecado con millares de alvéolos que
parecían hechos para contener algo, y no contenían nada.
Los otros bajaban, miraban, se callaban. El polvo casi invisible estorbaba el haz de luz
de las lámparas frontales, y bordeaba con una aureola nuestras siluetas disfrazadas.
Luego vinieron los dos electricistas con sus reflectores a baterías. La gran claridad
trasformó la pieza en lo que era: simplemente un cuarto vacío. En frente mío, una porción
del muro era lisa, sin alvéolos. Tenía una forma trapezoidal, un poco más ancha abajo
que arriba, con un ligero estrangulamiento a la mitad de la altura. Pensé que pudiera ser
una puerta, avancé hacia ella.
Es así como di mis primeros pasos hacia ti.
No había ningún medio visible para abrir esta puerta, si es que era una. Ni manija, ni
cerradura. Simon levantó su mano derecha enguantada, la posó sobre la puerta, cerca del
borde, a la derecha, y empujó hacia adentro. El borde de la puerta se separó de la pared y
se entreabrió. Simon quitó su mano. Sin ruido - y sin disparador - la puerta volvió
exactamente a su lugar.
- Y bueno, ¿qué esperamos? - dijo Hoover. Vamos...
Por estar a la izquierda de Simon, espontáneamente levantó su mano izquierda y la
posó sobre el borde de ese lado.
Y la puerta se abrió a la izquierda.
Sin demorarse en admirar esa puerta ambivalente, Hoover la empujó a fondo. Quedó
abierta. Simon hizo señas a un electricista, que levantó su reflector, y lo dirigió hacia la
abertura.
Era la de un corredor de varios metros de largo. El piso era de oro y las paredes de un
material color verde que parecía poroso. Una puerta azul del mismo material cerraba el
fondo del corredor. Otras dos estaban colocadas a la derecha, y una a la izquierda.
Simon entró, seguido por Hoover e Higgins, y detrás suyo los demás.
Cuando llegó a la primera puerta paró, levantó la mano y empujó.
Su mano enguantada se hundió en la puerta y pasó al través...
Hoover gruñó de sorpresa e hizo un movimiento para acercarse. Su mano enorme rozó
a Higgins, que para guardar el equilibrio, se apoyó contra el muro.
Higgins pasó a través de la pared.
Gritó, y la traductora pegó el mismo grito en los auriculares. Hubo un ruido de choque
sordo algunos metros más abajo, y la voz de Higgins calló.
El choque había desquiciado las paredes. Se les vio estremecer, doblarse, agobiarse,
derrumbarse suavemente en masas blandas de tierra, descubriendo un abismo de
oscuridad, atravesado por los reflectores, donde otras paredes caían sin ruido, revelando
todo un mundo en tren de desvanecerse, muebles, máquinas, animales inmóviles, siluetas
vestidas, espejos, formas desconocidas, que se desarmaban, resbalaban a lo largo de sí
mismas, caían en montones sobre pisos que se combaban y se deshacían a su vez.
Desde el fondo de la esfera donde se reunían todas estas caídas blandas, subían
espirales grises y espesas como un cúmulo de tierra. Los sabios tuvieron justo el tiempo
de ver a Higgins los brazos en cruz, el pecho atravesado por una estaca de oro. Luego la
nube lo envolvió y continuó su ascenso.
- ¡Máscaras! - gritó Hoover.
Apenas se habían colocado las máscaras cuando la nube los alcanzó, los envolvió
llenando la Esfera. Se inmovilizaron sobre ese sitio, no animándose a moverse más. No
veían nada. Estaban sobre una pasarela sin parapeto a ocho pisos sobre el vacío,
envueltos en una nube impenetrable.
- ¡Arrodíllense! ¡Despacito! - dijo Hoover -. En cuatro patas.
Es así como alcanzaron, lentamente, palpando los bordes de la pasarela, la sala
redonda y luego el exterior de la Esfera. Emergieron uno a uno, llevándose consigo a
jirones o echarpes de tierra. El pozo de oro humeaba.
Dos hombres con escafandras, y encordados, bajaron a buscar el cuerpo de Higgins.
Un pastor celebró un oficio fúnebre en la iglesia bajo el hielo. Una cruz de luz se habría
hacia el cielo, tallada en la bóveda traslúcida. Luego Higgins muerto, hizo hacia la Ciudad
del Cabo, su país, el viaje aéreo a la inversa de lo que había hecho Higgins vivo.
La prensa se deleitó: "La Esfera maldita ha golpeado de nuevo", "La tumba del Polo
Sur, ¿matará más sabios que la de Tutankamon?"
En el restaurante de EPI 2, los diarios, que acababan de llegar, por el último avión,
pasaban de mano en mano, Leonova miraba con desprecio un semanario inglés con el
encabezamiento: "¿Qué fantasma asesino monta guardia delante de la Esfera de Oro?"
- La prensa capitalista delira - dijo.
