MI AMANTE YAGO.
Descorre la tinta de su mano, un soplo de erotismo terso...
Preámbulo de viento atormentado...
Presagio pasional y desmedido…
Sentimiento impropio del amorfo…
Sentimiento inexistente en el profano...
Conocí a Yolanda, una dama sensual y bella, soberbia mujer de singular inteligencia. Excelente pintora radicada en Nueva York. Nos hicimos amigas íntimas, debido a determinadas circunstancias, durante una exhibición.
Cierta tarde, sentadas a la orilla de una alberca en Beverly Hills California, ella permanecía meditabunda y durante segundos, quizá vislumbré un gesto doloroso en su bello rostro. Ante mi interrogante, se desahogó mediante una catarsis psicológica, narrándome entrecortadamente por la turbación del momento, la tormentosa relación que sostuvo con un hombre que conoció en un momento de su vida, la cual duró varios años.
He aquí el relato de aquellos hechos:
Exhausta y sudorosa, me abandoné tendida sobre la cama aquella tarde, me contaba Yolanda. Encima, se había desbordado el amor y la pasión, contenidos en mi cuerpo durante años enteros debido al trabajo arduo y demandante que no me lo permitía. Bañada del sudor del hombre, todo era silencio… el tropel desbocado de un instante, yacía inmóvil recostado. Entre mis piernas fluían abundantes, los amores incontenibles de la intimidad…
Yago era duro, áspero y curtido por el sol de muchos veranos; su fibra musculosa se insertaba en la osamenta tosca; su cuello acerado de toro, con venas azuladas prominentes, integraban toda una tubería subcutánea de ramificaciones múltiples en los brazos y dorso de las manos callosas y velludas. La felpa en su pecho, daba un aterciopelado aspecto de cobija cubriendo el rustico tórax.
El abdomen de Yago se notaba mas prominente ahora que cuando mas joven; aunque quizá el tendría comentarios al respecto de mi rostro madurado por lo años también.
Hombre de modales ordinarios, un gusto llano por la música estridente llamada de “banda”; zapateaba en aquel momento mientras yo lo observaba levantando una estela de polvo despedida por sus botas de puntera, bajo la sombra de la palapa resguardándonos del quemante sol. El cráneo con abundante cabellera, coronado con una vieja tejana, anegada de sudor; así bailaba mi entonces amante sin cesar.
En aquel momento, recuerdo la forma como Yago sostenía con sus enormes garras el cuerpo voluptuoso de una jovencita de vestido floreado, muy corto, el cual al elevarse por los círculos veloces del baile, permitía a las nalgas firmes y paradas mostrarse a la vista de todos, cubiertas con unas braguitas sencillas de algodón.
Pugnaban por brotar del escote de la niña aquella, las ubres rutilantes de sudor; y en ciertos momentos, me parecía ver el círculo color canela de la areola de sus globosos y firmes pechos.
Yago, danzante retiró su camisa de su pegajoso cuerpo, chispeando de sudor a la joven y a todo aquel que se encontraba cerca. Las hembras concurrentes en algarabía ensordecedora, encendidas por el espectáculo y los torrentes inagotables de cerveza helada, al influjo estridente de la música, festejaban al ahora pavoneado macho.
Luego el hombre aquel arrojó la camisa serpenteando por los aires a manera de un cantante de rock… Una jovencita, de pechos incipientes la atrapó, mientras que las otras se esforzaron infructuosamente por arrebatarla de sus manos. La rapaz jovencita, corrió con su trofeo hacia un rincón; husmeando la prenda empapada del macho; acaso la observé lamiendo el oscuro cuello y las axilas empolvadas y sudorosas de la vieja camisa.
Mientras yo, imperturbable observaba al apuesto Yago, y mentalmente me sumergía en pensamientos encontrados, más ninguno manifestaba celos hacia el hombre. Era raro el sentimiento que me embargaba, pero no reaccionaba a la sorna y cuchicheos de las mujeres maduras, jóvenes y las ancianas también, incluyendo a la madre de Yago, quienes se refocilaban y congratulaban ante la idea de que el hombre aquel era arrebatado, al menos durante aquella ardiente tarde, de las manos de la intrusa “emperifollada” de ciudad. Mientras mi amante, gustoso besaba sin recato alguno a todas, y se dejaba amar por ellas.
