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Nadie podia extrañarse que Alberto fuera un católico convencido.

Criado en el seno de una familia de religiosos militantes, toda su vida le infundieron los conceptos fundamentales de sumisión, respeto y miedo al Señor, marcándolo a fuego.

Su fé superaba la de cualquier cristiano; participaba en todas las actividades religiosas volviéndose imprescindible para la iglesia; jamás se negó a colaborar en cuanta campaña solidaria existiera.

Su vida de permanente entrega lo ponía camino a la santidad .

Por todo lo dicho cuando a mediados de la adolescencia le aparecieron esas manchas sangrantes en las palmas de sus manos
se sorprendió, pero recordando la historia de Cristo - que conocía al detalle – no tuvo miedo. Por el contrario, su misticismo aumentó.

Los médicos lo atribuyeron a alguna extraña enfermedad de la piel, le recetaron variados medicamentos, siempre sin éxito.

Él intuía lo que le sucedía, lo tenía claro.

Asi siguió su vida en las mismas rutinas con su familia y los amigos de la iglesia. Sin pareja. Nunca se le conoció pareja. Él ponía límites.

Cuando tenia afinidad por alguien del otro sexo – ni pensar de su mismo sexo - se consideraba al borde del pecado y automáticamente reprimía los instintos naturales con la oración. Era más que una convicción, era un reflejo inevitable.

Ante el sexo o su posibilidad los años de oscurantismo inculcados por la familia lo hacían sentirse sucio. (En esto lo envidiaban los clérigos que se sabían mucho más débiles y proclives a la tentación que Alberto.)

Su absesividad mental lo hacía refugiarse en la Iglesia alejandose de cualquier tentación – mejor si estaba vacía o con pocos fieles – y orar hasta llegar a un estado de éxtasis que le llenaba de seguridad.

Días antes de cumplir los 22 notó nuevas manchas de sangre, ahora en los pies y alli comprendió que sin ninguna duda tenía los estigmas de Cristo, lo que siempre había sospechado.

Increiblemente su fé, su permanente búsqueda del bien, había logrado este milagro cuyas causas se desconocen, aunque la ciencia siga buscando explicaciones convincentes sin encontrar ninguna.

Vivía con manos y pies envueltos en gasas. La gente ya lo veía realmente como un Santo. La Curia lo invitaba a dar conferencias de Fé, aparecía en programas de comunicación de variados medios.

Los más fanáticos guardaban las gasas ensangrentadas como reliquias y les rendían culto.

Al cumplir los 32 años nació en él un interés visceral, profundo, por las cruces donde Cristo sufría y penaba eternamente por nuestros pecados. Las miraba, las estudiaba, algo extraño lo atraía hacia ellas.

Repetídamente soñaba con crucifijos donde el Señor gritaba, sangraba, sufría siendo torturado. En lo que veía en las iglesias y en lo que soñaba, algo – no podía definir qué – no estaba bien. Lo intuía, algo no estaba bien. Algo era falso, antinatural.

Estudiaba y estudiaba las figuras religiosas y nunca lo descubría. No podía definirlo, pero tenía la plena seguridad de que algo estaba mal en esas figuras.

Por cierto sus estigmas mantenían un sangrado escaso y habían crecido al punto que veia a su través, pudiendo pasar un dedo por los huecos sin sufrir dolor. Nunca tuvo ni el más mínimo signo de infección.

En uno de los tantos viajes pastorales al interior del país, el auto tuvo una avería. Buscando ayuda llegaron a un pueblecito de tantos que hay en nuestra America profunda. Alli el mecánico les dijo que precisaba tiempo para conseguir los repuestos, entonces se alojaron en una pensión del lugar esperando el arreglo.

En una de sus caminatas conociendo la zona, cansado, extrañando mucho esos momentos de oración que le daban paz, encontró una humilde, pequeña y olvidada iglesia en la plaza del pueblo.

Encontró su ambiente.

Alli solo tenian una imagen religiosa, la de San Francisco de Asis – santo que adoraba y con quien se identificaba – junto a una gran cruz desproporcionada para el tamaño del templo que - según luego le contarian – años atrás los vecinos construyeron con restos de un inmenso eucaliptus que un rayo derribara durante una gran tormenta .

La madera era sólida, de color rojizo, muy bien pulida, sin rastros de polillas u otros insectos perforadores y con un trabajo artesanal excelente. Desde ese día, el hallazgo lo haría volver repetidas veces al pueblo como en peregrinación.

Cuando estaba a punto de llegar a los 33 años, junto con amigos y conocidos decidieron ir a festejarlo a ese sitio perdido del mapa, solitario y simple, como a él más le gustaba.

La noche anterior al compleaños, en plena madrugada, mientras todos dormian, como cumpliendo un plan pre-establecido fue a la iglesia con con una pequeña escalera que había traido de la ciudad, envuelto en una atmósfera mística y poseido de una increïble decisión.

Al entrar notó un resplandor extraño en el ambiente y vio el piso de la pequeña capilla cubierto con una neblina fosforescente. Todo le pareció de lo más natural, como si lo esperara, lo mismo que subirse y comprobar que el tamaño de la cruz parecía hecha a su medida.

Con movimientos automáticos y sintiendo una inmensa paz se quitó la ropa dejandose caer de espaldas contra el madero.

En ese momento brillantes luces lo iluminaron y unos clavos de plata aparecieron de la nada en los estigmas uniéndolo a la cruz.

Alcanzó a sentir que algo espinoso se apoyaba suavemente en su cabeza y una mano templada y suave le acariciaba la frente.

A la mañana siguiente, como casi todos los días, la señora Rodriguez Lopez fue con su hijo menor a la iglesia a hacer su trabajo.

Contratada para limpiar y ordenar todo, siempre comenzaba rutinariamente por el jardín donde intercambiaban unos mates con el cura comentando las novedades del pueblo.

El nene en sus juegos entró corriendo al templo y salió a los gritos a contarles que álguien les habia regalado un Jesucristo.

Cuando lo vieron el asombro fue inmenso, estaban ante una talla del Señor en madera pulida, tamaño real, perfecta, exacta para el viejo crucifijo. El solo acto de mirarla les trasmitía paz, mucha paz. (A ambos los rasgos de la figura les parecian conocidos, pero no lo comentaron).

Eso si, tenía un detalle misterioso que jamás habían visto en otros crucifijos.

En este, Jesús crucificado les regalaba una serena sonrisa.

Texto agregado el 22-06-2011, y leído por 143 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
27-07-2011 waw... la verdad muy buen relato. El santo se lo merecía. Igual no te la creo... con el comentario de los curas se te ve la hilacha... jajaja. Abrazos de campeón de américa a campeón de américa. langa
23-06-2011 Bella narrativa -SIGH-
22-06-2011 Excelente relato glori
22-06-2011 Por tu fe seras salvo carelo
 
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