Hoover, sentado frente a ella, derramaba un litro de crema sobre un plato de choclo
desgranado.
- Sabemos de sobra que los marxistas no creen en lo sobrenatural - contestó él -, pero
espere un poco que el duende venga de noche a hacerle cosquillas en los pies...
Tragó una cucharada de choclo sin masticarlo, y prosiguió:
- Hay sin duda algo que ha expelido a Higgins al través de la pared, ¿no?
- Es el vientre de usted que lo empujó... ¿No tiene vergüenza de transportar semejante
horror delante suyo? No es solamente inútil, sino peligroso...
Él se golpeó suavemente la panza.
- Es toda mi inteligencia la que está ahí... Cuando adelgazo, me vuelvo triste y tan tonto
como cualquiera... Estoy afligido por Higgins... No hubiera querido morir como él, sin
haber visto la continuación...
Habían introducido en la Esfera una enorme manguera de aire, que aspiraba hacia
fuera. El aire que echaba a la superficie se recibía en bolsas que lo tamizaban. El polvo
recogido era enviado hacia los laboratorios que, en el mundo entero, trabajaban para la
expedición.
Cuando las bolsas no recogieron nada más, el equipo puntero penetró de nuevo en la
Esfera.
Los reflectores estaban dirigidos en todas direcciones, dentro de una atmósfera interior
vuelta trasparente nuevamente. La luz reflejada, quebrada, irradiada en, todas partes por
el mismo metal, inundaba de reflejos auríferos una arquitectura de oro abstracta y
demente.
En el derrumbamiento del mundo cerrado, todo lo que estaba compuesto por la misma
aleación que la externa, había subsistido. Pisos sin paredes... escaleras sin barandas,
rampas que no llevaban a ninguna parte, puertas abriéndose en el vacío, cuartos cerrados
suspendidos, unidos los unos a los otros, sostenidos, apuntalados por vigas caladas o por
contrafuertes livianos como huesos de pájaros componían un esqueleto de oro, liviano,
inimaginablemente bello.
Casi en el centro de la Esfera, una columna la atravesaba verticalmente de un lado al
otro. Era, o contenía, la perforadora. En su base, apoyada contra ella, y parecía soldada a
ella, se levantaba una construcción de nueve metros de alto, más o menos cerrada
herméticamente, en forma de huevo, con la punta en el aire.
- Hemos abierto la semilla, este es el germen - murmuró Leonova.
Una escalera, cuyos escalones de oro parecían mantenerse solos en el aire, partía del
emplazamiento de la puerta en la pared de la Esfera, atravesaba el aire como un sueño
de arquitecto, y terminaba en el Huevo, a las tres cuartas partes de su altura.
Lógicamente, en este emplazamiento debía situarse la abertura.
Desde pisos a pasarelas y escaleras, por caminos aéreos, los exploradores bajaron
hacia el Huevo. Y encontraron la puerta en el lugar donde pensaban encontrarla. Era de
forma ovoide, más ancha hacia abajo. Cerrada, por supuesto, y no presentando ningún
dispositivo para su abertura. Pero no estaba soldada.
Resistió a todas las presiones. Simon, como un chiquillo, sacó un cortaplumas de su
bolsillo, y trató de introducir la hoja en la ranura casi invisible.
La hoja resbaló sin penetrar. El cierre era de un hermetismo total. Hoover sacó su
martillo de cobre y golpeó. Al igual que la pared de la Esfera, producía un sonido sordo.
Lo hicieron bajar a Brivaux con su aparato registrador, La línea de ultrasonidos se
inscribió sobre el papel.
La señal provenía del interior del Huevo.
Desde la Sala de Conferencias, sabios y periodistas seguían, sobre la pantalla, el
trabajo de los equipos en el interior de la Esfera. Carpinteros posaban pasarelas, y
apuntalaban escaleras. Hoover y Lanson, asistidos por electricistas, se ocupaban de la
puerta del Huevo. Leonova y Simon acababan de llegar por medio de una escalera, a una
sala de oro suspendida en el vacío.
La atmósfera estaba clara. Ya nadie usaba máscara. Con mil precauciones, Leonova
empujó la puerta metálica de la sala redonda.
Se abrió lentamente. Leonova entró y se hizo a un lado para dejar pasar a Simon.
Se volvieron hacia el interior de la sala y miraron.
No estaba iluminada sino por los reflejos que dejaba pasar la puerta abierta. En esta
penumbra de oro se encontraban seis seres humanos.
Dos estaban de pie y los miraban entrar. El de la derecha, en un gesto inmóvil, los
invitaba a venir a sentarse en una especie de asiento horizontal del cual no se apercibía el
soporte. El de la izquierda abría los brazos como para estrecharlos en un saludo de
bienvenida.
Los dos estaban vestidos con un amplio y pesado ropaje color rojo que llegaba al suelo
y ocultaba sus pies.
Un bonete chico igualmente rojo les cubría la cabeza. Los cabellos lisos, castaños en
uno, rubios en el otro, les caían a ras de los hombros.
