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Veo la máscara de mi rostro reflejada en el espejo del baño. La vida aún se rebela a claudicar, mientras que proyectos difusos alimentan ilusiones de futuro.

Recordar el pasado como el acontecer de tantos momentos.
Qué lo parió -pensé para mis adentros-, quería ser otro, seguramente más joven. No depender de los caprichos de un cuerpo corruptible, ni sentir miedo ante las temidas arremetidas de lo inevitable, la invasión inexorable de la vejez.
Sientí que volvía a recomponerme, había recobrado un poco de confianza, un poco más de fe, esa fe que se reclama cuando se la ve perdida entre los virucuetos de lo que ya fue.
El destino recién lo reconocemos cuando se nos presenta y nos da la mano. Mientras tanto se alimenta de nuestras expectativas.
Cierta perversidad habitaba mis emociones, el morbo de lo decadente no es un atributo, es simplenmente una vocación.

En medio de pensamientos disipados y un tanto incoherentes me veía al mismo tiempo involucrado en cierto hermetismo que afortunadamente no lograba afectar mi sensibilidad.
Había llegado a cierto techo y no lograba trascenderlo. Sentía adormecida la inteligencia, la capacidad de comprender con agilidad. Una especie de entumecimiento anticipatorio. Esta vez sería un día diferente.

Con un reducido grupo de amigos compartiríamos un café y nos volcaríamos a un homenaje recordativo para un atorrante con el que tuvimos la fortuna de disfrutar de la amistad y ternuras al mayoreo.
La amistad de los porteños, esa cosa tan particular, y difícil de explicar, la de llorar y reir, y más de una vez, la de enjugar alguna lágrima sin saber bien porqué.

El origen barrial de pueblo afuera y barrio adentro nos conjugaba las emociones. Desde nuestros árboles genealógicos mediopelezcos de paredones y orillas transnochadas, Dios nos regalaba una fiesta de versos y alegrías juveniles y cuando no, la de robustos finales trotando a espaldas de grossas damiselas porteñas, que batían piernas que no se empardan, pechugas embriagantes y ese andar gatuno de nuestras pebetas cuando salen de cacería, talquito en el cogote, y el toquecito perfumoso bajo las orejas. Un rumor a guerra nos licuaba la sangre y enardeciá el rigor de nuestros deseos

Mientras caminaba hacia el encuentro, recogía retazos de recuerdos por la calle. Sientía recomponer una fiesta de soles mientras que a la distancia, brotaban chispas de antiguos braseros.
No sé si quedará futuro después de tantos pasados. A pesar de todo sigo empecinado tras las huellas de sueños y esperanzas, entre lágrimas y risas, mezclando bromas y alegrías.



Andre, laplume,

Licenciado en ilusiones inútiles.



Texto agregado el 24-06-2011, y leído por 173 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
25-06-2011 suma resta multiplica divide, w...on c...liao, po el-cronopio-maldito
24-06-2011 Buen relato, reflexivo glori
24-06-2011 Eso de ilusiones inútiles me fascinó carelo
24-06-2011 Reflexiones de un tipo que ha vivido. alejandro45
24-06-2011 Me gusta tu licenciatura. Buena reflexión. Nunca hay que perder las esperanzas de un futuro amor. ******** alima
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