El rucio campesino, durante nuestras sesiones eróticas privadas, gustaba de impulsarme y verme jugar con otras criaturas hembras de celestial rostro y figura, mientras se masturbaba al pie de la cama. Naturalmente, tan bellas féminas se nos unían a través de mí conducto. Después de un rato de excitarse observándonos, se arremolinaba entre almohadones y colchas con nosotras, ya fuéramos solo dos hembras excitadas o en ocasiones hasta cuatro, pretendiendo ser un Rey Salomón bíblico. Gozaba de todas y reía estridente, muy seguro de su calidad de macho sexual, inagotable y orgulloso de ser una maquina de satisfacción para todas (bueno, eso le hacíamos creer en ciertas ocasiones, principalmente yo).
Ocasionalmente llegaba alguna hembra bisoña, inexperta en las artes sexuales, abandonada y/o maltratada por el marido, alguna mujer menospreciada o también una madura que deseaba empezar a vivir mas allá de los 45 años, pero también jóvenes ansiosas de conocer dichas artes, y Yago se regocijaba y adoptaba aires de sapiencia como todo un maestro del sexo. En una ocasión una señora con una basta cultura, le interrogó acerca del “tantrismo” hindú, y obviamente mí engreído macho no supo que responder, por ignorar a que se refería, y ella volteó a verme, interrogándome con una bella expresión, mientras yo le respondí guiñándole un ojo, y elevando mis hombros.
A el le encantaba que alguna mujer del grupo se colocara como hombre encima de otra, empleando un cinturón con un pene, y poseyéndonos excitadas unas a otras. En ocasiones, hube mediante decisión propia de tener intensas relaciones con otra mujer, ambas ensartadas con un pene doble. Incluso encontrándonos culo a culo y conectadas por ahí mismo, moviéndonos increíblemente ante el regocijo de Yago, y la paralizante y cardiaca emoción de otros hombres quienes llegaron ser testigos de ello, cosa que nuestro fallido y frustrado proxeneta intentaba prohibirnos, pero que hubo de acceder ante la amenaza del abandono de todas las integrantes de su supuesto harem.
Llegamos a integrar un grupo muy amplio de mujeres, y entre nosotras nos apoyamos de diferentes maneras, nosotras decidíamos cuando como y con quien sosteníamos relaciones sexuales, Yago solo era el afortunado hombre que por ser mi pareja, gozaba de tan enorme privilegio.
Algunas damas integrantes del grupo, después de recibir terapia emocional, reencontraban su camino, determinando un objetivo a sus vidas, abandonando entonces el “paraíso sexual” que mi amante pretendía y suponía ofrecerles, y formaban en algunos casos el suyo propio. En tales circunstancias, Yago permanecía pensativo y no lograba explicarse la razón de ello, luego me preguntaba: “¿Porque se habrán ido?…” y yo, con cierta ternura cual madre ante la inocencia del hijo, lo besaba en la frente y le decía: “Ya vendrán otras” No obstante, nunca comprendió que aquellas mujeres permanecían precisamente por el apoyo y comprensión de otra mujer, y no por sus supuestas y sobrevaluadas dotes sexuales.
Alguna vez, nos encontramos todo el grupo, observando el programa de TV de Hefner, el magnate millonario, dueño de la mansión y revista de playboy, y los ojos de Yago chispeaban emocionados, ante el desfile de una amplia gama de rutilantes jovencitas jugueteando entre albercas, jacuzzis y recamaras, algunas de ellas en trajes de baño y otras enfundadas eróticamente en finísima lencería. En esos momento, el me decía que se consideraba igual que aquel señor, y entre las ahí presentes, intercambiamos miradas y sonrisas, ni tan siquiera era capaz de distinguir la diferencia entre una fina prenda intima, de otra elaborada con costales de harina o de percal.
Mientras lo observo bailar en aquellos momentos con la jovencita de su pueblo, viene a el recuerdo efervescente de cuando lo conocí, y veo al entonces joven caminando en briosa actitud, como capitán de barco, junto a sus famélicos caballos ofrecidos en renta en la playa atestada de bellas turistas extranjeras.