Detrás de ellos, dos hombres desnudos sentados faz a faz sobre una piel blanca se
entrecruzaban los dedos de la mano izquierda y levantaban la derecha, con el índice
tenso. Puede ser que fuera un juego.
Leonova enfocó su aparato fotográfico y disparó el doble fogonazo del flash laser. Toda
la escena fue violentamente iluminada durante un milésimo de segundo. Simon tuvo el
tiempo de adivinar otros dos personajes pero la imagen se borró en su retina. Y la escena
se borró al mismo tiempo. Como si el choque de la luz hubiera sido demasiado violento
para ellos, los trajes, luego la substancia de los personajes se descolgaron y resbalaron
hecho polvo, y dejando al descubierto especies de motores y armazones metálicos.
Después, a su vez estos esqueletos, Se derrumbaron suavemente. En unos segundos, no
subsistió del grupo, en el polvo que se levantaba, sino algunos arabescos de hilos de oro,
sosteniendo de aquí y de allá una plaqueta, un círculo, una espiral, suspendidos...
Leonova, y Simon se apresuraron en salir, y cerrar la puerta de la pieza con la nube de
tierra que la llenaba. Se sentían frustrados, como cuando uno se despierta en medio de
un sueño que se sabe no volverá a ver jamás.
De pie frente a la escalera de la puerta del Huevo, Hoover daba informaciones sobre
los trabajos de su equipo. En la Sala de Conferencias, los periodistas observaban la
pantalla grande y tomaban notas.
- ¡La hemos perforado! - dijo Hoover -. He aquí el agujero...
Su pulgar gordo se posó sobre la puerta, cerca de un orificio negro en el cual él podría
haberse hundido.
- No ha habido movimiento de aire ni en un sentido ni en el otro. El equilibrio de las
presiones internas y externas no puede ser efecto de la casualidad. En alguna parte hay
un dispositivo que conoce la presión externa y actúa sobre la presión interna. ¿Dónde
está? ¿Cómo funciona? ¿Les gustaría saberlo? A mí también...
Rochefoux habló en el micrófono de la mesa del Consejo.
- ¿Cuál es el espesor de la puerta?
- Ciento noventa y dos milímetros, compuestos de capas alternadas de metal y de otra
materia que parece ser un aislante térmico. Hay por lo menos cincuenta capas.
- Es un verdadero "milhojas". Vamos a medir la temperatura interior.
Un técnico introdujo en el orificio un Irgo tubo metálico que se terminaba, en el exterior,
por una esfera graduada. Hoover echó una mirada sobre esta última, bruscamente
pareció interesado y no le quitó la vista.
- ¡Y bueno, mis hijos! ¡Esto baja!... ¡Baja!... todavía... todavía... Estamos a menos de
80... menos 100... 120...
Cesó de enumerar las cifras y se puso a silbar de asombro. La traductora habló dentro
de los diecisiete auriculares.
- ¡Menos 180 grados centígrados! - dijo la imagen de Hoover en la pantalla grande -.
¡Es casi la temperatura del aire líquido!
Louis Deville, el representante de Europress, que fumaba un cigarro negro, largo y
delgado como un espagueti, dijo con su bello acento meridional:
- ¡Qué divertidos! ¡E s un frigorífico! vamos a encontrar arvejas congeladas...
Hoover continuaba:
- Queríamos introducir una ganzúa de acero en ese agujero, y tirar de ésta para abrir la
puerta. Pero con el frío que hace ahí dentro, la ganzúa se romperá como un fósforo. Va a
ser necesario encontrar otra cosa...
Otra cosa, fueron tres ventosas neumáticas grandes como platos, aplicadas sobre la
puerta y unidas a un gato - tractor, éste a su vez fijo en un armazón de vigas de hierro
arbotantes alrededor del Huevo. Una bomba chupó el aire de las ventosa casi hasta el
vacío... Estas hubieran soliviado una locomotora.
Hoover comenzó a hacer girar el volante del gato.
En la Sala de Conferencias, un periodista inglés preguntó a Rochefoux:
- ¿Usted no teme que haya un dispositivo destructor aquí?
- No lo había detrás de la puerta de la Esfera. Recién lo hemos sabido cuando
estuvimos dentro. No hay motivo para que haya uno acá.
El Comité estaba reunido en su totalidad frente a la pantalla. La sala estaba llena y
afiebrada. Aun los que tenían ocupaciones en otro lado venían a ver rápidamente en que
se estaba, y volvían a su trabajo.
Sólo Leonova, demasiado impaciente para mirar de lejos, había acompañado a Hoover
y sus técnicos. Simon estaba junto a ellos, con dos enfermeras, pronto a intervenir en
caso de accidente.
Sobre la pantalla, la imagen de Hoover dio vuelta la cabeza hacia Sus colegas del
Comité.
