Ha pasado un año desde que él se presentó en mi consultorio, y a partir de ese día, durante cada sesión, he sentido escalofríos.
Quise derivarlo a algún colega pero desistí debido a la fascinación que su personalidad me provoca.
Realicé algunas consultas con ellos sobre el tratamiento más eficaz en su caso, y coincidimos plenamente en la medicación a utilizar. El problema es que no se produjeron las mejorías esperadas.
Traté de descubrir en sus comentarios algún signo que pudiera revelarme sus procesos mentales inconscientes. Pronto comprendí que era un enfermo psicótico.
En cada consulta insistía sobre su necesidad desesperada de canalizar su culpa.

Últimamente se ha explayado sobre los hechos que le provocan ese sentimiento. Por ese motivo empecé a dudar de mi diagnóstico. Estuve a punto de negarme a seguir atendiéndolo, pero soy un profesional responsable que nunca ha abandonado a un paciente a su suerte.

No quise dar crédito a ninguno de sus relatos, lógicamente, aunque estos últimos días noté muchas coincidencias. El pobre dice ser un enviado de la muerte, y siente que esa tarea le está causando malestar, pero aún así, no puede renunciar a ella.
He tratado, sin éxito, de hacerle entender que está enfermo, y nada de todo eso es real.

En este momento él se encuentra en la sala de espera y aguarda su turno para ser atendido. Hoy soy yo el que comienza a creer en sus historias. Tengo en mis manos el periódico. La tragedia en primera plana me ha dejado mudo: Un avión se precipitó a tierra y no hay sobrevivientes. En la sesión anterior dijo que esa era su misión.

Bueno, como dije, soy un profesional competente. Es mucha la culpa que tiene que elaborar, y mi deber es ofrecer ayuda a mis pacientes.