Yo, durante aquellos instantes que ahora recordaba, me encontraba odiándome por haberme dejado arrastrar por la enardecida euforia de mis amigas hacia aquel sitio paradisíaco por el que entonces pasaba Yago con sus quijotescos jamelgos. Yo siempre había preferido vacacionar en las ciudades importantes, y extraviarme en ellas absorta entre las paredes de museos y exposiciones; rematando el día, en cierto concierto u operas en palacios de historia ancestral; y beberme un café o una copa de vino tinto en algún bar o café frecuentado por personas de la vida bohemia.
La imagen de Yago, la observo nítida en la pantalla del recuerdo, mientras bailaba sonriente y sudoroso: Era un niño feliz, solicitado por las muchachas de su entorno social, y aclamado por su orgullosa parentela.
Aquella tarde de calor subyugante, la primera de cientos de encuentros sexuales, ante la suave brisa del aire acondicionado de la habitación del hotel, sentía a Yago afianzado de mis nalgas sepultándome las uñas, y arremetiendo fuertemente. Por el espejo gigante, apreciaba para el deleite del hombre, la forma como rebotaban mis generosas nalgas; mientras el me halaba de mi cabello en veces suave, otras un poco brusco, poseyéndome y bombeándome rápida e intensamente como una antigua locomotora de vapor.
Desde un principio, hubo poco lugar para besos y caricias tiernas. Este hombre en aquella primera vez, arrancó con sus callosas manos la suave tela de mi vestimenta sensual que hube de colocarme para su placer visual y para acrecentar el deseo; jamás pareció darse cuenta de ese detalle. Recuerdo que en aquel momento, lo contuve enérgicamente, pues aquella prenda fabricada para el amor, y el goce de hombres sensibles a la vista de ella, no era una prenda barata ni elaborada para rústicos como el.
Cuando me tuvo completamente desnuda, me beso fuertemente el cuello, pero lo retiré para evitar las marcas tan odiosas que apreciaba en otras mujeres, por considerarlas de mal gusto; pero succionó mis pechos muy fuerte, no pude evitar gritar un poco, y tampoco pude evitar la succión que el hacia en mi piel, dejando marcas en los pechos y en las caras internas de mis muslos. Recuerdo que el se detuvo asombrado cuando vio mi afeitado pubis.
Esa primera vez, y por siempre, el besaba mi clítoris fuertemente hasta el orgasmo una y otra vez, mis gritos de placer mezclados con algo de dolor, sonaban quizá hasta los pasillos de los hoteles donde nos alojábamos; fuertes lamidas en mi culo, y más gritos, siguieron a una posesión salvaje, casi brutal; poco menos que una violación. El falo inflamado y babeante de Yago, me asfixiaba dentro de mi boca, y tuve que detenerlo con un brusco y enérgico “NO”, para proceder a colocarle el condón; mientras el me observaba incrédulo y preguntaba que funciones podría tener aquel trozo de “hule”.
La primera metida fue intensa, creí que me rasgaba por dentro, tuve miedo de su reacción si osaba detenerlo de nuevo; me sentí violada, pero un raro placer invadió mi cuerpo y así continuamos durante dos horas. Cuando Yago se colocó de nuevo encima, yo lamí el sudor que goteaba de su cuerpo musculoso; el me vio curioso y me besó fuertemente en la boca, hasta casi hacerme gritar; tiempo después, el convirtió en una costumbre que yo lamiera su goteante pecho durante el coito.
Cuando Yago se transformó en mi pareja estable, entonces le permití no emplear condón, y derramar todo su semen adentro; el primer día, debido a la emoción intensa de no usar condón, el no sabía donde terminar: En mi boca, o en el lindo trasero, o en mi vagina; eligió en primer termino la boca, y casi me ahoga por la penetración y la abundancia de su líquido saliendo a borbotones, mientras me sujetaba fuertemente de los cabellos; alojando profundamente al fondo de mi garganta y casi completa hasta los cojones, aquella enorme y gruesa cosa.