- He dado veinte vueltas al volante - dijo -. Eso representa 10 milímetros de tracción. La
puerta no se ha movido ni un ápice. Si insisto ahora, se va a deformar romper.
- ¿Continúo?
- ¿Está seguro de que las ventosas no corren el riesgo de desprenderse? - preguntó
Ionescu, el físico rumano.
- Arrancarían muy bien al Polo Sur - dijo la imagen de Hoover,
- Es necesario abrir esta puerta de un modo u otro - dijo Rochefoux.
Se dio vuelta hacia los miembros del Consejo.
- ¿Qué piensan ustedes? ¿Se vota?
- Hay que continuar - dijo Shanga levantando la mano. Todas las manos se levantaron.
Rochefoux le habló a la imagen.
- Proceda, Joe - le dijo.
- 0.K. - contestó Hoover.
Tomó con las dos manos el volante del gato.
En la cabina de TV, Lanson empalmó con la antena de emisión.
Detrás de un tabique de vidrio insonoro, un periodista alemán comentaba.
En la tribuna de la prensa, Louis Deville se levantó:
- ¿Puedo hacerle una pregunta a Mr. Hoover? - dijo.
- Acérquese - dijo Rochefoux.
Deville subió sobre el podio y se inclinó directamente sobre el micrófono.
- Señor Hoover, ¿me oye usted?
La imagen de Hoover asintió con la cabeza.
- Bueno - dijo Deville -. Ha hecho un boquete en el hielo, ha encontrado una semilla. Ha
hecho un agujero en la semilla, ha encontrado un huevo. Ahora, según su parecer, ¿qué
va a encontrar?
Hoover le hizo frente con una encantadora sonrisa sobre su cara gorda.
- ¿Nuts? - dijo.
Lo que la Traductora, con un millonésimo de segundo de titubeo, tradujo en los
audífonos franceses por: "Clavos".
No hay que pedirle demasiado a un cerebro electrónico. Para conservar la imagen
redonda, un cerebro de hombre hubiese quizá traducido "ciruelas".
Deville volvió a su lugar frotándose las manos. Tenía una buena crónica para esta
noche, aun si...
- Atención - dijo Hoover -, creo que estamos...
Hubo bruscamente en el difusor un ruido parecido al de una tonelada de terciopelo que
se rasga. Abajo, en la puerta apareció una rendija oscura.
- ¡Se abre por debajo! - dijo Hoover -. Despegue la 1 y la 2. ¡Pronto!
Las dos ventosas superiores, llenas de aire, cayeron al extremo de sus cadenas.
Quedaba solamente la ventosa de abajo. Hoover giraba el volante a toda velocidad.
Hubo un arpegio desgarrador, como si todas las cuerdas de un piano se rompieran una
tras otra. La puerta ya no resistió más.
En unos minutos, los accesos a la puerta fueron despejados.
Leonova y Simon se pusieron sus escafandras. Eran semejantes a los de los
astronautas, únicos capaces de protegerlos contra el frío reinante dentro del Huevo. Los
habían hecho traer por el jet desde Rockefeller Station, la base americana para la partida
a la luna. Se esperaban otros de origen ruso y europeo. Por el momento no había más
que esos dos. Hoover había tenido que desistir de introducirse dentro de uno de ellos. Por
primera vez, desde que había sobrepasado los cien kilos, lamentaba su volumen. Fue él
quien abrió la puerta. Se puso guantes de amianto, introdujo las manos en la rendija, al
ras del último escalón de la escalera, y pegó un tirón.
La puerta se levantó como una tapa.
He entrado, y te he visto.
Y he sido preso de inmediato por el deseo furioso, mortal de echar, de destruir todos
los que, aquí, detrás de mí, detrás de la puerta, en la esfera sobre el hielo, delante de las
pantallas del mundo entero, esperaban saber y ver. Y que iban a "verte", como yo te veía.
Y sin embargo, yo quería también que te vieran. Deseaba que el mundo entero supiese
cómo eras tú, maravillosamente, increíblemente, inimaginablemente bella.
Mostrarte a todo el universo, el tiempo de un relámpago, luego encerrarme contigo,
solo, y mirarte por toda la eternidad.
Una luz azul provenía del interior del huevo. Simon entró el primero, y a causa de esta
luz, no encendió su antorcha. La escalera exterior se continuaba en el interior y parecía
interrumpirse en el vacío. Sus últimos escalones se recortaban en siluetas negras y
terminaban, más o menos a la mitad de la altura del huevo. Abajo, un gran anillo metálico
horizontal estaba suspendido en el vacío.
Era éste el que emitía esa luz diáfana, o mejor esa luminiscencia suficiente para
alumbrar todo en torno suyo, a una organización de aparatos cuyas formas parecían
extrañas, porque eran desconocidas. Fustes e hilos los ligaban entre sí, y todos estaban
en cierto modo vueltos hacia el anillo, para recibir algo de este.
El gran anillo azul giraba. Estaba suspendido en el aire, sostenido por nada, en
contacto con nada, Todo el resto estaba estrictamente inmóvil. Él giraba. Pero era tan liso
y su movimiento tan perfectamente ejecutado sobre si mismo, que Simon lo adivinó más
que verlo y no pudo darse cuenta si el anillo giraba muy lentamente o a una velocidad
considerable.
Desde el exterior, Lanson que había bajado de la sala de conferencias para vigilar sus
cámaras, encendió un reflector. Sus mil vatios absorbieron la luminiscencia azul, hicieron
desaparecer la mecánica fantasmagórica y revelaron en su lugar una baldosa trasparente
que, ahora reflejaba la Iuz fuerte y no dejaba discernir lo que había debajo suyo.
Simon seguía parado siempre sobre la escalera, a cinco escalones por encima del
suelo trasparente, y Leonova a dos escalones más arriba que él.
Cesaron al mismo tiempo de mirar el suelo bajo sus pies, levantaron la cabeza y vieron
lo que había frente a ellos.
La parte superior del huevo constituía una sala con cúpula. Sobre el piso, frente a la
escalera, estaban colocados dos zócalos de oro de forma alargada. Sobre cada uno de
esos zócalos descansaba un bloc de un material trasparente igual a un hielo
extremadamente traslúcido. Y dentro de cada uno de esos bloques se encontraba un ser
humano acostado, con los pies hacia la puerta.
Una mujer, a la izquierda. A la derecha, un hombre. No había lugar a dudas porque
estaban desnudos. El sexo del hombre estaba erguido como un avión que levanta vuelo.
Su puño izquierdo estaba posado sobre su pecho. Su mano derecha se levantaba
oblicuamente, el índice tendido, en el mismo gesto que los jugadores de la sala redonda.
Las piernas de la mujer estaban cruzadas. Sus manos abiertas descansaban, la una
sobre la otra, justo por debajo del pecho. Sus senos eran la imagen misma de la
perfección del espacio ocupado por la curva y la carne. Las pendientes de sus caderas
eran como las de una duna amada por el viento de arena, que ha tardado un siglo para
construirla con su caricia. Sus muslos eran redondos y largos, y el suspiro de una mosca
no hubiese encontrado lugar para deslizarse entre ellos. El nido discreto del sexo estaba
hecho de rulos dorados, cortos y crespos. De sus hombros a sus pies parecidos a flores,
su cuerpo era de una gran armonía donde cada nota, milagrosamente afinada, se
encontraba en concordancia exacta con cada una de las demás y con todas.
No se veía su cara. Como la del hombre, estaba cubierta hasta el mentón, por un casco
de oro de rasgos estilizado, de una belleza grave.
La materia trasparente que los envolvía, al uno y al otro era tan fría que el aire a su
contacto se hacía líquido y chorreaba, haciendo a los dos bloques, como un encaje que
bailaba, se despegaba, caía y se evaporaba antes de tocar el suelo.
Acostados en esos estuches de luz cambiante, estaban por su misma desnudez,
revestidos de un esplendor de inocencia. Su piel, lisa y mate como una piedra pulida,
tenía un color de madera cálida.
A pesar de que fuera menos perfecto que el de la mujer, el cuerpo del hombre daba la
misma impresión extraordinaria de una juventud nunca vista. No era la juventud de un
hombre y de una mujer, sino la de la especie. Esos dos seres eran nuevos, conservados
intactos desde la infancia humana.
Simon, lentamente, tendió la mano hacia adelante.
Y entre los hombres que en ese mismo momento, miraban sobre sus pantallas la
imagen de esta mujer, que veían esos suaves hombros rellenos, esos brazos redondos
encerrando como en una canasta los frutos livianos de los senos, y la curva de esas
caderas donde se vertía la belleza total de la creación, ¿cuántos no pudieron impedir a su
mano el gesto de tenderse, para posarse allí?
Y entre las mujeres que miraban a ese hombre, ¿cuántas ardieron del deseo
atrozmente irrealizable de acostarse sobre él, de plantarse y de morir ahí?
Hubo en el mundo entero un instante de estupor y de silencio. Hasta los viejos y los
niños callaron. Luego las imágenes del punto 612 se apagaron, y la vida común empezó
de nuevo, un poco más nerviosa, un poco más agria. La humanidad por medio de un poco
más de ruido, se esforzaba por olvidar lo que acababa de comprender, mirando los dos
Nacientes del Polo hasta qué punto era antigua, y cansada, aun en sus más bellos
adolescentes.
Leonova cerró los ojos y sacudió la cabeza en su casco. Cuando levantó sus párpados,
ella ya no miraba en dirección del hombre. Bajó, y empujó a Simon con su rodilla.
Sacó de su bolso un pequeño instrumento con un cuadrante, dio unos pasos y lo puso
en contacto con el bloc que contenía a la mujer. Se quedó pegado. Ella miró el cuadrante,
y dijo con voz neutra dentro de su micrófono de visera:
- Temperatura en la superficie del bloque: 272 grados centígrados, bajo cero.