Esa noche en mi cuarto de hotel, me anegó por la vagina y el ano también; montándome ambas veces como a una yegua, y halándome los cabellos fuertemente, procediendo a nalguearme. En cada visita al hotel, cuando al fin terminaba, sudoroso solicitaba grandes cantidades de comida y bebida al servicio de habitación.
Yo, como parte de un juego erótico que mi posesivo y silvestre amante no era capaz de comprender, recibía al empleado del hotel con un transparente baby doll, medias y liguero, y sin pantaletas. Yago se molestaba mucho, pero a esas alturas, ya comprendía que yo no era en ese sentido, una hembra como las de su pueblo (sumisas al macho, aunque muy adulteras también, según hube de comprobar después).
El empleado del hotel que nos atendía en suerte, me veía incrédulo y con los ojos muy dilatados, deteniéndose en mi afeitado pubis y firmes tetas, luego en mis nalgas bamboleándose al caminar cuando yo le daba la espalda fingiendo que iba a buscar el dinero, y no atinaban que hacer, y agitándose nervioso, volteaba a ver a Yago quien lo ignoraba bajo advertencia mía. En ocasiones, de soslayo lograba darme cuenta que los del “room service” contenían a duras penas el salto en resorte de sus penes erectos.
Un empleado del hotel en especial, fue favorecido por mi subyugante cuerpo y mis artes amatorias, era un jovencito quizá de escasos 21 años. Un volcán que trabajaba en ese hotel para cubrir sus estudios. Yo salí del cuarto sigilosamente a su encuentro mientras Yago dormía placidamente por unas horas como siempre lo hacia para asaltarme sexualmente de nuevo después. Y así, bajo acuerdo previo con el joven aquel, arribé 3 habitaciones más distantes a la nuestra, caminando excitada por el pasillo con aquella escasa vestimenta que ya mencioné. Una pareja que salía de su habitación se toparon accidentalmente conmigo, y se sorprendieron, mientras el joven volteaba a verme excitado, y ella lo arrastraba enérgicamente de la mano.
Así llegué a la habitación acordada, y el joven me besó desbordado de pasión, muy poco era capaz de detener su ímpetu aunque lo deseaba, mientras yo succioné como becerra hambrienta su durísimo pene, y el no pudo evitar eyacular. Apenas logré sacar su miembro de mi boca, y me embadurnó la mejilla izquierda, parte de la nariz, boca y cabello. Unos chisguetes cruzaron vertiginosos y se estamparon en una pared cercana. Sin embargo, en algún otro encuentro, bebí de su fuente de amor hasta saciarme.
Mi niño me amó de verdad, pero era una relación lógicamente destinada al fracaso si acaso me empeñaba en continuar, y existía la posibilidad de resultar heridos ambos. Aquella primera vez, me poseyó inmediatamente después de eyacular, y mi vagina ya deseaba un descanso, cuando me volteó a darme por el culo provocándome repetidos orgasmos. Cada que viajaba frecuentemente con Yago a ese hotel, el dulce joven me esperaba y yo veía como se transformaba en un ente feliz por verme llegar. Una buena cantidad de dinero le llegó en forma anónima a la madre del joven de mi parte. Con ese dinero fue suficiente para construir una casita, y que el joven concluyera desahogadamente sus estudios.
En ese primer encuentro con el joven del hotel, después que Yago se despertó a su vez me poseyó en forma casi salvaje como regularmente lo realizaba en mí ahora adolorido cuerpo por la tremenda cogida de ambos machos. Así, durante varios días después de aquella maratónica sesión de verga, el semen permaneció fluyendo sin cesar de mi vagina y ano, mientras yo, en mi soledad, me masturbaba al recuerdo de ambos hombres.
Jamás sentí un beso tierno y amoroso de parte de Yago, todo fue pasión lujuriosa y desbordante; nunca hubo una caricia suave, o ternura en su trato, mucho menos alguna palabra bonita. Pero también es verdad que yo jamás derrame lagrima alguna por el; a pesar de la desbordante pasión que nos unía. Nunca le expresé celos, ni antes, ni ahora mientras lo observaba bailar con aquella joven, mas bien mi mirada era despectiva y burlona.