Hubo murmullos de sorpresa entre los sabios reunidos en la Sala de Conferencias. Era
casi el cero absoluto.
Louis Deville, olvidando su micrófono, se levantó para gritar su pregunta:
- ¿Puede preguntarle al doctor Simon, mientras que los mira, si como médico él piensa
que pueden estar vivos?
- ¡No se queden cerca de los bloques - dijo la voz traducida de Hoover en los
auriculares de Simon y de Leonova. ¡Retrocedan! ¡Más! ¡Sus escafandras no están
hechas para semejante fríos!...
Recularon hacia el pie de la escalera. Simon recibió la presunta de Deville. Ese
interrogante se lo formulaba a sí mismo, desde hacia un momento, con ansia. Primero no
había tenido duda alguna: esta mujer estaba viva, ella no podía estar sino viva... pero era
un deseo, no una convicción. Y buscaba ahora razones objetivas para creerlo, o para
dudar de ello. Las enumeró en su micrófono, hablando sobre todo para sí mismo.
- Estaban vivos cuando el frío los tomó. El estado del hombre lo prueba.
Tendió su brazo acolchado en dirección del sexo oblicuo del hombre.
- Es un fenómeno que ya se había constatado en ciertos ahorcados. Demostraba una
congestión brutal, y un reflujo de la corriente sanguínea hacia la parte baja del cuerpo. De
ahí vino la leyenda de la mandrágora, esa raíz de forma humana, que nacía bajo las
horcas, de la tierra sembrada por el esperma de los ahorcados. Podría ser que una
congestión análoga se haya producido en el curso de un enfriamiento rápido. Ello no ha
podido acontecer sino en un cuerpo todavía vivo. Pero es posible que un instante después
haya sobrevenido la muerte. Y aun si esos dos seres estaban en un estado de vida
detenida, pero de vida posible después de su congelación, ¿cómo podemos saber en qué
estado se encuentran hoy después de 900.000 años?
El difusor de la Sala de Conferencias, que trasmitía directamente la voz de Simon,
reveló en sus últimos palabras la angustia del joven médico, y calló.
El físico japonés Hoi-To, sentado en la mesa del Consejo, hizo notar:
- Habría que saber a qué temperatura se encontraban. Nuestra civilización no ha
conseguido jamás obtener el cero absoluto. Pero parece que esa gente disponía de una
técnica superior. Puede ser qué hayan llegado... el cero absoluto es la inmovilidad total de
las moléculas. Es decir que ninguna modificación química es posible. Ninguna
transformación aun infinitesimal... Ahora bien, la muerte es una transformación. Si en el
centro de esos bloques, este hombre y esta mujer se encuentran en el mismo estado que
en el momento en que fueron inmersos. Y podrían quedar así por toda la eternidad.
- Hay una manera muy sencilla de, saber si están muertos o vivos, - dijo la voz de
Simon en el difusor -. Y como médico, estimo que es nuestro deber hacerlo: Hay que
probar de reanimarlos...
Considerable fue la emoción en el mundo. Los diarios gritaban en enormes letras de
color: "Despiértenlos”, o bien: "Déjenlos dormir".
Según los unos o según los otros, se tenía el deber imperioso de tentar de traerlos a la
vida, o si no, no se tenía, en absoluto, el deber de perturbar la paz en la cual reposaban
desde un tiempo inverosímil.
A pedido del delegado de Panamá a la O.N.U., la Asamblea de las Naciones Unidas
fue convocada para deliberar.
Escafandras espaciales habían llegado a 612, pero ninguna tenía las dimensiones de
Hoover. Se encargó una sobre medida. Esperando su llegada, asistía impotente y furioso,
desde lo alto de la escalera de oro, a los trabajos de sus colegas, y se desplazaba dentro
del Huevo con torpeza, las piernas abiertas y los brazos rígidos. La humedad de la Esfera
penetraba en el Huevo y se condensaba en una niebla compuesta de copos
imperceptibles. Se había formado escarcha sobre toda la superficie interna de la pared, y
una capa de nieve pulverizada, móvil como el polvo, recubría el suelo.
A pesar de sus escafandras, los hombres que bajaban dentro del Huevo no podían
permanecer más que un tiempo muy corto, lo que volvía difícil la prosecución de las
investigaciones. Se habla podido analizar la materia transparente que envolvía a los
yacentes. Era helium sólido, es decir, un cuerpo que no solamente los físicos del frío no
habían conseguido obtener nunca, pero que pensaban que teóricamente no podía existir.
La niebla helada que colmaba el Huevo ocultaba en parte al hombre y la mujer,
desnudos de la mirada de los equipos que trabajaban a su lado. Parecían escudarse
detrás de esta bruma, tomar nuevamente sus distancias, alejarse en el fondo de los
tiempos, lejos de los hombres que habían querido reunirse con ellos.
Pero el mundo no los olvidaba.
Los paleontólogos aullaban. Lo que se había encontrado en el Polo no podía ser cierto.
0 entonces los laboratorios que habían hecho los cálculos de las fechas se equivocaban.
Se había examinado el barro del deshielo de las ruinas, los residuos de oro, la tierra de
la Esfera. Por todos los métodos conocidos, se había determinado su antigüedad. Más de
cien laboratorios de todos los continentes habían hecho cada uno más de cien medidas,
llegando a más de 10.000 resultados concordantes, que confirmaban los 900.000 años
aproximadamente de antigüedad del descubrimiento subglaciar.
Esta unanimidad no hacía mermar la convicción de los paleontólogos. Gritaban:
superchería, error, distorsión de la verdad. Para ellos no había duda: menos de 900.000
años era más o menos el principio del Pleistoceno. En esa época todo lo que podía existir
en materia de hombre era el Australopiteco, es decir, una especie de primate lamentable,
al lado del cual un chimpancé hubiera hecho figura de civilizado distinguido.
Esas instalaciones y esos individuos que habían sido encontrados bajo el hielo, o era
falso, o bien era reciente, o bien venía de otra parte y había sido colocado allí por
impostores. No podía ser cierto. Era imposible. Contestaciones de transeúntes
interrogados a la salida del subterráneo en Saint-Germain-en-laye:
El reporter de TV: ¿Usted piensa que es cierto o que no lo es?
Un señor bien vestido: ¿Que es cierto qué?
El reporter de TV: Los chirimbolos bajo el hielo, allá en el Polo...
El señor: ¡Oh!, sabe usted, yo... ¡Tendría que verlo!
El reporter de TV: ¿Y usted, señora?
Una muy vieja señora, maravillada:
- ¡Son tan hermosos! ¡Son tan extraordinariamente hermosos! ¡Son seguramente
verdaderos!
Un señor flaco, moreno, friolento, nervioso, se posesiona del micrófono.
- Yo digo: ¿Por qué los sabios quieren siempre que nuestros antepasados sean
horrendos? Cro-Magnon y compañia tipo orangután. Los bisontes que uno ve en las
grutas de Altamira o de Lascaux eran más bellos que la vaca normanda, ¿no? ¿Por qué
nosotros no, también?
En la O.N.U. la Asamblea se desinteresé súbitamente de los dos seres cuya suerte
había motivado la convocación.
El delegado de Pakistán acababa de subir a la tribuna e hizo una declaración
sensacional.
Los expertos de su país habían calculado cuál debía ser la cantidad de oro que
constituía la Esfera, su pedestal y sus instalaciones exteriores. Habían llegado a una cifra
fantástica. ¡Había ahí, bajo el hielo, cerca de 200.000 toneladas de oro! Es decir, más que
la suma de les, en todos oro contenida en todas las reservas nacionales individuales los
bancos privados y en todas las cuentas y clandestinas. ¡Más que todo el oro del mundo!
¿Por qué se había Ocultado esto a la opinión? ¿Qué preparaban las grandes
potencias? ¿Se habían puesto de acuerdo para dividir esta riqueza fabulosa, como ellas
compartían todas las otras? Esta masa de oro era el fin de la miseria para la mitad
humana que sufría todavía hambre y falta de todo. Las naciones pobres... las naciones
hambrientas, exigían que este oro fuera troquelado, dividido y repartido entre ellos
haciendo la prorrata según el número de su población.
Los negros, los amarillos, los verdes, los grises, y algunos blancos se irguieron y
aplaudieron frenéticamente al Pakistaní. Las naciones pobres formaban en la O.N.U. una
muy grande mayoría que la habilidad y el derecho de veto de las grandes potencias
tenían a raya de más en más difícilmente.
El delegado de los Estados Unidos pidió la palabra y la obtuvo. Era un hombre alto y
delgado, que llevaba con aire cansado la herencia distinguida de una de las más antiguas
familias de Massachusetts.
Con una voz sin pasión, un poco velada, declaró que él comprendía la emoción de su
colega, que los expertos de los Estados Unidos acababan de llegar a las mismas
conclusiones que los de Pakistán, y que se preparaba justamente para hacer una
declaración a ese respecto.
Pero, agregó, otros expertos examinando las muestras del oro del Polo habían llegado
a otra conclusión: el oro no era oro natural, era un metal sintético, fabricado con un
procedimiento del cual uno no se podía ni dar una idea. Nuestros físicos atomistas sabían
también fabricar oro artificial, por transmutación de átomos. Pero difícilmente, en pequeña
cantidad, y a un precio prohibitivo.
El verdadero tesoro enterrado bajo la nieve, no era entonces que tal o cual cantidad de
oro fuera considerable, sino los conocimientos encerrados en el cerebro de este hombre o
de esta mujer, o quizá de los dos. Es decir, no solamente los secretos de la fabricación
del oro, del cero absoluto, del motor perpetuo, pero sin duda una cantidad de otros
todavía mucho más importantes.