Yago jamás apreciaba mi ropa ni maquillaje, pero si otros hombres me observaban, o mis vestidos eran para su entender, muy cortos, entonces autoritariamente intentaba regresarme a cambiarme de ropa a la habitación, aunque yo lo rechazaba enérgica. Tuvo muchas explosiones de ira y celos, cuando veía a compañeros de trabajo u otros hombres hablando conmigo. El era en un principio lo que yo describo como un “swinger de una sola vía”: Solo permitía mujeres, como muchos que pululan entre las sombras de esa variante sexual, al engaño de sus esposas y para obtener prebendas sin esfuerzo alguno de su parte.
En una ocasión, Yago azotó ante la mirada atónita de varias personas asistentes a una reunión en honor mío, un hermoso ramo de rosas gigante que enviaba el dueño de una galería de arte. Las gentes murmuraron con desaprobación, mientras yo lo arrastré de uno de sus enormes y musculosos brazos hacia un privado, donde le planté una serie de bofetadas, lo insulté llamándolo cretino campesino, y para sorpresa mía, el se hincó llorando suplicante buscando ser perdonado; mientras yo esperaba que trataría de aniquilarme a golpes.
Recuerdo cuando Yago arribó en aquel vuelo a Nueva York, yo no pude evitar desaprobar lo que mas había temido que hiciera cuando lo invité a la inauguración de uno de mis murales en esa ciudad: las botas de puntera de metal, y la vieja tejana oscura de sudor. Cuando yo, bellamente ataviada para su encuentro lo abracé sintiéndome sinceramente feliz de verlo, el me dijo algo que no supe definir si era una broma o parte de su universal ignorancia: “Si he sabido que Nueva York se encontraba a horas, mejor me hubiera venido en mi troca”
Cuando Yago observó el mural que yo realizara, donde se apreciaba a un campesino indígena trabajando la árida tierra e inspirándome en su recia figura perlada de sudor, reconoció sus facciones de inmediato. En ese mural, plasmé junto al campesino, dos armaduras vacías, montando dos famélicos caballos arando la tierra (como los de Yago); era la imagen hispánica del origen de aquellas tierras, ahora en manos de un país poderoso que las había despojado de sus legítimos dueños.
La figura del campesino inspirada en mi amante, era la imagen principal en mi mural, al fondo del cual, se desprendía un cristo crucificado e invertido sobre un billete verde; flanqueado por un grupo de hombres obesos cubiertos con elegantes trajes de frac.
Aquel día cuando apareció mi amante por primera vez en mi vida, la idea del mural pululaba sin claridad exacta, la falta de inspiración me martirizaba todos los días; la ansiedad rebasaba los limites razonables, mientras maldecía sobre la arena, la mala idea de vacacionar en aquella playa, donde todo lo que podía hacer, era retozar como adolescente idiota en la arena, e ir a las estridentes discos por la noche, donde mis amigas bailaban con sus amigos casuales, con quienes se embriagaban y pasaban la noche.
Precisamente durante aquellos instantes encontrándome tirada en la playa, fue cuando cruzó Yago por mi vista, con su cómica marcha de tipo marcial junto con sus caballos, ahí empezó a cristalizarse, sin darme cuenta exacta, la idea del mural. Durante nuestras frecuentes citas, yo pedía a Yago que cargara un enorme cesto en sus espaldas, y elaboraba rápidamente esbozos de sus facciones y su cuerpo sudoroso; muchas veces el se molestaba y quería negarse, mas terminaba aceptando.
En una ocasión, mientras cargaba desnudo el cesto después de poseerme como uno de sus caballos en celo, tuve la idea de producir un gesto de dolor en el, y le pedí hincar una rodilla en tierra, propinándole 2 fuertes golpes con un paraguas que siempre cargaba conmigo en su espalda. Yago elevó sus ojos martirizado, en una imagen facial y casi Cristica y gritó fuertemente, pero no soltó el cesto; así permaneció mientras yo captaba los bosquejos de su dolor con mi lápiz de carbón.
Cuando su animo doloroso descendía, yo reanudaba sádicamente con otro golpe; hasta que sus ojos elevados al techo de la habitación, soltaron gruesas lagrimas; ahí fue el momento cumbre; estoy segura que la imagen del indígena sufriendo, con las marcas de azotes en su espalda, propinadas por un obeso capitalista sentado en un sillón, fueron pintadas con tal realismo, que impresionó a los críticos, incluidos los mismos capitalistas que me pagaron una cantidad muy elevada por el mural.