Que se ha encontrado en el punto 612 - prosiguió el orador -, permite en efecto
suponer que una civilización muy adelantada, sabiéndose amenazada por un cataclismo
que corría el riesgo de destruirla enteramente, puso a buen recaudo, con un lujo de
precauciones que quizá agotó todas sus riquezas, a un hombre y a una mujer
susceptibles de hacer renacer la vida después del paso del azote.
No es lógico pensar que esta pareja fue elegida únicamente por sus cualidades físicas.
El uno o el otro, o los dos, deben poseer suficiente ciencia para hacer renacer una
civilización equivalente a aquella de la cual provienen. Es esta ciencia lo que el mundo de
hoy debe pensar en compartir, antes que cualquier otra cosa. Para eso, hay que reanimar
aquellos que la poseen y hacerles sitio entre nosotros.
- If they are still alive - dijo el delegado chino.
El delegado americano hizo un leve gesto con la mano izquierda, y esbozó una sonrisa,
que agregado lo uno a lo otro, significaba muy cortésmente, pero con un total desprecio:
- La Universidad de Columbia está perfectamente equipada en sabios y en aparatos
para realizar esta reanimación. Los Estados Unidos se proponen entonces, con vuestro
acuerdo, ir a buscar al punto 612 al hombre y la mujer en sus bloques de hielo,
trasportarlos con todas las precauciones necesarias y la mayor celeridad posible, hasta
los laboratorios de Columbia; sacarlos de su largo sueño y acogerlos en nombre de la
humanidad entera.
El delegado ruso se levantó sonriendo y dijo que él no dudaba ni de la buena voluntad
americana ni de la competencia de sus sabios. Pero la U.R.S.S. poseía igualmente, en
Akademgorodok, los técnicos, los teóricos y los aparejos necesarios. Ella podía, también,
encargarse de la operación. Pero no se trataba en este momento capital para el porvenir
de la humanidad, de hacer la sobrepuja científica y de disputarse una postura que
pertenecía a todos los pueblos del mundo. La U.R.S.S. proponía entonces dividir la
pareja, ella misma se hacía cargo de uno de los individuos, y los Estados Unidos se
ocuparían del otro.
El delegado pakistaní explotó. ¡El complot de las grandes potencias se revelaba a
plena luz! Desde el primer minuto habían decidido atribuirse el tesoro de 612, ya fuese un
tesoro monetario o un tesoro científico. Y, compartiendo los secretos del pasado,
compartirían también la supremacía del porvenir, como ellas ya poseían la del presente.
Las naciones que se asegurarían el monopolio de los conocimientos enterrados bajo el
punto 6I2 poseerían un dominio del mundo total e inconmovible. Ningún otro país podría
jamás sustraerse a su hegemonía. Las naciones pobres debían oponerse con todas sus
fuerzas a la realización de este abominable proyecto, aunque debiesen quedar, para
siempre en su caparazón de helio esos dos seres humanos venidos del pasado.
El delegado francés, que había ido a telefonear a su gobierno, a su vez pidió la palabra.
Hizo notar, tranquilamente, que el punto 612 se encontraba en el interior de la lonja del
continente antártico que había sido atribuido a Francia. Es decir, en territorio francés. Y de
ese hecho, todo lo que se podía descubrir allí era propiedad francesa...
Se armó un buen jaleo. Delegados de grandes y pequeñas naciones se encontraron
esta vez de acuerdo para protestar, reír burlonamente o simplemente hacer un mohín
divertido, según su grado de civilización.
El francés sonrió e hizo un gesto apaciguador. Cuando renació la calma, declaró que
Francia, ante el interés universal del descubrimiento, renunciaba a sus derechos
nacionales y aun a sus derechos de "inventor", y depositaba sobre el altar de las
Naciones Unidas, todo lo que había sido encontrado o podría ser encontrado todavía en el
punto 612.
Ahora eran aplausos corteses que su gesto se esforzaba en hacer cesar.
Pero... pero..., sin compartir los temores del Pakistán, Francia pensaba que había que
hacer todo para impedir que ellos fueran justificados, tan poco como lo pudieron ser. No
eran solamente Columbia Y Akademgorodok que estaban equipadas para la reanimación.
Se podían encontrar especialistas eminentes en Yugoslavia, en Holanda, las Indias, sin
hablar de la Universidad árabe y del muy competente equipo del doctor Labeau, del
hospital Vaugirard en Paris.
Francia no descartaba por ello a los equipos rusos y americanos. Pedía solamente que
la elección fuese hecha por la Asamblea toda entera, y sancionada por votación.
El delegado americano se adhirió en seguida a esta propuesta. Para dejar el tiempo
necesario a estas candidaturas competentes de manifestarse, pidió un cuarto intermedio
hasta mañana. Esto fue aprobado.
Los tratos secretos y los regateos iban a comenzar inmediatamente.
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