Recuerdo que Yago se arrastró suplicante a mis pies después de los azotes propinados con el paraguas ya inútil y doblado; entonces yo sin pensarlo propiné un puntapié en su abdomen y lo arrojé de mi lado con desprecio; esa noche lo até fuertemente y golpee con una vara de árbol que conseguimos para tales fines y después me ahogué voluntariamente con su pene erecto, mientras el gemía de placer y dolor eyaculando dentro de mi boca, y el fluido espeso escurría fuera por mis comisuras labiales.
Durante aquella noche gloriosa en la que arribaba a la fama, cuando fui galardonada, me sentía colocada cerca de los dioses muralistas tan admirados (Rivera, Siqueiros y otros). Ahora mi nombre estaba cincelado en la gloria junto al de ellos. Cientos de personas, incluidos artistas de cine y políticos de altos niveles, desfilaban para felicitarme y fotografiarse conmigo.
Era incongruente el desprecio que yo profesaba en contra del capitalismo e imperialismo, mientras mi cómodo vivir, emanaba de la gran cuenta personal bancaria de rutilante estrella capitalista; lejos quedó la imagen de la joven socialista desfilando y gritando por las calles; aquella foto como prisionera política en mi País de origen, apareció en los diarios neoyorquinos en una critica justificada, en contraste con la rutilante fotografía actual, en la cual yo aparecía sosteniendo una fina copa de carísimo champagne al lado de la primera.
No obstante, la severa periodista que escribiera el reportaje, días después de hacerlo, dejó su profesionalismo en su auto, mientras tuvimos una intensa sesión erótica en mi habitación de hotel. Ambas expertas amantes, a ella la recuerdo frecuentemente a la distancia debido a los intensos encuentros que sostuvimos.
Esa noche, después de la inauguración del mural, nos retiramos a una fiesta privada, en donde un artista de cine del momento, poseyó frente a todos a su linda esposa, desnudándola lentamente, permitiéndonos gozar de la vista de sus finísimas prendas interiores, y posteriormente su enajenante y desnudo cuerpo de marfil.
Yo me uní a ambos, en un candente arrebato erótico imposible de resistir, y ante la embriagadora imagen que presentamos, otros se nos unieron, o terminaron haciéndolo entre ellos. Después de un rato, distinguí a Yago llorando de rabia en un rincón, observándome rencoroso, mientras yo me encontraba desnuda, sudorosa y jadeante a metros de el, sin poder determinar en aquellos momentos y en mi mente enajenada de placer a que se debía su enojo.
Yo volaba frecuentemente a los brazos de Yago; habíamos prendido la mecha como la pareja mas sensual de las fiestas swingers privadas de los vacacionistas millonarios. En esas reuniones, mis nalgas y muslos musculosos revoloteaban bailando, como lo había hecho aquella jovencita en brazos de Yago. Me encantaba que me vieran con mis medias y ligueros tan sensuales. Solo el rucio Yago, mascando a dos carrillos grotescamente, hacia ruidos obscenos con la boca entreabierta llena de comida para estupor de todos, contrastando grotescamente con mi figura y sensual vestimenta.
Me deleitaba cuando Yago reaccionaba verde de celos, sobretodo en aquella ocasión cuando lo forcé a observarme la manera como me cogían intensamente dos jovencitos gigantes, afuera de aquel hermoso Bar y con la puerta abierta del auto. Era un ruidazo estentóreo proferido por mi garganta enloquecida, mientras era hecha sándwich por aquellas tremendas vergas y el auto se bamboleaba como navío en medio de una tormenta. Estoy segura que mis aullidos atrajeron a más de 4 personas a observarnos. Nunca olvidaré el odio con el cual Yago me veía, mientras yo tenía un orgasmo brutal tras otro.
Cierta vez, en una playa muy famosa, mientras Yago me poseía montado, y yo con mis musculosos muslos sobre sus hombros, un negro enorme se nos acercó muy emocionado para vernos de cerca, entonces yo separé las nalgas de mi amante en una clara invitación a que lo penetrara.
Tanto el negro como mi amante no atinaban que hacer, entonces halando al negro cerca a mi boca, le susurré al oído llena de sensualidad, la promesa de irme toda la noche si se atrevía a cogerse a Yago. Inmediatamente, con la enorme verga blandida en su mano, la metió en el culo de este a quien sostuve evitando que escapara, y terminando abundantemente por los tallones prostáticos que le hizo el negro, encharcándome de semen, mientras el negro metía y sacaba el monumental pedazo de su culo, entre pujidos sofocados de mi amante.
Pasado un tiempo, me enteré que Yago tenía una joven prometida en matrimonio, mientras el, muy mortificado lo intentó negar, pero yo le dije que eso me importaba un bledo. Pasado un tiempo, me enteré que Yago, como el macho que yo siempre supe que era, abusaba de la joven, entonces le advertí que si continuaba con esa actitud, le iba a mostrar a todos unas fotos en donde el yacía como doncella virginal, atravesado por la enorme verga del negro. Obviamente tales fotos jamás existieron, solo fue una treta para evitar el abuso de este infame como de muchos otros en contra de las mujeres.
Esa noche, el negro aquel, estuvo conmigo en todo momento. Me succionaba como ventosa cada rincón como un pulpo enorme pero gentil. Su lengua reptaba dentro de mis entrañas, como una serpiente introduciéndose en su guarida. Moviéndome a su placer, y yo me dejaba coger. Penetraba con su fabulosa verga, ahora mi atormentada vagina, ahora el ano y/o mi boca, cambiando condón de acuerdo al sitio.
Al negro le fascinaba ver mi encanto femenino: de una mujer madura aparentando inexperiencia, luego desenvolviéndome entre los hombres en el papel de mujer inteligente, adornada con un toque magistral de inocencia, y luego se maravillaba ante la metamorfosis abrupta a una mujer de tremendo poder sexual, ya que el negro fue nuestra pareja por varios meses, a pesar del rechazo de Yago. Un día se despidió con tristeza de nosotros.
Durante la última noche con Yago, al finalizar aquella fiesta de parejas, volví a atarlo, y lo azoté con un látigo especial para tales menesteres, mientras yo vestía un bellísimo corsé de terciopelo negro, con una mascara de carnaval del mismo color, y mis inseparables medias y una braga transparente negra también, que apenas disimulaban mis nalgas.
Hube de latiguearlo fuertemente, y tomando un pene de goma gigante, lo coloqué firmemente en torno a mi cintura, y poseí a Yago igual que hizo el negro aquel, y gritó suplicante, hasta que tuvo una enorme eyaculación, mientras yo inclinada, era ahora quien halaba su abundante cabellera y mordía hasta casi sangrar su nuca, propinándole fuertísimas y sonoras nalgadas, mientras el lloriqueaba como una bella y sensual mujercita poseída por un abusivo amante
Antes, tuve la extravagante idea de colocarle a Yago unas pantaletas de color negro extras que siempre llevo conmigo para casos de urgencia, así como un liguero y medias, pintando también su boca rustica y partida por el calor, de un rojo carmesí. Yago volteaba a verme, como tantas veces lo hice yo con el y con otros hombres, y me enviaba besitos suplicantes mientras me pedía más y más, y yo le espetaba: “Recíbela toda putita mía…”
Las parejas, principalmente las mujeres, aplaudieron enardecidas y gustosas la salvaje acometida sexual que yo le hiciera al macho traspasando su culo, mientras nosotros minutos después partíamos en triunfal salida de la fiesta, aquella madrugada camino a casa de Yago.
Una vez que lo dejé en su casa, lo observé retirarse al ardiente sol que iniciaba a bañar las áridas tierras en aquella mañana. Antes, Yago me había dado un beso con una sensibilidad que jamás había yo sentido; semejaba ser tierno aunque primitivo, algo lo mas cercano al amor que jamás nos tuvimos, y me pidió que regresara pronto. Había nostalgia en el ambiente, se respiraba cierta angustia en su petición, y emitiendo un suspiro que me salió de un sitio desconocido, lo apresuré a bajar del auto, partiendo yo camino al aeropuerto. Jamás lo volví a ver.
Fin.
|